Días de radio

La gente quiere una vida ficticia y los personajes ficticios una vida real
Woody Allen

En 1969 una pieza musical de rampante tontería ocupaba el número uno en la lista de éxitos del programa Nocturno. Su título “El juego de Simón”, en voz de Roberto Jordán. En nuestra casa teníamos un radio que, tras varias cirugías electrónicas debió soportar que le extirparan (nubosamente sulfatados) unos cuantos bombillos. Pero ni así dejó de regalarnos, con la estática más crepitante aún, su gracia.

Terco, con bulbos como prótesis recicladas de no se sabe dónde, aquel cajón arcádico siguió con el sonsonete: El juego de Simón has aprendido ya / y si lo juegas hallarás amor. / Si acaso tienes novia llévala a jugar / y si la besas dale el corazón… Ninguno de los de nuestro grupo –aspirantes a pepillos– tenía novia, porque las princesas cerreras del batey donde vivíamos no mostraban interés por nuestros pantalones, con quillas de tela injertadas para lograr el efecto pata de elefante; mucho menos por nuestros pelados, al accatone o a lo beat, nuestros mocasines sin medias y las camisas anchas y enterizas. No bailaban el bimbó, el twist, el rock and roll, el go-go ni el holie-holie.

Todos aquellos atributos y pericias perdían la mano con la mota y las patillas, los pantalones con bajos y pliegues, las camisas a cuadros (por dentro y con yugos), que los galanes demodé del “pueblo” habían heredado de sus progenitores. Nuestro contemporáneo de más éxito era la viva estampa de David Niven. Otros, con menos estilo y más conservadores, malamente alcanzaban un discreto mohín a lo Jorge Negrete. En los bailes del círculo social, con el conjunto Ritmo CDR –de Mario Ponce–, o a golpe de vitrola, lo más que se bailaba era el son montuno, el danzón, el bolero…

Mi hermana y yo habíamos bautizado aquel transmisor con el simpático nombre de Tinguilillo, porque en una de sus idas y venidas al taller de Luis Alba perdió también la rueda del botón de sintonizar los canales, dándonos la impresión de ser tuerto, como Tingo, el primera base zurdo de la novena del central, diestro pese a su minusvalía, porque el ojo apagado era el izquierdo y, al cubrir en la inicial el derecho le quedaba apuntando para el terreno. Al pararse en el cajón de bateo, a la zurda, igual. Cada vez que necesitábamos cambiar los canales nos valíamos de un alicate con el cabo engomado; prensábamos la espiga sobresaliente, hacíamos viajar la aguja y de esa forma llegábamos a Radio Progreso evitando el fustazo de la 110.

Semana por semana mandábamos nuestras listas de éxitos a Nocturno, y por mucho que tratamos de imponer, con numerosas cartas apócrifas, “Because”, de Dave Clark ‘five, el baladista mexicano no cedió. Antes, cuando yo aún no tenía derecho a tener gustos propios, aquel mismo radio sirvió para que mi madre oyera a Clavelito y mis tíos “Estampas criollas” (muy bajito, bien de noche, los canales de afuera). Y para que todos en casa les diéramos una mano a Leonardo Moncada, Bejuco Ramírez y Pedrito, en aquellas correrías que casi dejan al mundo sin malos que derrotar. Todas las sesiones de escucha eran colectivas, comentadas. Virábamos al revés las tramas y las enderezábamos lo mejor posible.

Al poco tiempo de la última intervención quirúrgica, nuestro radio solo alcanzaba a gaguear tras un buen soplamocos; luego se necesitaron dos; luego tres… Y así sucesivamente hasta que en 1970, cuando ni con un cruel sopapo resucitaba, llegó a nuestra casa un receptor soviético marca VEF-206, asignado a mi padrastro carpintero por sus méritos laborales. Recién había concluido la zafra de los diez millones de toneladas de azúcar –que fueron ocho y pico–, junto con el año de dieciocho meses y el revés convertido en victoria, y como el gallego Ramón Mazaira era el mejor carpintero del central, además de la radio ganó también, pocos meses más tarde, un reloj pulsera marca Poljot.

Entre las virtudes de aquella nueva “reproductora” estaba el que se podía cambiar de bandas para escuchar emisiones de los más diversos confines, por lo que me hice adicto a la WGBS (plays favorites), la BBC, Radio Netherlands. Lo mismo funcionaba con baterías que conectado a la corriente, y tenía un diseño con más onda. Aún me veo por la acera, con aquel catafalco pegado a la oreja para darle jamón a los de la mota y las patillas, ya en franco declive. Era un artefacto fuerte como un buldócer, pues tras una caída que le fracturó algunos plásticos, siguió como si nada, regalándonos ahora un número que la muchacha más linda del batey, delgada y de ojos color membrillo, rebautizó como “Mayito Leidi” (My little lady).

Los años pasaron y el VEF fue sustituido por un Selena; más tarde por el radio tocadiscos Akord; mucho después por la radio grabadora y reproductora de CD Panasonic, a la que le siguieron los MP-3, MP-4, I-fon, celulares Androide y un sinfín de nietos electrónicos gracias a los cuales los más jóvenes de casa –audífonos mediante– han conseguido que la escucha derive, de acto colectivo, a sesión tan privada como la masturbación.

Hace pocos días tropecé, en el cuarto de los trastes, con la ajada humanidad de Tingilillo. Me devolvió algunos sueños devastados. La nostalgia es, también, una caja de resonancia. Lo agarré, le sacudí el polvo con dos o tres gaznatones, lo conecté y, como llegada de otra vida que pudo ser mejor, o quizá más tonta, la voz de Luis Gardey expulsó otro de los coloidales números de aquel programa Nocturno al que nunca logramos subvertirle la lista de éxitos: Te ataste una cinta en el pelo, / te pusiste un pantalón vaquero, / te ceñiste la cintura / y te viste juvenil…

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