Quemar el año

Foto: José Miguel R. Ortiz.

Foto: José Miguel R. Ortiz.

Ni los cumpleaños me gustan mucho, ni suelen encantarme los rituales de celebración. En general todos tienen algo que no me apetece: no hay sorpresa, y pasarla bien es casi un deber. Así, por ejemplo, la familia reunida, a veces, más que una alegría se convierte en una incomodidad. Mi padre siempre recordaba, citando a alguien, que no hay nada más cordial que el odio de familia.

Los 31 de diciembre son el epítome de esto que digo. Está pensada para ser la fiesta más concurrida que organizamos o que nos organizan. Vendrán o iremos al encuentro de parientes de toda catadura: es la hora de los primos segundos, y de los concuñados. De esos que uno no ve y no extraña en 364 días, pero que tocan con la misma persistencia que el pan ácido de la bodega.

Son fiestas infinitas que deben durar más allá del bostezo postpandrial de las 10:30 de la noche, cuando ya casi todos los borrachines se caen de boca después de cuatro o cinco horas bebiendo alcohol desatinadamente en medio de una furtiva competencia a ver qué testosterónico macho resiste más, cuál hace más chistes, quién canta más alto o quién da el espectáculo más memorable –¡porque hay que estar contentos! Que no se diga.

La mayoría de mis 31 han sido gratos, incluso alegres, pero nunca he anhelado el próximo. No me apena decir que me aburre además, como a mucha gente que conozco, el arroz con frijoles negros y la carne de cerdo asada. Que la lechuga en Cuba es amarga y no es sabrosa. Que la zozobra de la yuca –¿se ablandará?– tiene algo de teatralidad infundida para poder mantener a toda costa ese comentario final que nunca faltará, mientras suenan de fondo los tenedores paleando el alimento: “la yuca está buena…”

Desde que existe Facebook, encima, he notado que esa costumbre pegajosa de estar feliz en público nutre el esquema, y se hace todavía más inflexible la tradición. Se desprenden en cataratas incontroladas delante de mis ojos las indiscretas vistas de los platos servidos y de las salas y de los comedores a los que no entraríamos nunca si no fuera por este streaptease perenne de las redes sociales. Veo, y no porque quiera verlas, las risas desdentadas de las abuelas regordetas que sus nietos no protegen de la indiscreción como si de algo desechable se tratara; los perros que merodean los cubos empercudidos en los que espera para ser botada el agua vieja del viejo año.

Y de todo esto elijo algo que verdaderamente disfruto: esos recodos purificadores que han ido extendiéndose como una costumbre lo mismo en pequeños que en grandes poblados de Cuba; en las calles de los barrios pobres y en los jardines de la jet set habanera: quemar el año, incinerar para dar paso a lo nuevo como en los ritos paganos que penetraron la España de los siglos inextricables y que luego vinieron a América, como todo lo demás, para convertirse en otra cosa.

El “año” es del tamaño nuestro, una persona más. Vestido de pies a cabeza con los harapos que se puedan destinar a la pira; a veces lleva pelo, a veces tiene zapatos, según la dedicación y el estilo de su creador. Es un tipo que viene y se sienta, cándido, muy cerca de la fiesta. Se le ofrece un trago y hasta tabaco. No supone su destino. A las 12 arderá.

Año tras año quemaremos uno como él para que se lleve consigo toda la maldad, las tristezas pasadas y las enfermedades, lo que no queremos vivir más, la suerte pésima que hizo nido, el desamor, la muerte que nos estuvo merodeando. Y cada cual sabrá de lo suyo, de lo que se extingue en ese pasado tan reciente.

Las cenizas encendidas ascienden en la oscuridad; cruje el monigote, se retuerce. Los niños ríen, gritan, se canta, se aplaude, el fuego abrasa a todos. Adiós. El fuego es un acto de libertad, performance íntimo que nos deja otra vez listos. Un año más, y uno menos.

Foto: José Miguel R. Ortiz.

 

Foto: José Miguel R. Ortiz.

 

Foto: José Miguel R. Ortiz.

 

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