La sal del mundial

Si las cábalas del fútbol fuesen efectivas, todos los partidos terminarían en empate. No conozco equipo o selección sin hinchas supersticiosos. La camiseta desteñida del 98, el plato de ravioles, la plegaria a San Jorge o la bombacha blanca. Un buen amuleto siempre será mejor que un lateral con proyección. Así lo demuestran algunos de los franceses y croatas que inundan las calles de Moscú y que en algunas horas pondrán sus tótems en juego para ver quién se queda con el cáliz ruso.
El primer hincha que desafía al azar se llama Christophe, viene de Marsella, Francia. Sus talismanes llegan con la pisada, tiene una media de cada color. Lo que me dice, o lo que entiendo, es que es una cábala de linaje: su hermano mayor la usó en la final de 1998. Parece que la suerte también se hereda.
La superstición croata tiene un escenario más pintoresco: la estación de metro Plóshchad Revolutsii (Plaza de la Revolución). En este mundo subterráneo abundan esculturas de bronce que representan al pueblo soviético. A cada figura le corresponde una dicha y a cada dicha un ritual. Así, por ejemplo, quien toca el pitito del bebé de bronce está en la búsqueda de un hijo varón. Quien ofrenda al estudiante espera una buena nota en el examen final. Quien toca al gallo o al perro desea la fortuna y la buena suerte para los suyos. Allí, hacen fila los croatas sin reparar que el gallo es el símbolo de su contrincante.

El símbolo del contrincante. Foto: Nicolás Cabrera.
El símbolo del contrincante. Foto: Nicolás Cabrera.

La primera postal del Estadio Olímpico Luzhnikí impacta. Sobresale un majestuoso Lenin que avizora un horizonte que ahora huele a pasado. Debajo de él, hay un tablero de ajedrez alvirojo que canta en un inentendible croata. Cada tanto saltan algunos puntitos azules gritando “allez Les Bleus”. El resto de la marea se divide entre latinoamericanos, orientales y árabes. Es una feria de naciones y un mercado de capitales, pues la reventa de entradas tiene su día más esperado. Claro que no es la final más cotizada, pero no deja de ser una experiencia digna de anécdota o selfie.
Así lo retrata Javier, un argentino que compró la entrada con su tarjeta Black Visa a precio FIFA: 1100 dólares. “Voy a tratar de venderla por 1500, si no puedo entro y listo, me saco las ganas de ver la final del mundo”.
A tres horas del partido se piden hasta 3000 dólares por una categoría uno. La cantidad de cartelitos que imploran “I need tickets” muestran que hay más demanda que oferta. Los valores fluctúan. La oportunidad llega con la paciencia y aquella entrada categoría uno parece una brasa ardida, el antiguo propietario se la saca de encima finalmente al precio que la pagó. El comprador lleva camiseta verde y sombrero de Mariachi.
No solo hay hinchas, también hay dos ejércitos. Uno viste de camuflaje y porta armas. Su vigilancia es capilar. El otro se compone de voluntarios. Son algunos de los 17 mil hombres y mujeres que el periodista argentino Alejandro Wall describió como “el ejército rojo y gratuito de la FIFA”.
Son personas que ad honorem indican los ingresos de los estadios, las estaciones de metro, el reparto de las entradas o sencillamente sonríen. Mano de obra gratuita para una multinacional que además de corrupta, se regocija públicamente de haber ganado 6,400 millones de dólares en la Copa rusa.
La economía política del mundial no difiere de cualquier otra. Lenin, duro y bronceado, erigido sobre un FIFA SHOP, mira el horizonte para no ver lo que yace a sus pies.

Los bares del centro están llenos. Hay uno, tipo shopping, que ofrece tres pantallas gigantes, un anzuelo que mordemos cientos de curiosos. Dentro, con el partido iniciado, nos movemos como tetris para encajar. Haciendo estadística espontánea calculo que la mitad del público es rusa, la otra parece un rejunte latinoamericano. Hay 5 franceses que suenan como 100: gritan, cantan y abuchean. Son visitantes, pues la mayoría de los presentes simpatizamos por Croacia. Mi cálculo toma fuerza con el primer gol, hay más murmullo que euforia. Con el empate croata lo estimativo se hace dato.
Ambos equipos ofrecen emociones. Después de todo es la segunda final con más goles de la historia –solo superada por la de Suecia 1958 donde Brasil venció al local por 5 tantos contra 2.
Pero no todo revuelo viene con la pelota en la red. De hecho, la primera ovación aparece con la imagen de Putin en el palco del estadio. No aplauden todos, pero sí una gran parte. También hay risas con la interrupción del juego con la invasión de las Pussy Riot. El Punk y el feminismo sacuden al fútbol para denunciar las opresiones de la Rusia neomedieval de Putin. Otra confusión llega con el VAR y el ¿penal? De un lado están los que carcajean, preguntan o se encogen de hombros. Del otro los que quejan y argumentan. Entre los segundos el español es la lengua materna.

A 10 minutos del final, el bar ya tiene campeón. “Rusia, Rusia, Rusia” corean los locales celebrando una fiesta que siempre sintieron como propia. En la calle de las luces la bandera roja, azul y blanca se multiplica, pero no es la de Francia: las franjas que flamean son horizontales. En una de las esquinas un viejo toca un acordeón y una vieja canta una letra que todos conocen. En la otra esquina una fuente es improvisada como piscina. Por suerte los rusos siempre tendrán el vodka para festejar.
La mayoría de los croatas sigue con su uniforme: camiseta de tablero, medias combinadas y casco de polo acuático. No están tristes, tampoco radiantes. Flotan en un estado zen propio del que se siente con un deber cumplido. Lo más llamativo es el apagón francés. Hay pocos y los que están festejan con mesura y disciplina. Todos quieren una foto con los campeones, pero hay que esforzarse para buscar una postal con euforia. Entre los que me rodean, ni los croatas hacen de la derrota un drama trágico, ni los franceses entienden la victoria como un carnaval digno del fin del mundo.

Se fue el Mundial y vendrán los ríos de tinta sobre su legado… ¿La muerte del fútbol de posesión? ¿La africanización de los seleccionados europeos? ¿El mundial más político? ¿El ocaso de las viejas estrellas? ¿La copa de las sorpresas?
Sinceramente no creo que en la respuesta a esas preguntas encontremos un mundial excepcional. La táctica es como la moda, maquilla lo antiguo. El flujo de futbolistas, o sus familiares, de la periferia al centro está en el origen del football. El Mundial siempre fue político y económico, allí están los principales porqués de cada una de las sedes elegidas. La industria del fútbol necesita de estrellas con nombre propio, ayer Messi y Ronaldo, mañana Mbappé o Modric. Y el campeón es Francia, una potencia futbolera de vitrina pobre, pero potencia al fin.
La FIFA ha hecho de sus estadios un padrón. Todo padrón exige regularidad y toda regularidad es previsible. La FIFA –y sus aliados– convirtieron al fútbol en la dinámica de lo predecible. Buscar novedades en ese esquema no es imposible, pero requiere de una creatividad de la que carezco. Prefiero quedarme en lo anecdótico, lo efímero, lo minúsculo. En la irrupción de las Pussy Riot, en las supersticiones cabuleras, en las negociaciones de reventa o en las borracheras callejeras. No son momentos mejores, ni más libres ni deseables, pero tienen ese no sé qué indispensable que condimenta a los mundiales.

*Todas las fotos son del autor.
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