La soledad de un hincha Celeste

Intenté llegar temprano a la terminal pero un accidente en la ruta atrasó al taxi, así que bajé corriendo para despachar las valijas. En mi oreja la radio me decía que el partido entre Uruguay y Portugal estaba por comenzar.
El aeropuerto de La Guardia en Nueva York está robotizado y el check in hay que hacerlo con unos aparatos que, por supuesto, no funcionaban bien: “Diríjase al mostrador. Requiere visa para viajar”.
Tengo doble nacionalidad y suelo viajar con mi pasaporte europeo, el cual sé que no necesita visa para ir a Uruguay. Pero es frecuente que los funcionarios de las aerolíneas no lo sepan. En mi oreja terminan de cantar el himno y empieza el partido. Corro hasta el mostrador. Fila. Corta por suerte, pero pasan los minutos.
La mujer en el mostrador era amable pero insistió: “Necesito ver una prueba de nacionalidad uruguaya”, por lo que empecé a explicarle la situación. Pero no alcancé a hacerlo porque la voz en mi cabeza dijo dos palabras mágicas: “Cavini. Gol”. Brazos en alto comencé a saltar y gritar gol, como un loco. Todavía con los brazos en alto le dije a la funcionaria: “Si necesitaba prueba de nacionalidad, acá la tiene”. Largó la carcajada y a los pocos minutos todo estaba aclarado y yo corría como Mbappé buscando una tele.
La encontré en la barra de un bar. Me paro, me siento, camino. Tomo un sorbo de cerveza ya caliente. Me llevo las manos a la cabeza. Le grito a la tele. Le pregunto al barman qué hinchada ha sido la más sufriente y sin dudarlo me menciona a los argentinos que, apenas unas horas antes, habían estado sentados en esa misma barra mirando cómo su partido se transformaba en partida.
Segundo tiempo. Ni un uruguayo a la vista pero activo la batiseñal, aunque sin suerte: salgo cada tanto hasta el pasillo, con la esperanza de que alguno vea mi camiseta celeste y venga a compartir mi sufrimiento. Porque como intenté explicar en mi artículo anterior, los uruguayos sufrimos y vivimos el fútbol con miedo. Es más, el único momento en el que estuve más tranquilo fue cuando Portugal empató pues tenía la certeza de que se podía retomar la delantera.
A mi lado un gringo bebe una cerveza mirando el partido de reojo. “Es mucho más divertido ver el partido con un uruguayo al lado”, me comenta, aunque sabe que no me va a parecer muy gracioso. No logro contestarle porque otra vez las dos palabras entran a mi oído con una comba perfecta: “Cavani. Gol.”
Mi grito, solitario, se debe haber escuchado en todo el aeropuerto. Salto como un loco. Se acerca corriendo una guardia de seguridad. Recuerdo dónde estoy y casi me hago encima.
La miro paralizado pero ella me dice: “Soy argentina”.
Nos damos un abrazo.
Viajo mucho y no me quejo, pero la soledad no siempre es fácil de llevar. Y a veces hay que ver un partido decisivo del Mundial lejos de casa. Aunque, a decir verdad, no estuve solo. Estaba el cubano sentado a mi lado a quien no le importaba el fútbol pero se alegró por mí, estaban los gringos que pararon a mirar cinco minutos, aunque sólo conocieran a Ronaldo. Estaba la moza mexicana que sonrió señalando mi camiseta. Y, por supuesto, sobre el final la murguita fue creciendo y se sumaron Mariela y su marido, que acaban de aterrizar. No nos conocemos pero nos reconocemos: yo con mi camiseta, ellos con su banderita. Más tarde llega el “Cabeza” Sosa junto a sus dos hijos. Hace dieciséis años partió de la ciudad de Melo y ahora construye baños y cocinas en Manhattan. Vino a despedir a su hija Jennifer, de catorce años, que se va sola a Uruguay a jugar de golera en la sub-17 femenina.
Y por sobre todas las personas, estaba el hincha de Portugal que vio todo el segundo tiempo sentado a mi izquierda y se acercó a darme la mano cuando terminó el partido. Me dijo algo en voz muy baja, no lo llegué a escuchar, pero lo entendí perfectamente.

Agarré mi tarjeta de embarque y mi pasaporte europeo. En letras doradas dice “República Francesa”. Le mandé un mensaje a mi primo en París. De niños solíamos preguntarnos por quién hincharíamos si jugara Uruguay contra Francia, el equivalente futbolero de “¿A quién querés más: a tu mamá o a tu papá?”. Los enfrentamientos son mucho más duros cuando son en familia, pero con total franqueza, más que un francouruguayo siempre intenté ser un uruguayo franco. Así que entre el azul y el celeste claramente me quedo con el más claro.
He pasado buena parte de mi vida en aeropuertos. Nunca, pero nunca, conocí tanta gente y compartí tantas emociones como el sábado pasado en la Terminal D de La Guardia, cuando pensé que iba a estar solo pero olvidé que, además de los aviones, hay otras cosas que conectan al mundo. Por algo le llamamos el Mundial.

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