Sin grandes alardes

Año 90. Un año cerrado para Cuba y claro, para cualquier otro lugar a expensas del calendario gregoriano. Carlos Alberto González es un mulato hermoso, un moro alto que no alcanza los 25 años y que viene pensando hace un tiempo ya, que la actuación podría ser un buen asidero donde descansar las esperanzas en la última década de un siglo menos confuso de lo que la gente cree. Está en traje de baño, ensayando una obra vieja que le deja el cuerpo casi desnudo. Sale hasta el patio del Cabildo, que es el último reducto por estos años de los teatristas guantanameros, recuesta la espalda contra una pared rugosa y fría y enciende un cigarro. Deja que transcurran unos 30 o 35 segundos con el cigarro parpadeando en los labios, hasta que lo arranca de un tirón con la mano derecha y vuelve corriendo a la sala oscura y dice en un grito ronco que por qué no irse por esas lomas de la punta del país a hacer teatro. Dice que por qué no ir a ver que hay allá, que el teatro siempre es la mejor excusa, y que esa gente, intuye, va a agradecer una excusa como esa interminablemente.

Y los primeros años, se entiende, fueron años largos. Fueron los años duros, diría quizás alguien más. Atravesar la punta del país sin transporte, sin comida, con la fuerza de las piernas y los brazos y el lamento a veces inevitable de la voluntad. Los primeros años, se entiende de sobra, rinden una novela, una buena novela, digo, o rinden quizás un monólogo fiero, en el supuesto de que uno y otro no fueran la misma cosa. De esa gente van quedando pocos, otros han ido aprendiendo el recorrido, estableciendo nuevos contactos, reconociendo una geografía descomunal y tanteando un clima que ofrece siempre febreros inestables, llenos de frío y calor y lluvia y polvo a un mismo tiempo.

Año 93. Fin de año. El parque de Guantánamo es una ciénaga oscura hasta donde llega cada noche el estallido de una mina. Sobre la mina el cuerpo fatigado de algún hombre. Casi siempre un amigo, algún pariente lejano, un conocido al menos. La Cruzada Teatral es un proyecto, una idea ya hecha que ha tomado la forma dura y rugosa de la Cuba de estos años. La forma de la pared del patio de una sala vieja de ensayo, la forma del cuerpo de un hombre joven que recostó el pensamiento sobre las últimas arterias de un país impreciso. En esta noche detenida de diciembre llega hasta el parque el murmullo insospechado de una rodilla sobre una mina. Encima algunos sueños sobre el teatro cubano. Sueños detonados que se esparcen con furia por el campo minado. Los colegas, los amigos, no dan crédito. Carlos Alberto González es un muchacho alegre que fue zapador en Angola y que conoce demasiado bien el alcance de cada uno de estos artefactos. Carlos Alberto González es un muchacho hermoso y temerario que se dejó la vida anoche, sin grandes alardes, en la base naval.

Ahora nadie sabe con exactitud qué certezas se pusieron en juego hace veintitrés años en esas lomas. Qué delirios se gestaron bajo las noches cerradas de Vega del Toro o las madrugadas desérticas de San Antonio del Sur.  Qué cimientos se removieron en la orilla de Cajobabo o en la última orilla del país, al pie del Paso de los Vientos. Aquellos primeros niños, desconfiados ante el espectáculo de gente que venía desde lejos a disfrazarse y actuar para ellos, han tomado la forma de hombres hechos que trabajan la tierra y llegan con sus hijos, en la noche, muy cerca de los retablos. Hombres hechos que agradecen desde una atención perturbadora las obras y que ofrecen sus casas y sus camas para que los cruzados duerman.

