Bolero

Foto: Reuters

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“No tengo un kilo”, dice el músico de una orquesta cuyo nombre me pidió borrara de mi cabeza. El bar es un pequeño tugurio, tiene una barra mínima y tres pequeñas mesas desde donde se pueden ver los camiones cargados de pasajeros que viajan a Guantánamo o Santiago de Cuba. Le miro los zapatos rústicos, el pulóver gastado y le paso el vaso con un doble de Caribe, aparentemente, refino. No hay hielo, ni trago que preparar. Es un simulacro de ron a la roca. Todo huele a tigre húmedo.

“No me pagan desde hace cinco meses”. Respira el cantante. Desde una bocina soviética el barman deja caer sobre nosotros un bolero de Orlando Contreras. Le pagan 500 pesos por concierto. Canta dos o tres números y ya está todo. Le fascina el trabajo. En las tardes construye lo que le falta de su casa arrasada por las ráfagas de huracán Sandy y siembra coles u otras verduras que vende para rematar los meses.

No es el único. Tres cuadras más arriba un compañero de fila vende caramelos, cigarros y ron a granel. “Si no lo hago me muero”, me contaba. “Estoy buscando algo para dejar la orquesta”. Se lo digo a mi compañero de tragos y me mira a los ojos para decir: “Todos estamos en lo mismo.” Y me habla de un septeto de changüí cuyos miembros ganaban solo cien pesos al mes. “Unos changüiseros natos”.  Me dice con un dolor visible a diez metros.

Los dos lo sabemos, desde que cambiaron las cosas en los 90 hay que gustarle a la gente, llenar espacios, pagar payola para sobrevivir. “Dicen que para estar en algunos programas nacionales hay que pagar hasta 100 dólares”. Lo escucho y el Caribe ya refino se me traba en la garganta .¡¿Cuánto?! “Ci- én”. Dejo que siga. “Para tocar en carnavales tienes que aflojar lo menos 2 mil pesos”. Eso sí lo he oído por ahí, le digo, y de las bocinas soviéticas baja ahora Rolando Laserie, como puesto a propósito por un director radial medio curda: “Aprendí todo lo bueno, aprendí todo lo malo…”

El hombre se quita las gafas y le mira las curvas a una morena que se ha recostado a la barra. Le queda cerca, las nalgas de la mujer están solo a unos centímetros. Podría besarlas. “Lo que hago es pedir plata prestada y cuando finalmente me pagan devuelvo”. Me río porque sus palabras suenan en el mismo tono en el que hubiese hablado sobre la mujer.

El diálogo pasa de la economía al trabajo. Es poco; ensayos una vez a la semana y cuando llega el momento, tocar, sentir que tu energía le pasa a la gente, pero es duro y la mayoría de los enamorados de la música quieren abandonar. Seguimos bebiendo.

Sindo Garay fue saltimbanqui, Matamoros era chofer, Chano Pozo fue de todo, Manuel Corona encontró la muerte bajo unos periódicos en el piso de un bar acaso como este. Pero eso fue hace un siglo y en mis bolsillos duerme un teléfono con el que puedo llamar a Miami si hiciera falta.

Es otro tiempo, otro verso retumba en estas paredes y este hombre pobre vuelve los ojos locos y me dice “Vámonos compadre”, y salimos a la calle. Pasan los carros veloces, llenos de gente a Guantánamo o Santiago de Cuba, fluye la noche nacional y hace un calor del carajo, le digo al músico para llevarlo a su casa, pero se niega, lo veo entonces hundirse bajo las luces, dando tumbos y rememoro a Laserie con aquel tango hecho bolero: Vieja calle de mi barrio donde he dado el primer paso, y de veras, siento ganas de llorar.

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