Siempre con miedo: el secreto de la Celeste

Foto: Marcelo Aguilar.

Foto: Marcelo Aguilar.

Hace doscientos años el héroe nacional uruguayo, José Artigas, encargó un escudo de armas para la Provincia Oriental. Su lema: “Con Libertad No Ofendo ni Temo”. Si bien la libertad no siempre acompañó a nuestra nación, el lema sí lo hizo. Lástima que sea mentira.

Con o sin libertad, los uruguayos tememos. Todo el tiempo. Tememos ser ignorados, tememos que confundan a Uruguay con Paraguay o, lo que es peor, que nos confundan con porteños. Somos tan pequeños en Sudamérica que cuando viajamos en avión, tememos que el piloto termine aterrizando en Brasil o Argentina porque pestañeó y siguió de largo. Pero el lugar donde el temor uruguayo se hace carne viva es en el fútbol.

El mito de Uruguay como la minúscula aldea de irreductibles goles por suerte quedó fuera de juego en este Mundial. Primero porque el corazón del mundo se lo ganaron los islandeses, con una población diez veces menor a la nuestra. Segundo porque, comparando con nuestros ilustres colegas iberoamericanos, pasamos a la segunda ronda olímpicos, con arco invicto, sorprendentemente dejando nuestras habituales calculadoras y llantos desconsolados para nuestros vecinos. Lo que ellos no saben, lo que ellos no notan es que siempre sufrimos. Todo el tiempo. Hasta ganando. Somos un pueblo que juega con miedo.

Inmediatamente después de que Uruguay metiera un gol a Arabia Saudita observé a mi padre, que estaba sentado a mi lado, y leí en su expresión mi mismo temor. “¿Vos también está preocupado porque todavía no metimos un segundo gol?” Asintió y nos reímos, dándonos cuenta que estábamos mal de la cabeza. Una cosa es preocuparse por afianzar una victoria; otra es sufrir como si fueras perdiendo mientras vas ganando.

La misma situación se repitió contra Rusia, partido que vi junto a mi primo en un bar de París. Inmediatamente luego del primer gol, casi al unísono empezamos a pensar obsesivamente en que necesitábamos un segundo gol, para “asegurar la victoria”. Obviamente, luego del segundo reclamamos un tercero, para quedarnos “completamente tranquilos”. Y hubiéramos pedido un cuarto pero por suerte no nos dio el tiempo. Incluso goleando, vivimos con miedo.

El miedo neurótico hace que los uruguayos ni siquiera festejamos el pase a octavos. Demasiados compatriotas ya tenían la mente en la segunda fase, en los problemas tácticos, en los cuestionamientos técnicos. Como buenos enfermos mentales, la única manera de hacer feliz a los hinchas uruguayos es ganando tranquilos pero sufriendo. Por goleada pero en el último minuto. Con el arco invicto pero dando vuelta el partido. Fanfarroneando pero con humildad. Respetando al Maestro pero reclamándole nuestros cambios. Puteando a los jugadores pero exigiéndoles que se saquen una selfie con nosotros, sonriendo. Todo junto, al mismo tiempo, y ya.

El superpoder del fútbol uruguayo proviene de su propia kryptonita: el mismo miedo que nos impide disfrutar es el que nos permite jugar de igual a igual contra cualquiera. ¿Por qué incluso ganando los uruguayos sufrimos pidiendo un gol, y otro más, y luego otro más y nunca paramos de sufrir? Porque hemos jugado suficiente fútbol como para saber que un partido siempre se puede dar vuelta. Siempre. Sabemos que no hay victoria que no se pueda transformar en derrota y eso nos da la demencial certeza, incluso frente a la peor goleada, de que no hay derrota que no se pueda transformar en victoria.

Por eso Uruguay juega hasta el último minuto, por más que juegue con nueve, goleados, contra los mejores del Mundo, dejando el todo en la cancha. El miedo es nuestro jugador más versátil, que igual te juega de defensa contra los débiles como te sube de contragolpe a atacar a los más poderosos.

Hace exactamente cien años, en la Constitución de 1918, Uruguay separó la Iglesia del Estado (sabelo, Cristiano). Sin embargo, compartimos el mismo miedo de los religiosos que toman un tiempo para agradecer cada comida. Parece absurdo tenerle miedo al hambre teniendo enfrente un plato de comida pero es ese ritual el que nos recuerda que antes no hubo y que algún día también faltará.

Convivimos con el miedo para que nunca sea pánico. Convivimos con el miedo para saber dónde ubicar la barrera, para saber que a pesar de ella hay disparos que nadie puede detener. Convivimos con el miedo para aprender que catástrofe y milagro son la misma cosa vista desde arcos diferentes. Convivimos con el miedo hasta jugar con él, para intentar dominarlo, por más que nos haga pelota, hasta convertirlo en algo casi parecido al respeto.

La única manera de no temer a los gigantes es temiendo a todo el mundo por igual, sea grande o sea chico. Por eso, la próxima vez que vean a Uruguay jugando contra un campeón, sepan que lo haremos con miedo. Pero con el mismo miedo de siempre. Ni una gota más ni una gota menos. De igual a igual. Y cuando se juega entre iguales, todo es posible.

 

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