Una odisea teatral

"My stage children", de Odin Teatret. Foto: Tommy Bay.

"My stage children", de Odin Teatret. Foto: Tommy Bay.

¿Cómo es el cuerpo de un grupo de teatro con más de 50 años? ¿Se parece al cuerpo de sus actores, al de sus fundadores? Quiero pensar que el cuerpo de un grupo como el Odin Teatret que en 2014 llegó a su medio siglo de vida es memorioso, seductor y lleno de misterios.

Eugenio Barba creó el Odin Teatret en Noruega en 1964 con un puñado de actores, casi todos rechazados de escuelas de teatro. Dos años más tarde, se trasladó a Holstebro, Dinamarca, y en lo que fue una granja con vacas que aún mugían al llegar, edificaron una casa de teatro con huecos en el cielo “para que las épocas no nos engullen”, como dijo Barba durante su clase magistral en la Casa de las Américas. En esos mismos terrenos, amplificados no solo para el grupo sino para teatristas de todas partes del mundo, también se guardan las cenizas de la bailarina india Sanjukta Panigrahi y del actor Torgeir Werthal, fundador del Odin, fallecido hace pocos años.

En el espectáculo Mis niños de escena, Else Marie Laukvik, la más longeva actriz y fundadora del grupo, proyecta imágenes donde la observamos junto a Torgeir: menudos, jovencísimos, entrenando, arriesgándose y exponiéndose. Mis niños de escena es una de las ocho obras que formaron parte de la gira Odisea Odin Teatret: de vuelta a Cuba que la agrupación multinacional realizó en la isla desde el 31 de octubre hasta el 25 de noviembre.

Casi de una punta a la otra, los “odines” recorrieron el país ofreciendo funciones, talleres, demostraciones de trabajo en un intercambio que se ha mantenido vivo por tres décadas, desde la primera vez que Barba visitó Cuba de la mano del crítico y gestor cultural Helmo Hernández. Luego, han llegado colaboradores y amigos que han fundado con el Odin, y siguen haciéndolo, un nido de afecto y cariño en la Isla, que no pasa solamente por lazos profesionales, sino por el hecho de compartir la vida y el oficio juntos.

"The chronic life", de Odin Teatret. Foto: Rina Skeel.
“The chronic life”, de Odin Teatret. Foto: Rina Skeel.

En la película El país donde los árboles vuelan, proyectada en la sede de El Ciervo Encantado en estos días, se narra cómo fue el jolgorio por los 50 años del Odin. Como muchos han aclarado, no es una película sobre las cinco décadas del grupo en la cual podría contarse la historia, hacer una cronología de los espectáculos, viajes, proyectos, testimonios, etc. No. Sus realizadores prefirieron tomar, como punto de vista, la celebración organizada por el Odin en Holstebro. En ella, no solamente vemos la preparación y organización logística de la fiesta, desde la distribución de los invitados en las mesas, hasta el trueque artístico entre jóvenes bailarines kenianos con niños de ballet clásico, sino que constatamos, de alguna forma, la puesta en práctica de un pensamiento teatral de gran potencia poética que encuentra su goce mayor en los detalles: un gesto, una imagen, un movimiento diminuto que se amplía, atraviesa, recorre y, en espiral, asciende hacia nuevos sentidos.

Una pequeña escultura de Giacometti, a quien todos llaman Maren, corona la plaza de Holstebro. Maren y el Odin Teatret, según relata Eugenio en el filme, llegaron juntos a la ciudad. Holstebro es, para decirlo mal y pronto, un pueblo en el campo. La pequeña urbe es hoy una referencia en los mapas teatrales gracias a la iniciativa del alcalde que los recibió en 1966 y a sus sucesores que han defendido al grupo como símbolo cultural.

En la película hay dos imágenes muy poderosas que, de alguna manera, condensan la labor “subterránea” del Odin. La primera es el deseo de que Maren, una réplica de la escultura, vuele, no el vuelo mismo, sino el deseo de que vuele sobre el cielo de Holstebro bajo una ventisca que levantaba una extensa tela amarilla donde estaban situados los actores; y la segunda, la de Eugenio talando árboles para la leña de su casa. Eugenio viste un overol y apenas lo reconocemos. En esos dos gestos, al menos yo, quiero ver ese deseo vivo por resistir las tempestades y hacer de ese obstáculo, una imagen; por seguir compartiendo “verdades oscuras” y continuar atizando el fuego del hogar, un hogar múltiple, refugio de creación y vida colectiva.

