No me voy de Facebook, todavía

Es cierto que ahora somos en muchos aspectos más libres y las talanqueras del pasado han ido corriéndose. Pero en otros muchos sentidos somos más esclavos, cuando no podemos distinguir entre las chispas y el fuego. 

Foto: Canva.

Mira que me entusiasmó estar en Facebook. En 2006 me abrí una cuenta sin saber bien para qué servía. Años después, con aquellas conexiones lentísimas que tuvimos los primeros privilegiados con Internet en Cuba —por modem primero y luego ADSL, pero siempre con última milla de cobre—, empecé a entrar más a menudo a la red. 

Pasaba horas reconociendo el “terreno“. Y ese patio de recreo virtual se fue convirtiendo en algo muy serio en la medida en que se iba poblando de más realidad.

Como muchos, paulatinamente, yo también dejé de ser voyeur. Abandoné el fisgoneo y me dejé llevar por las ganas de participar en este nuevo territorio intergeneracional, fluido, diverso, donde los cubanos también íbamos tejiendo vínculos que no habíamos podido experimentar nunca antes. Empecé a publicar “mis cosas“ en 2012.

Me parecía maravilloso, aunque fuera arriesgado, ser parte en esta conversación gigante. Era la gran oportunidad de esquivar un poco la censura ubicua. Vi evolucionar la actitud fuenteovejunera que respondía a la lógica tácita de que mientras más personas tuvieran acceso a una idea, un dato, una opinión, menos probable sería que los comisarios pudieran machacar al “atrevido“ autor de un post. 

El share era, y sigue siendo, una herramienta clave para realizar la defensa de todos, mediante la defensa de cualquiera. (También más de una vez comprobé el populismo y la demagogia implícita en ese acto.) 

El algoritmo que permite compartir en grupos numerosos, sin intermediación de ninguna autoridad explícita, parecía perfecto para conquistar las nuevas verdades, aunque fueran a la postre mentiras o solo medianamente demostrables. Primera torcedura.

En Facebook, a mis casi 40 años, aprendí a tener una voz más propia y amplificada. Cada vez con menos filtros podía espetar mis molestias y anhelos, hasta donde yo quería y con la modulación de voz que me parecía necesaria. Aprendí a construir un perfil de mí misma; un yo público que, a veces, se confunde con quien realmente soy. 

Gracias a Facebook, conocí —debería poner comillas— un número casi inabarcable de nuevas personas; sobre todo cubanos, de cualquier lugar, de inesperadas trayectorias, de insólitas costumbres, de sorprendentes culturas (también políticas). 

Estar expuesta a tantas ideas nuevas, tener a mano a personalidades y “estrellas“, intelectuales, artistas, científicos, cuya obra generalmente admiro y con quienes jamás habría podido “alternar“ en el espacio no virtual, ha sido una oportunidad difícil de imaginar en el mundo anterior, sin redes sociales.

Tanto me gustaba todo eso que escribí sobre “Mis amigos en Facebook“ para la revista Temas, en un intento somero de hacer ciberetnografía. Preveía, ilusionada, una nueva relación más constructiva entre cubanos de fuera y de dentro de la isla, y un futuro esperanzador en esa misma medida. 

En poco tiempo me rodeé, me enlacé, accedí a miles de amigos —literalmente—, hechos, sobre todo, de likes y dopamina, la neurohormona del placer. (Sé de lo que hablo porque también me he emborrachado de dopamina mientras se multiplicaban los deditos y los corazones en mis post).

Han sido amigos, sobre todo, de la aceptación y la concordancia; esos con los que organizamos nuestras burbujas para que casi nada sea distinto de lo que esperamos que sea. 

He relatado en Facebook algunos de mis sentimientos más profundos y, siempre, lo confieso, queriendo ser simpática, cercana, apropiada, para un número mayor de personas dispuestas a regalar sus likes. Es lo que hacemos casi todos. (Otros persiguen el mismo objetivo, pero a través del incordio).

