Fernando Hechavarría: “Adoro ese contacto directo con el espectador que solo el teatro ofrece”

Uno de los rostros más conocidos de la cultura cubana; actor versátil, que lo mismo ha tenido desempeños brillantes sobre las tablas que en el cine y la televisión.

Fernando Echavarría, 2024. Foto: May Reguera.

Fernando Hechavarría (Santiago de Cuba, 1953) es un sólido referente de la escena cubana desde mediados de la década de los 70, cuando se unió al Teatro Escambray, grupo insignia entre los que acogieron el método de creación colectiva como estética y práctica de vida. Desde entonces, casi cincuenta años de éxitos jalonan la carrera de este actor versátil, que lo mismo ha tenido desempeños brillantes sobre las tablas que en el cine y la televisión. Hoy por hoy es uno de los rostros más conocidos de la cultura cubana. Desde 1995 pertenece al elenco de El Público, colectivo que dirige Carlos Díaz, a la vanguardia de la vanguardia escénica del país.

Fernando es licenciado en actuación por la Facultad de Arte Teatral del Instituto Superior de Arte de La Habana, y máster en Procesos Formativos de la Enseñanza Artística por el mismo centro educativo. Además, ha recibido adiestramientos profesionales y talleres de su especialidad con personalidades tan relevantes como Santiago García, Eugenio Barba y Leonid Velejov. Desde hace veinte años enseña actuación en el ISA, Universidad de las Artes. 

Esto le preguntamos. Esto nos dijo. 

Estudiaste artes plásticas en Holguín en 1970. ¿Cómo fue el paso de aspirante a pintor a aspirante a actor?  

Nací en Santiago de Cuba, y me trasladé a Holguín, donde estudié Artes Plásticas desde 1970 hasta 1972. Allí tuve un excelente profesor de diseño, Paneca, que me sugirió incursionar en el mundo de la actuación; mi reacción fue: “¿Tan malo soy en la plástica?” Me respondió: “No, pero hay un potencial como actor que desconoces, y que deberías explorar”. 

Pidió a otro docente, amigo suyo, que formaba parte del claustro de teatro en la Escuela Nacional de Arte (Ena), que volara a Holguín; me examinó, aprobé y al verano siguiente estaba en La Habana, cursando los estudios de actuación. 

Así, sin expectativas previas, descubrí y me enamoré del teatro.  

¿Ese primer acercamiento al mundo del arte condicionó de algún modo tu desarrollo como actor?

Definitivamente. La capacidad que te aporta la plástica de transportar ese mundo infinito de emociones y sensaciones a imágenes, ha marcado mi perspectiva de la actuación. Generalmente dibujo, no anoto las pautas del trabajo en mis guiones; visualizo los personajes con tonos y colores que me definen su camino, su plasmación escénica.

Con Jean Paul Belmondo durante el rodaje de “La estrella fugaz”, filme de Phillip De Brocca, 2000. Foto: Cortesía del entrevistado.

¿Cuando vienes a la Ena ya conocías La Habana? ¿Qué vínculo estableciste con la capital, cuál fue tu primera impresión de la urbe? 

No, no conocía La Habana. Digamos que fue un doble descubrimiento: la gran ciudad y su mundo cultural. Tuve como primer y gran amigo en la academia de actuación a Enrique Almirante (hijo). Su familia prácticamente me adoptó. La primera mano amiga resultaba ser de una familia con un alto reconocimiento y muchas relaciones en el mundo artístico. 

Se abrió una gama infinita de posibilidades en el ámbito del teatro, la música, el cine y la televisión. Recibí orientación sobre lo más importante y valioso del espectáculo habanero y cubano; accedí a ellos de forma armoniosa.

La ciudad me regaló sus encantos y, sin proponérmelo, fui haciéndola mía. 

¿Cómo fue el proceso de adaptación a la beca?  

¡La beca! Fue una difícil adaptación, si es que puedo decir que logré adaptarme. Enrique Almirante (hijo) falleció con solo 15 años, y aunque siempre conté con el cariño y la amistad incondicional de Almirante (padre) y toda su familia; la estancia en La Habana era muy complicada y sentía que no siempre encajaba completamente.                                                  

Quizá mi formación familiar, en la que tuvieron mucho que ver Lidiam Mansferrer y Roberto Llópiz, mis segundos padres, me proporcionaba una mirada objetiva y madura, que superaba la de la media de los adolescentes. 

¿Cuáles son los recuerdos más persistentes de aquel tiempo?

