Delicioso

No es lo mismo compartir códigos que manejarlos unilateralmente. Me contaba mi anfitriona, además, que el bollo en España se come con leche.

La primera vez que pisé Madrid me llevé un susto tremendo. Llegué depauperado. El verano del 93 —pleno Período Especial— prometía ser desgarrador, como este. Tenía hambre y me asustaban los avances de la tecnología que, en aquella época, aún no habían explotado en el entorno nacional. Recuerdo que le tenía particular aversión a las teclas. A todas, a las de los teléfonos públicos, a las de los equipos de sonido, las computadoras. No quería tocar nada porque me parecía que podía romperlo. Y tenía hambre… un hambre sin igual, profunda, incrustada en el estómago.

Entré a un Café con una tía, ella me miró a los ojos y me preguntó:
—¿Quieres un bollo?
Pegué un brinco. Empecé a toser como si hubiera tragado arena.
—No… A esta hora no, con este calor, no creo.

El bollo no era otra cosa que un panecillo típico de Andalucía, blanco, de poca levadura y de textura densa. No hay nada que un cubano pueda escuchar sobre el  bollito sevillano que no le nuble la cabeza y le altere los sentidos. La propia receta me hace subir las cejas, porque su textura es producto de un amasado corto y por ello su hidratación es escasa. No podía ser de otra manera.

Bollo sevillano.

Aquel diálogo me sonrojaba. No es lo mismo compartir códigos que manejarlos unilateralmente. Me contaba mi anfitriona, además, que el bollo en España se come con leche.

—¿Y con café con leche? preguntaba yo para enfriar el aire…
—Y los montaditos se hacen con bollos finos —las tapas, a eso se refería.

En España no hay tantos emigrantes latinos como en la Florida. Los colombianos, venezolanos, panameños, están acostumbrados al bollo. Nosotros le llamamos tamalito. No creo necesario explicar lo que es un tamal. En Brasil lo llaman pamoña, un nombre que también se las trae. Menos graciosas son las humitas de los andes o las hallaquitas venezolanas.

Pero Miami también está llena de cubanos. Como mismo salen los bollos del horno, apretados, sobre grandes paletas, entran cubanos por todos lados, a toda hora. Los amigos y parientes los sacan a dar una vuelta, los llevan a los mil y un sitios de comida que tiene la ciudad. Y quedan “de hielo” con las porciones. Para comer y para llevar. Por primera vez les emergen por todas partes olores de tacos y tortillas, de nachos, burritos. Más allá el ají de gallina, la causa limeña, la inigualable bandeja paisa y las feijoadas, la moqueca, el tacacá y los churrascos.

Y salen repletos, suspirando por todo lo que se han perdido y un buen día pasan por delante del Narcobollo del Doral y abren los ojos como platos. Un restaurante colombiano que por el nombre parece encerrar todo el placer que un recién llegado puede imaginar.

Como en estos lares todo lo que no está prohibido está permitido, se hace la costumbre de no asombrarse de nada. Cada cual le pone a su restaurante el nombre que quiera. A mí me dio mucha gracia. Pero pasé bastante rápido del “¿A quién se le ocurre?” al “¿Y por qué no?”.

Como no soy colombiano ni domino el tema asumiré que para su público paisano es un nombre inofensivo. Y no es el bollo lo que me quita el sueño precisamente, refiriéndome por supuesto a la masa densa y seca de un lamentable amasado. Sino el “narco”. Porque narco suena a narco. A narcóticos y a los dealers que los administran. Huele intensamente a narcotráfico porque no creo que refiera —y aquí asoma el lomo del bollo andaluz— al grupo homónimo de rap español, también sevillano, que se recrea en “experiencias psicotrópicas y noches de desenfreno”.

Bollo colombiano.

Lo que no dudo es que para una persona alejada de las costumbres del sur, como los cubanos que pasamos por la 79 y la 25, resulta particularmente llamativo. Una apuesta de visibilidad. Trato de relacionar los dos conceptos, el “narco” y el “bollo”, encontrarles un lugar común. La droga se aspira violentamente, mientras que el olor del bollo sevillano, lentamente. Ambos desatan euforias, ambos nos dejan molidos a la larga, dan sueño postrero. Por ese trillo no llegaremos al apetito.

Son caminos directos a experiencias pasadas. Como no tengo cultura de ir por bollos a una panadería, no me llama. Respondo a otros estímulos. Preferiría otros nombres. Como cliente, no me apetece ni asomarme a la puerta. El espíritu está en franca retirada. Como la bobería y la guanajada. La inocencia sigue de guía de algunos, de ciertas generaciones.

Bollo es también, para finalizar, —y esto sí que no lo sabe casi nadie— un gracioso personaje del bosque germánico que parece burlarse de mis reflexiones.

Bollo get rudern, Bollo is here!

 
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