También quise, como todos, detectar a mis “enemigos“. Personas con las que no puedo ni quiero comulgar. A muchas de ellas, incluso preventivamente, las he expulsado de mi Edén, con ese botón de Dios que dice: “Bloquear“.

En Facebook me he descubierto muchas veces: he llorado a mis padres y celebrado a mi hija; he reconstruido mis recuerdos desde objetos rescatados y memorias personales. Más de una vez me he pasado de la raya compartiendo mis filias y mis fobias; asuntos tan míos… 

La mayor parte de las veces he escrito naderías, aunque, ocasionalmente, lo hiciera con empaque de verdad revelada; opiné, critiqué, republiqué contenidos que me parecieron útiles o hermosos, o ambas cosas.

De esa ciudad aparentemente caótica que es Facebook he extraído y agradezco afectos, información y conocimiento. 

Últimamente he sentido una gratitud especial por los buenos samaritanos que van diciéndoles a los demás qué hay en las tiendas en Cuba: dónde sacaron batidoras, jamón de barra, o “splits“ . Y estoy colada en varios grupos de mipymes en los que se tantea el futuro de Cuba; se comparten las más delirantes preguntas y observaciones de todo género sobre cómo emprender un negocio en el también delirante contexto cubano.  

Centrifugados todos por la polarización política; apaleados por la crisis económica y política que vivimos —los de adentro y los de afuera— y que ha convertido a Cuba en un dolorcito constante en el pecho y una incertidumbre, la gran conversación que prometía ser Facebook y que me entusiasmó en un tiempo, hoy me desborda. 

Facebook es con distancia la red social que más utilizan los cubanos y en esa misma medida se ha convertido en uno de los espacios principales de la llamada “esfera pública“ cubana. Incluso yo, que suelo ser optimista, encuentro cada vez menos asertividad y cada vez más perretas. Me he cansado.

Quizás hubiera sido mejor tener menos “amigos“, menos emociones, vivir más en el anonimato, a cambio de cosas más proteicas que las que se encuentran en Facebook; a cambio de menos egos con varicela y rabias descontroladas (a veces disfrazadas de rebeldía); vigilancias, deslealtades, imposturas y agresiones. Menos tener que ver a los demás en un permanente striptease de personalidades.

Es cierto que muchas batallas se han ganado porque estuvimos allí, o estuvieron otros diciendo lo suyo —no siempre a tiempo ni sonrientes—; es cierto que la Autoridad (cualquiera) ha tenido que acostumbrarse a medir la temperatura de los debates y, algunas veces, a actuar en consecuencia. 

Es cierto que ahora somos en muchos aspectos más libres y las talanqueras del pasado han ido corriéndose. Pero en otros muchos sentidos somos más esclavos, cuando no podemos distinguir entre las chispas y el fuego. 

A veces siento que todo esto ha sido un fracaso, sociológicamente hablando. 

Algunos expertos, de por ahí, lo están advirtiendo. Los más jóvenes ya no quieren estar en Facebook. Quizás porque no les interesa en absoluto la promesa de ágora —porque no lo es, sino una fábrica de consensos fatuos, basados en la aceptación de las voces de mando. 

Incluso los mediotiempo se están mudando a Instagram. 

Creo que, pasados estos años, hemos visto malograrse la conversación posible porque nos volvimos sordos y excesivamente narcisistas. Y hasta tontos, creyendo que siempre debemos tener opiniones sobre todos los asuntos humanos y divinos y, además, publicarlas. Hemos perdido (cedido) el sano privilegio del silencio.

Hace años estoy acumulando este hastío sin saber bien de dónde venía. Acaso aún no lo tengo del todo claro. Son impresiones. Solo sé que no me voy de Facebook todavía, porque no puedo. Pero espero lograrlo antes de llegar a los 60.

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