Siempre vuelven a mí recuerdos de esa etapa. Siento un profundo agradecimiento por profesores y condiscípulos. Todo mi respeto para Raúl Eguren, Nikolai Afonin, Nicolás Dorr, Freddy Artiles, Diana Fernández y Nieves Lafferté, por solo citar algunos, a los que debo mucho. 

¿Conservas amistades de entonces, colegas que hayan seguido un camino exitoso en la escena?

Ciertos amigos fallecieron prematuramente, como Alberto Pedro, brillante dramaturgo. Pocos saben que tuvo condiciones excepcionales para la interpretación. 

La inmensa mayoría de mis condiscípulos, algunos muy talentosos, desaparecieron de la escena; bien por la emigración, bien porque la realidad los obligó a buscar otros derroteros; nunca más volvimos a coincidir en un escenario. Los menos han tenido logros significativos en otras latitudes, de lo que me alegro infinitamente; pero no tantos como merecían y yo hubiera deseado. 

En otras especialidades como las artes plásticas, me enorgullece contar con la amistad de Arturo Montoto; en la música, Argelia Fragoso… No nos comunicamos con frecuencia, pero nos admiramos y estimamos sinceramente.

Entre 1976 y 1995 perteneciste al Grupo de Teatro Escambray. ¿A la luz del tiempo, cómo valoras esa etapa de tu vida?   

El Escambray, para muchos, no solo para mí, fue una segunda y gran escuela. Llegué por dos años de servicio social y permanecí veinte. Me aportó mucho técnica, cultural y éticamente. Contaba con un equipo sólido de actores, actrices, directores y personal de apoyo, que la convivencia necesaria durante 24 días cada mes convertía en una familia; con afectos y desavenencias, como cualquier familia, pero donde aprendimos que la prioridad del interés común y voluntario de la creación artística proporciona soluciones sabias para la realización personal, sin lastimar los intereses colectivos, tan necesarios en las compañías teatrales, que, como sabemos, es un arte eminentemente plural.

“La emboscada”, Teatro Escambray, 1984. Foto: Cortesía del entrevistado.

Si obviamos las limitaciones económicas y nos atenemos a los propósitos artísticos que animaron a ese conjunto, ¿hoy podría reeditarse una experiencia similar?

Nunca he creído en las réplicas de los fenómenos culturales. El Escambray no es la excepción. Las razones que motivaron a Sergio Corrieri y al equipo fantástico que lo acompañó desde sus inicios han cambiado radicalmente; cada vez más la realidad nacional se homogeniza. 

Pueden existir especificidades locales, pero ni remotamente como las de finales de los 60 e inicio de los 70. Por tanto, sin renunciar a la atención de las necesidades espirituales de cada rincón de nuestro país, donde la riqueza del trabajo artístico y cultural en general sigue siendo vital, creo que incluso hoy, más que nunca, se deben buscar soluciones nuevas y acordes con los momentos socio-económicos y culturales que vive nuestro país.

“La emboscada”, Teatro Escambray, 1984. Al fondo, Sergio Corrieri. Foto: Cortesía del entrevistado.

Ese teatro de vocación antropológica, que parte de la investigación de la realidad de un núcleo poblacional determinado para discutir desde el arte sus problemas más acuciantes, ¿se corresponde con los intereses de los dramaturgos y actores de esta época? ¿Se ha perdido la mística que animaba a los grupos de creación colectiva?

La necesidad de discutir los problemas acuciantes es una constante en el arte, y en el teatro específicamente es la columna vertebral de la creación. Por tanto, esa vocación antropológica siempre está presente, y todo aquel que quiera escribir para la escena cubana o universal, tiene que poseer un poderoso conocimiento de los fenómenos sociales que intenta plasmar en su obra, para reflejar crítica, profunda, valiente y respetuosamente la realidad que los rodea.

Igualmente la creación colectiva, si bien no con el mismo sentido que se usó antaño, pero sí con ese carácter colaborativo y aportador que demanda el teatro, estuvo, está y estará presente por siempre.

Aún en las puestas donde los mecanismos de dirección de los espectáculos transitan por derroteros ortodoxos, el aporte de los matices individuales, siempre que prime la seriedad y el profundo respeto que la creación teatral demanda, propician un carácter colectivo invaluable.

Filme “Y sin embargo”, de Rudy Mora, 2020. Foto: Cortesía del entrevistado.

Desde 1995 perteneces a la compañía de teatro El Público, que dirige Carlos Díaz. Es un conjunto que está entre los dos o tres que marchan a la vanguardia del teatro cubano actual. En su momento, el Escambray también fue un colectivo que marcó la pauta de lo considerado excelencia artística. Me parece que ambos grupos están en las antípodas. ¿Es así? 