Con el Odin llegaron dos espectáculos en los cuales participó el conjunto de actores: La vida crónica y Las grandes ciudades bajo la luna. Completaron la cartelera Memoria, de Laukvik junto al músico Frans Winther; Judith, con Roberta Carreri, y Starry Messenger, con Donald Kitt, bajo la dirección del también actor Tage Larsen, obras que se vieron en Santa Clara;  Ave María, con Julia Varley y Tierra de fuego, con Carolina Pizarro dirigida por Varley, presentadas en Pinar del Río y en Matanzas.

La sala Tito Junco, del Complejo Cultural Bertolt Brecht, fue el escenario de La vida crónica y Las grandes ciudades bajo la luna. A pesar de ser espectáculos diferentes entre sí, ambos anidan ideas entorno, a mi juicio, al teatro, la muerte y al renacimiento de la vida. La preocupación social penetra sus diferentes estructuras donde el individuo y los temas que hoy leemos en los periódicos de cualquier parte del mundo –como ha dicho Eugenio, “abro el periódico, miro y hay un espectáculo”– conforman sus respectivas historias. Pero ese presente y futuro también puede leerse hacia el interior del grupo, un grupo que ha sufrido pérdidas, por una parte, y, por otra, sigue ganando espectadores, nuevos actores y seguidores. En todas las funciones, los jóvenes atestaron la sala, compraron carteles y otros materiales del Odin que se agotaron durante las primeras presentaciones. Al finalizar cada noche, muchos se quedaban en el Lobby y esperaban a Eugenio para conversar.

El libro La vida crónica, especie de bitácora que recoge testimonios de muchos de los actores y personas implicadas en el proceso artístico, fue un material que propició una mejor comprensión de la puesta; una obra que, según el propio Barba, es quizá la más hermética del grupo. No lo veo así. En el volumen, Julia, Kai, Eugenio, Roberta, Iben y otros hablan de su experiencia, de los hallazgos, obstáculos y caminos hasta llegar al final. Cada personaje, proveniente de diferentes culturas e idiomas, hablan en sus lenguas de origen: Kai, en vasco; Julia, en checheno; Roberta en rumano… y así… Ese multiplicidad de lenguas en escena es parte intrínseca de la naturaleza y la historia misma del Odin. Todos han sido refugiados en busca de otra patria, o la matria, del teatro. Es curioso y hasta simpático ver a Eugenio en El país donde los árboles vuelan transitando del danés, al italiano, al portugués, al español y así…como un viajero inmóvil recorriendo pueblos.

En el montaje de Las grandes ciudades bajo la luna, que a mí me recuerda tanto El último ensayo del Grupo Cultural Yuyachkani, donde el Odin encuentra un hermano del alma, y que formó parte de la cartelera de Mayo Teatral hace unos años, los actores hablan, desde una partitura musical y escénica minimalista, de las guerras y de las pérdidas. Pero lo épico en esta propuesta, además de las constantes citas a Bertolt Brecht, está dado por una actitud de los actores en escena. Es una palabra que no podría usarse con precisión en el campo interpretativo, pero que responde justamente a esa “disposición” de los actores. Y en medio de un fresco que va igualando a Bagdad, Kabul, Alepo con París, Nueva York, La Habana, se regresa a Troya, mencionada en un susurro, deletreando cada sílaba.

Los dos espectáculos “narran” también un ritual de muerte, un funeral, un enterramiento. Apelando a la ceremonia que el grupo realizó al arribar a los 50 años, estos velorios, simbólicamente, conducen a más vida. En su ritual, los actores enterraron vestuarios de antiguos espectáculos y sobre la tierra apisonada, construyeron un columpio para los niños. De alguna manera, el movimiento indetenible del columpio, por la fuerza del viento o por el balanceo de un niño, me traslada al contoneo de los actores al finalizar Las grandes ciudades…cuando todos abordan, imaginariamente, una canoa, barco o lancha y se echan juntos al mar o al camino.

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