No debía ser él porque no había dicho nunca nada sobre ese asunto. No debía ser él porque estos muchachos, estos hombres y mujeres que han pasado a su lado cada día durante los últimos años, no se dieron cuenta de nada. No debía ser él porque cuántos Carlos, cuántos Carlos Alberto, cuántos Carlos Alberto González no deben estar vaciando en este momento preciso el país. Estos muchachos son actores y actrices que saben escurrir la mirada entre el público sin llegar a posarla definitivamente sobre ningún rostro y que justo ahora, y no sobre aquellas otras tablas, van aprendiendo el valor de ciertos rejuegos escénicos. Por eso no se tropiezan los ojos entre ellos, por eso mueven la boca descontroladamente y siguen diciendo que a quién se le ocurre, que no sean pájaros de mal agüero, que te calles la boca, que toques madera, coño que no hay un pedazo de madera en este dichoso parque. Y se van a dormir, para poder lavarse las caras temprano y saber que no ha pasado nada, que los jodieron con ese ron de porquería, que Carlos sigue vivo y además sigue en Cuba.

Cada día, a las ocho y media de la noche, cuando la jornada ha arrojado hasta diez puestas en escuelas remotas, a una o dos o más horas de camino, los actores toman un poco de aire, se juntan de golpe y advierten el inicio de la función con un coro ya reconocido en esos lares. A Baracoa me voy aunque no haya carretera, aunque no haya carretera a Baracoa me voy. Suena simple. Es simple. La resolución estricta de violar con fuerza, casi orgiásticamente, por un tiempo justo, algunas miserias humanas. De echarse el guacal al hombro o sobre un mulo o sobre un camión azaroso y echar a andar. Por esta vez, me parece, no hay otra vuelta de tuerca.

Es temprano, quizás demasiado, pero algunos de estos muchachos corren, corren varias cuadras con los rostros aún empapados, cuadras larguísimas, hasta llegar a la esquina de su casa. Entonces el silencio acompasado de algunas confrontaciones definitivas los va engullendo de a poco y los va depositando suavemente, uno al lado del otro, frente a una pared rugosa y fría que a todas luces entiende poco de la vida y de la muerte y de la desesperación y del país y del teatro, aunque permanezca desde ahora indefinidamente ligada a cada una de estas cosas.

Cruzados, por más torpe que pueda parecer, por la sed, por el hambre, por el sudor hirviente que violenta los cuerpos extenuados. Cruzados por el miedo a las curvas duras de algunos caminos impensables. Caminos que no han sido convenientemente apuntalados en ningún destino turístico, que niegan constantemente el auxilio de algún peldaño, o al menos, un poco de tierra suave. Cruzados por la soledad del monte cuando el sol hace rato le ha caído arriba y se le ha escurrido entre las hojas. Cruzados por la determinación común de no arrastrar hasta allí, en la medida de lo posible, cada uno de sus signos generacionales.

Cruzados, sobre todo, por una gratitud casi dolorosa que se les resbala desde los ojos a esta gente, una gratitud que no anula las curvas ni las piedras ni el sol ni las noches, ténganlo por seguro, pero que a algunos hombres al parecer  les alcanza.

Año 90. Un año cerrado para Cuba. Al menos eso sabemos con certeza. Carlos Alberto González es un mulato hermoso, un moro alto que no alcanza los 25 años y que viene pensando hace un tiempo ya que las cosas están cambiando, que algo se está jodiendo y que el teatro no va  a ser suficiente. Pero que coño, no hay que ser pájaro de mal agüero, mejor callarse, mejor pensar en otra cosa, mejor tocar madera, pero no hay madera, solo una pared fría y rugosa. Una pared durísima. Entonces comienza a mover la boca descontroladamente mientras se arranca el cigarro de un tirón con la mano derecha y dice en un grito ronco, un grito ciego como el estallido de una mina, que por qué no irse por esas lomas de la punta del país a hacer teatro…

La Cruzada Teatral Guantánamo-Baracoa, que entre el 28 de enero y el 3 de marzo de cada año atraviesa una parte considerable del macizo montañoso Nipe-Sagua-Baracoa, trascendió en muy poco tiempo el esbozo de una idea, la intención de un solo hombre. Trascendió, además, algunos años ocres del país. Años profundamente poncianos. Los más jóvenes se preguntan cosas, los más viejos son pocos. El teatro no da abasto, pero quién sabe si a veces pudiera alcanzar.

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