Sé que soy enormemente privilegiado de haber pertenecido al Escambray y ahora al Público; ambas compañías me han confiado un papel importante en sus puestas, por lo que el proceso de aprendizaje y maduración artística es permanente.

Las supuestas diferencias diametrales del Escambray con el resto de la producción escénica cubana, han sido tema de discusión histórica; pero casi nunca ha primado en esos análisis la valoración técnica. Hablábamos hace unos instantes de la vigencia de la preocupación antropológica en el teatro; ¿pero es que acaso no es inherente ella a toda creación teatral a través de la historia? Lo fue en el teatro shakesperiano, en los estudios grotowskianos, Barbianos, o en el trabajo de Vicente Revuelta con Los 12. ¿Los rudimentos técnicos del actor, amén de tendencias estéticas, no poseen base común? 

Podríamos hacer todo un postulado al respecto, pero estoy convencido de que no es el sentido de esta entrevista; no obstante, desde mi experiencia personal, considerándome un actor de formación absolutamente stanislavskiana, puedo asegurar que la inserción en ambas compañías no ha implicado, en absoluto, un rompimiento con mi formación técnica; pero sí una ampliación de los resortes actorales en función de los preceptos estéticos que cada compañía defiende.

Filme “Leontina”, de Rudy Mora, 2016. Foto: Eduardo Rodríguez/Cortesía del entrevistado.

¿Qué representa para ti ser parte del elenco de El Público? 

El Público es mi más preciada vía de retroalimentación con la Cuba de hoy, y el modo de expresión ideal como artista y como cubano. Me honra ser un actor de El Público.

¿Cuáles han sido tus desempeños más destacables con esa troupe?

Entre las puestas más relevantes están El Rey Lear (Shakespeare), Querido Diego (Senel Paz), Calígula (Albert Camus), La Gaviota (Chejov), Escuadra hacia la muerte (Alfonso Sastre), Las amargas lágrimas de Petra Von Kant (Fassbinder)

En estos momentos estamos inmersos en la puesta de Réquiem por Yarini, el texto clásico de Carlos Felipe.

Has hecho teatro, cine y televisión. Creo que la mayor popularidad te la ha concedido este último medio. ¿Eres de los actores que necesitan sentir la vibración del público en el instante irreversible de la sala o de los que prefieren tener a la cámara como primer testigo de sus representaciones, ya que las escenas se pueden repetir una y otra vez en busca de la perfección?

Definitivamente, valoro mucho la vibración del público. Cada medio tiene canales para entablar esa sintonía, pero adoro ese contacto directo con el espectador que solo el teatro ofrece. Es cierto que los medios audiovisuales dan la posibilidad de perfeccionar en cada toma el trabajo, pero el teatro te ofrece tiempo y ensayos para bordar los personajes, y luego la continuidad de representarlos en escena de principio a fin, haciendo de cada función algo único e irrepetible, con la complicidad del público, que atesora en su mente ese regalo de por vida. La perfección es un reto conmovedor en el teatro.

Hablemos de cine. Arturo Sotto te ha llamado para cuatro de sus filmes: Amor vertical (1997), Pon tu pensamiento en mí (1995), La noche (2005) y La novicia jardinera (2021). Es evidente que tiene en alta estima tu trabajo. ¿Es un sentimiento recíproco?

Arturo Sotto estima mi desempeño, y claro que es recíproco ese sentimiento. Por su formación actoral, él sabe cómo pedirle a sus actores lo que necesita cada vez, haciéndolos cómplices del proceso creativo, sin presiones innecesarias y con extremo respeto. 

Filme “Pon tu pensamiento en mí”, de Arturo Sotto, 1995. A la izquierda, Rolando Tarajano. Foto: Cortesía del entrevistado.

Acaba de fallecer Sergio Giral, cineasta al que, pienso, no se le ha concedido toda la importancia que tiene dentro de la cultura nacional. Sus filmes eran peyorativamente llamados “negrometrajes”. Ahí están El otro Francisco (1974), Rancheador (1976), Maluala (1977), Plácido (1986) y María Antonia (1990), por solo hablar de algunos de sus largos de ficción. ¿Cómo recuerdas tu participación en Plácido

Desgraciadamente Giral no es el único caso —no por ello menos lamentable— entre los olvidados; eso está provocando una falta preocupante de referentes en las nuevas generaciones. En algún momento habrá que replantearse ese proceder, porque es en la diversidad donde radica la riqueza. 

Recuerdo mi corta, pero significativa participación en Plácido con mucho cariño; tuve la oportunidad de trabajar allí con figuras icónicas nacionales, como Ramoncito Veloz, Mirtha Ibarra y Jorge Villazón.

