"Las locas" y sus velas

Parece china o japonesa pero con los colores equivocados. Sus ojos, para empezar, son de un azul glacial. El cabello, corto y claro, es tan lacio que cualquier ondulación sería una herejía. Hablo de Yulia Malygina, líder de la organización “Resource LGBTQIA Moscow”, un centro para proyectos sociales, culturales y psicológicos que ponen el foco en las minorías sexuales y la diversidad de género que colorean la Rusia neomedieval de Putin.
Desde su organización, Yulia supo combinar dos entregas: la militancia y la fotografía. El resultado es el trabajo “Families stories. A revelation of meaning”, una serie de instantáneas que piensan a la pareja y la familia en plural. Yulia con tanta amabilidad como convicción, nos comparte las fotos que embellecen esta nota.

Foto: Yulia Malygina.
Foto: Yulia Malygina.

Conozco a Yulia en la “Diversity house” de Moscú, una especie de refugio frendly para cualquier persona que se sienta amenazada por la homofobia y la discriminación. Hasta allí camino con un simple objetivo: conocer de primera mano las experiencias de vida y organización de la comunidad sexodiversa en Rusia. La prensa internacional, con más boca que oído, ha dicho mucho y escuchado poco sobre ellos.
Las casas de la diversidad tienen el auspicio de la FIFA –léase símbolo y no dinero– la gestión de la ONG “Fare Network” y el acompañamiento de distintas organizaciones de la comunidad gay. En la casa de la diversidad, entre pantallas futboleras y muestras temáticas, busco a Yulia. Sé que tiene 40 años, pero todas las personas que me rodean parecen más jóvenes. Alguien la llama y se me acerca a paso corto y rápido, como si estuviese pisando hormiguitas. Nos damos la mano e iniciamos una charla con tantas señas como palabras.

Vivo con mi compañera hace 6 años, para mí estamos casadas aunque no sea legal. Compartimos casa con su hijo de 20 años; los tres somos una familia. En la organización, tratamos que las personas que lleguen se acepten a sí mismas y que también puedan ser aceptadas en sus círculos íntimos. Para las mujeres es más difícil, hay más presiones sociales. Hay una prisión histórica en Rusia para los homosexuales. Ahora en la Copa es un poco diferente, tenemos un espacio donde encontrarnos, muchos de nosotros nos estamos sintiendo más libres comparando con lo que teníamos antes, pero al mismo tiempo estamos muy preocupados por lo que va a pasar cuando el mundial termine. No sé, pero mi experiencia histórica me dice que a los momentos de libertad y expresión, les siguen periodos de más represión y persecución.

Foto: Yulia Malygina.
Foto: Yulia Malygina.

La Rusia de Vladimir Putin oscila entre el zarismo tardío y un estalinismo democrático alimentado de un nacionalismo con hambre de imperio. El montaosos proclama el retorno a los valores tradicionales de la familia cristiana y ortodoxa. El –supuesto– laicisimo y liberalismo individual de occidente es el espejo invertido.
En esa cruzada, el closet cerrado es un imperativo moral. Dos ejemplos: el primero es la estatalización de la homofobia con la ley “contra la propaganda gay”. En 2013, el senado ruso aprobó –por 434 votos a favor, una abstención y ninguno en contra– la prohibición explícita de cualquier manifestación pública de homosexualidad.
El otro ejemplo es Chechenia, un estado autónomo perteneciente a Rusia. En aquellas polares tierras caucásicas más que “diversity houses” hay cazas a la diversidad. Los activistas han denunciado campos de concentración, deportación y asesinatos de miembros de su comunidad. El presidente chechenio, Ramzan Kadyrov, se encargó de oscurecer el pedido de esclarecimiento: “No podemos detener a personas que no existen en esta república”.
Foto: Yulia Malygina.
Foto: Yulia Malygina.

