Cántale y háblale

El consejo más importante que me dieron cuando mi hija estaba creciendo dentro de mí.

Foto: Pxhere.

Mi abuela Lila me llamaba sin falta cada semana mientras mi hija me crecía adentro. Ella quería estar al tanto de todo lo que le ocurría a mi panza, naturalmente, y también deseaba gotear con delicadeza sus consejos de mujer sabia, apoltronada en su vejez y su dulzura.

Medía sus palabras y no me hacía sentir ignorante o temerosa. Al contrario, fue de todas las personas con quienes conversé durante esos meses sobre el embarazo y la crianza, la que me dio el mejor consejo. Recuerdo sus palabras como si las estuviera oyendo ahora mismo, a pesar de que han pasado diez años y mi hija ya está a punto de ser adolescente.

La muerte de Caridad Díaz, guajira de Punta Alegre, silenció su voz en el auricular, pero no en mi memoria. Un día me dijo: no la dejes llorar, consuélala, y cántale mucho.

Lo de evitarle el llanto era una misión grande, acaso imposible, pensé yo. Los niños lloran. Pero Lila estaba más clara que un manantial. Los niños lloran por motivos que los adultos debemos ayudar a resolver.

Los niños no vienen al mundo con la intención de mortificarnos. Es de un egoísmo adulto ramplón y abusador considerar que el niño está malcriao a los tres días de nacido y que hay que dejar que se canse de llorar. Que se apague porque ya su cuerpo no puede más.

Los llantos de perreta, que vienen más adelante, tienen otros motivos exhaustivamente descritos por la psicología y la pediatría, y existen maneras efectivas de calmarlos, en voz baja, con palabras afirmativas, sin necesidad de dejar que el niño se vire al revés llorando o se autolesione para conseguir atención.

Claro, todo eso lo aprendí después, equivocándome, como aprendemos los padres. (Aunque hay que decir que algunos muchísimo más que otros).

La segunda parte del consejo de mi abuela era tan santo, que era incontestable: cantar ayuda a domesticar la vida, ya yo lo sabía bien. Uno se desinhibe y se olvidan los gallos. (Mi voz se quiebra en el más mínimo agudo, y no me llega para el más mínimo grave). Pero qué importa.

Cuando Sofía nació ya se sabía “Mariposas” de Silvio Rodríguez. Tanto se la canté a mi panza que a los cinco días de nacer, cuando vinieron a hacerle una prueba que consiste en pinchar y apretar su pequeño calcañar para utilizar esa sangre que brota, encontré instintivamente una forma de calmarla a ella: eché mano a los sonidos de su/nuestra canción. Y lo logré, cantándole al oído. Al parecer, de esa forma conseguía evocar su paz intrauterina.

Mientras mi hija crece, y todavía hoy, canto hasta por los codos, para ella, y cada vez más, con ella. Primero eran nanas, arroces con leche, señoras santana, auroras de mayo. Luego las canciones de Teresita, Liuba, María Elena Walsh… Mi Silvio, mi Pablo, que trato de heredárselos. Y cuando ella lo decidió tuve que aprenderme también “Let it go” de Frozen I, luego “Ever After High”, y cositas así, por el estilo. Algún que otro reguetón ya se nos está pegando, y lo cantamos también.

Escribo y escribo, cuento todo esto, porque hoy me he acordado sin remedio de mi abuela Lila. Regresé a ella leyendo un despacho de AP en el que se reseña un nuevo informe de la ONU sobre la desigualdad en el mundo.

El informe encontró un tipo de desigualdad que yo jamás había visto identificado, pero que me parece, vivido lo vivido, de primera importancia.

Según los investigadores, “en Estados Unidos los hijos de familias profesionales escuchan hasta tres veces más palabras que los niños que viven en familias que reciben prestaciones sociales, lo que repercutirá en las puntuaciones de exámenes que hagan posteriormente en su vida.”

Significa que los hijos de profesionales tienen tres veces más posibilidades de aprender con soltura su idioma, de utilizarlo para pronunciar el mundo y para comprenderlo.

La desigualdad en este aspecto se basa en una muy diferente exposición de los niños a “la conversación”, ya sea entre ellos y sus padres o entre los propios adultos que los rodean; los niños menos dotados de la palabra, son niños rodeados de un relativo silencio lingüístico, y acaso viven embotados por el ruido electrónico. Esto, por supuesto, no es un fenómeno exclusivamente estadounidense.

No cantar, no dialogar, no recibir explicaciones ni aprender a darlas, es entonces un principio de la desigualdad que comienza a manifestarse desde que la nueva persona nace y que va a repercutir en el rendimiento escolar y en las posibilidades que tenga el nuevo adulto de conseguir una vida independiente y solvente.

Las horas dedicadas por parte de los padres a los niños, sin la mediación de aparatos y sin tercerizar en otros adultos –maestros o entrenadores–, son cada vez más valiosas, por escasas. Y es una tendencia que viene empeorando de generación en generación.

Que hoy la ONU llame la atención sobre el volumen diferenciado de las palabras que escuchan los niños mientras crecen es una señal nada desestimable. El silencio es parte de la infelicidad que les legamos.

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