Giral era un hombre de cine, en el sentido más amplio de la palabra, y trabajar con él fue tremendamente placentero y aleccionador.

Voy a mencionar algunas obras de teatro en las que has tenido una participación destacada. Entre todas, señala la que recuerdes con más cariño, en la que creas haber alcanzado mayor nivel actoral y la que tuvo una mayor acogida de crítica y público. Puedes señalar otras que no relaciono:  La vitrina (Teatro Escambray, Dir. Elio Martín, 1990), Molinos de viento (Teatro Escambray, Dir. Sergio Corrieri, 1992), Electra Garrigó (El Público, Dir. Raúl Martín, 1996), La gaviota (El Público, Carlos Díaz, 2001) Chamaco (Argos Teatro, Dir. Carlos Celdrán, 2006) y Fedra (El Público, Dir. Carlos Díaz, 2007).

Nosotros tenemos a nuestros personajes como hijos y a todos se les quiere por igual; pero a nivel de crítica y público, Molinos de viento, Calígula, El Público (Carlos Díaz, 1996), Chamaco y Las Amargas Lágrimas de Petra Von Kant, marcan un hito en mi desempeño teatral.

Entre tus actuaciones para la televisión que más resonancia de público han tenido, están Cuando el agua regresa a la tierra (Mirta González, 1991), Tierra brava (Xiomara Blanco, 1997), Las huérfanas de la Obra Pía (Rafael González y Nohemí Cartaya, 2000), Salir de noche (Mirta González, 2001), Doble juego (Rudy Mora, 2001), Historias de fuego (Nohemí Cartaya, 2006) y Hermanos de sangre (Ernesto Fiallo, 2015) y Asuntos pendientes (Felo Ruiz, 2021). ¿Sigue siendo Nacho Capitán el personaje más popular entre los que has interpretado? ¿Es la televisión, como dicen, un género menor?

Tierra brava es el punto de inflexión de mi trabajo televisivo. Tuvo un impacto popular definitivo; sin duda, por la calidad de la dirección de Xiomara Blanco y la confluencia de un elenco mayor. 

Debo agradecer a Mirtha González la posibilidad de entender que la televisión es arte; solo depende del empeño, amor, respeto y devoción, con que enfrentemos su realización. Cuando el agua regresa a la tierra o Aire frío son muestra de ello, y sin dudas dos de mis incursiones más relevantes en la Televisión. Igualmente trabajar con Rudy Mora es y será siempre una prueba de lo valioso que puede llegar a ser, estéticamente, el medio televisivo.

Cartel de la película “Petra”, de Randy Valdés, 2018.

Siempre he pensado que para enseñar alguna disciplina artística no basta el dominio de la materia por parte del profesor. El vínculo entre maestro y discípulo artistas es muy singular, donde la admiración, la complicidad y la total empatía tienen que primar. ¿Qué piensas de esto después de más de veinte años de entrega a la docencia?

La docencia es una de mis pasiones. Tengo la certeza de no estar totalmente capacitado para el ejercicio pedagógico del teatro, que es muy complicado, pero es una de las maneras de retribuir lo que tantos han hecho por mí. 

Coincidimos en que no basta conocer la materia que impartes; es muy importante el vínculo docente-alumno, la empatía en el aula (entiéndase por aula no solo el espacio docente, sino todos aquellos espacios en que te desempeñas y ejerces influencia sobre esas generaciones, incluida la vida privada). Ser ético es indispensable, y define incluso el derrotero final de nuestras carreras; por tanto, es vital predicar con el ejemplo y, sobre todas las cosas, incentivar el crecimiento individual de cada artista en ciernes, que son nuestros estudiantes. 

Lo primordial es guiarlos en el autoconocimiento, en el descubrimiento de sus potencialidades, para que las desarrollen. No es cuestión de repetir miméticamente nuestros logros, sino de que alcancen los suyos a partir de sus propios valores. 

Con su hija Patricia. México D.F., 2018. Foto: Cortesía del entrevistado.
Con su hija, la también actriz Alicia Hechavarría, 2024. Foto: May Reguera.

¿Cómo es ser padre de Alicia Hechavarría? ¿Dos actores son multitud en una casa? 

Mi familia es mi gran tesoro, y nuestras hijas, la obra mayor. Ser el padre de Alicia y Patricia es un regalo divino. En el caso de Alicia, compartimos la pasión por la actuación y me enorgullecen sus éxitos, más que los míos. 

Nuestra relación siempre ha tenido como base el amor, claro; pero además, el respeto y la sinceridad; por tanto dos es complicidad, no multitud.                                    

  

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