En este marco, la Copa del mundo es un paréntesis. Un estado de excepción. Un maquillaje ante una audiencia global que reclama más de lo que cumple, pues sería absurdo pensar que la homofobia es patrimonio ruso.
De eso hablo con Inga Admiralskaya, una moscovita que hasta 2013 vivió donde nació. Luego, las circunstancias la mudaron a Brasil, donde lloró y amó hasta junio pasado. Su testimonio tiene la experiencia del contraste, la sabiduría del migrante, quien inevitablemente piensa con un pie en cada país.

No veo mucha diferencia entre Brasil y Rusia. Claro que en Rusia ninguna pareja gay puede sentirse libre como en la playa de Ipanema en Rio de Janeiro, pero Ipanema no es igual al resto de Brasil. Creo que a nivel de las leyes, Brasil es más seguro que Rusia para quienes salen del patrón heteronormativo, pero estas leyes en la práctica no funcionan bien. Hay más visibilidad en Brasil pero esa seguridad está solo dentro de las clases medias. Fuera de allí ser gay, trans, bisexual o persona no binaria es extremadamente inseguro. En Rusia por su parte no existen leyes que protejan a las minorías, al contrario, las persiguen.

Foto: Yulia Malygina.
Foto: Yulia Malygina.

A la casa de la diversidad llego por invitación de Alexander Agapov, presidente de la Federación Deportiva LGBT de Rusia. A la cita llega tarde y mojado, la lluvia de afuera es hostil. Pero ni apurado ni húmedo pierde la elegancia. Una ropa ejecutiva acompaña su delgadez. Su imagen no es menor, la prensa internacional lo busca y mucho.
“Su” federación fue creada en 2010, tras los “Gay Games” en Cologne, Alemania. Este mega evento de la diversidad es una especie de olimpíadas que nuclea a la comunidad del arcoíris en torno al deporte. Existe desde 1982.
Con Alexander la comunicación es más fácil, habla un inglés tan perfecto como mi español.

Durante la Copa hay una atmosfera de más libertad. El otro día caminé algunas cuadras con la camiseta de mi organización, que tiene la bandera de la diversidad. El fútbol es para todos, no tiene que haber diferencias de ningún tipo, pero lamentablemente en Rusia las personas gay son ciudadanos de segunda o tercera categoría. Nada es igual para nosotros, ni fumar, ni andar de la mano, todo es una excusa para la persecución. El campeonato va a terminar, pero la ley contra la propaganda homosexual seguirá. Esto es como una excepcionalidad, la diversidad sexual no se piensa como un derecho humano, sino bajo una idea de hospitalidad: ser amable, que no tengas problemas, etcétera. Pero Rusia es conservadora y Putin necesita construirse en oposición a occidente, y encuentra en el eje gay una forma de decir “nosotros somos diferentes; tenemos nuestros propios valores”.

Foto: Yulia Malygina.
Foto: Yulia Malygina.

No siempre Rusia castigó a quienes deseaban salirse de la norma sexual. El homoerotismo era moneda corriente en los baños zaristas o en los clubes de poesía. Tras la Revolución de 1917, la URSS se convirtió en el primer país en despenalizar la homosexualidad en 1922 –dos años antes hizo lo propio con el aborto. Los vientos de octubre barrían con el delito de la Sodomía. El Orgullo duró hasta Stalin.
Con el nuevo amo soviético se restauró el patriarcado heteronormativo. La disidencia sexual, o las “locas”, como se les decía, tuvieron un nuevo destino: los Gulag o la terapia psiquiátrico-hormonal. La homosexualidad fue reconocida como crimen y trastorno mental hasta 1993.
Casi todos los activistas de la comunidad LGBTIQ con los que charlé coinciden en dos puntos: hay una continuidad entre la persecución iniciada en el estalinismo y la asfixiante coyuntura homofóbica de la Rusia actual. Y, en ambos casos, la represión tiene un mismo objetivo político: unir rusos y oponerse a occidente.
Sin embargo, siempre hay escamoteos al poder. En los paréntesis, por las rendijas, con las excepciones y las atmósferas de libertad, como puede ser un Mundial de Fútbol, hacen de sus vidas una existencia vivible. Porque prefieren encender una vela que maldecir eternamente la oscuridad.
 

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