Los personajes de Chéjov en Cuba

Tío Vania en Argos Teatro

Si alguna vez has sentido que vives rodeado de mediocridad; si día a día se acumulan las cosas que no haces, aun deseándolas, entonces, –si todavía tienes fuerzas y no te ha comido la inercia o la desidia- quizás debas pasarte por Argos Teatro para que veas Tío Vania, la versión de la obra homónima de Antón Chéjov que dirige Carlos Celdrán.

No importa si no te gusta el teatro. Esta obra va más allá de Stanislavski, quien, por cierto, la dirigió con cierto éxito en el teatro de Moscú en 1900. Esta obra va de las vidas desperdiciadas, de la gente que habla sin saber de qué está hablando. Y me parece, -Jorge Mañach estaría de acuerdo- que en Cuba tenemos más de un punto en común con este tema. No en balde la obra ha atiborrado la sala en cada puesta desde abril, con más de mil doscientos espectadores.

Asusta un poco que los personajes de Chéjov, con vidas inútiles, tediosas y solitarias, personas incapaces de comunicarse entre sí y sin posibilidad de cambiar la sociedad en la que viven, encuentren cabida en Cuba, con su condición suprema de ser el primer país socialista de América.

Pero no todo el éxito que ha tenido Tío Vania es mérito de Chéjov. Quien haya leído El jardín de los cerezos y Las tres hermanas, sabe que puede ser un escritor increíblemente denso, no por gusto lo llamaban “el cronista del tedio”. En cambio, el Tío Vania que nos presenta Celdrán encierra una versión contextualizada -y actualizada-, para los cubanos.

El suceso que pone en marcha el drama de Tío Vania es la llegada de Alexander (Waldo Franco) y su esposa mucho más joven, Elena (Yuliet Pérez), a la finca donde vive Sonia (Yailín Coppola), hija del primer matrimonio del profesor. Junto con su tío Vania (el superlativo José Luis Hidalgo), Sonia administra el lugar. Ella está enamorada del doctor Mijaíl (un renovado Héctor Noas, que aprovecha al máximo sus cualidades histriónicas), quien a su vez está prendado de Elena.

Tío Vania, complejo, cambiante, auténtico productor de bienes, cuyas escenas cumbres son las borracheras, se opone al inútil fraude intelectual y personal del profesor Alexander, a quien admiraba como artista, y del cual se ha desilusionado.

Hay mucho de desengaño y de amor no correspondido en Tío Vania. A diferencia de las telenovelas brasileñas, y en correlación con la vida misma, los personajes no siempre logran lo que desean: el amor no triunfa sobre las circunstancias; las circunstancias aplastan apoteósicamente al amor. Chéjov no cree en el amor. No deja que sus personajes lo degusten. Los deja viviendo en la desesperanza, hasta que esta se convierte en parte de su identidad. Si en Tío Vania el amor es aún buscado como una agencia de salvación, si sigue siendo pensado como un consuelo, la realidad es que la pérdida del amor, su ausencia o su derrota, el silencio en el corazón no aceptado, se han vuelto parte de la carga y del lirismo de la pena humana.

Para mitigar las penas, es bien sabido, funcionan pocas cosas. Una de ellas es el alcohol. Los personajes de Chéjov, al menos los de la puesta de Carlos Celdrán, lo asumen, y así, hablan al público, -muy brechtianamente- con una botella en la mano; lloran, hacen las paces, siempre tomando. Y, sobre todo, se quejan: “Desde hace cincuenta años no hacemos más que hablar, hablar y leer artículos” y “Entre tantos mediocres uno termina volviéndose un mediocre”, dice Noas mientras escupe ron. Y otra vez sus actos mueren en palabras y sus gestos se quedan sin corresponder a sus deseos, y abre de un tajo la biografía de nuestras vidas, de las personales y de la colectiva; y en el tajo hay ideales perdidos y está Chéjov, punzante, tan hiriente y cruel que solo puede mitigarse con otro trago.

Por: Diana Castaños

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