ISDi: de la arquitectura y otros demonios

Esta columna, que se complace en macerar actos visuales fallidos, prefiere recuperar la escuela y quedarse en silencio.

La semana pasada me sorprendió la noticia de que el Instituto Superior de Diseño (ISDi) —su sede— cerraba sus puertas por un complicado fallo arquitectónico. El tema escaló a trending topic rápidamente. Tanto en Cuba como en el extranjero, cientos de ex-alumnos quedaron de hielo. Se entiende. La Institución ha formado profesionales excelentes durante décadas. A simple vista pareciera que prácticamente la mitad se encuentra trabajando en el extranjero y como diseñadores. No es poca cosa. Por ello es comprensible la gratitud que sienten muchos por ella.

ISDi, circa 2007. Foto tomada por el autor.

En lo personal empecé en el técnico medio de diseño en septiembre de 1987. Eran tiempos de la Mariko Toda Buntano de la teleserie El Shogún, con un magnífico Toshirō Mifune como Yoshi Toranaga-san, Señor del Kwanto. En el técnico se usaba todavía uniformes: mezclilla y camisa blanca, una bendición en comparación con la mostaza rígida del preuniversitario. Otra —fundamental para mí— que en el programa no aparecían las ciencias exactas. Se valoraba en cambio la capacidad de dibujar. Que en el Saúl Delgado, era vista como una debilidad pequeño burguesa. En aquellos años postreros del aún irreversible Socialismo Real se respiraba en los pasillos del ISDi el aire ligero de una atmósfera desenfadada, brisas de cierta emancipación ideológica. El diseño era en aquel entonces algo recién desenterrado de las perversas prácticas del mercado y que la mayoría miraba de reojo. Para que se puedan imaginar el contexto social, un chiste de entonces afirmaba que un arquitecto no era lo suficientemente macho como para ser ingeniero ni tan gay como para ser diseñador.

En total pasé casi ocho años en Belascoaín como estudiante y unos pocos como profesor, una década después de graduado. Guardo recuerdos magníficos de lo que fue mi vida allí. En las dos etapas. También viví los inevitables horrores que se dan en todas partes. Una cosa es cierta. Nunca vi labores regulares de mantenimiento. En algún momento se remodeló el patio, si la memoria no me engaña. No pareció una gran cosa. Obras bastante superficiales. Del interior de esos muros conservo grandes amigos. Y otros que no me soportan, como Dios manda: un equilibrio majestuoso que deja paz porque así funciona el universo. Esos se conservan ellos solitos.

ISDi, circa 2007. Foto tomada por el autor.

Los que han estado cerca han sido decisivos en muchas etapas de mi vida. Todavía hoy —en circunstancias más o menos inestables— son sólidos y cálidos apoyos. No voy a pensar como los de la CUJAE, o los de la Lenin—o los de cualquier otro lado— que los amigos que se hacen en el ISDi son más amigos que ninguno. Pero sí tienen características comunes reconocibles, como también las tienen los otros.

Que el ISDi pierda su sede es una catástrofe inimaginable. Entre esos muros vagan los fantasmas de decenas de extraordinarios maestros que sin ser propiamente pedagogos abrían las puertas a la luz de la experiencia y el sentido común. Con ellos conviven naturalmente los espíritus mezquinos de seres sin otro talento que el convertirse en cuadros eternos y pegarse como terneros a las tetas del sistema.

Creo que para ser un diseñador cubano al uso, como lo ha sido hasta hoy, es imprescindible pasar por allí. Las grandes universidades no cambian de sede. Cuando más crecen, se remodelan. Custodian la memoria del entorno que formó tantos buenos profesionales. Puede pasar que con el tiempo, estas sedes insignes, queden pequeñas y se impone su crecimiento y desarrollo. Y será un signo de triunfo, como dejar una piel ya demasiado estrecha.

ISDi, circa 2007. Foto tomada por el autor.

Una de las bondades del Socialismo Real fue su vocación pedagógica, formativa. Tuvieron cientos de universidades con acceso prácticamente libre. Estudiar nunca fue un problema para el que estuviera dispuesto a hacerlo. Con la caída de la Unión Soviética sus capacidades de altos estudios se redujeron al límite que demandaba el mercado. Quedó para las mentes brillantes o para los que pudieran pagarla. Y así muchas sedes pasaron a mejores o peores funciones. Hoy, mientras el ISDi se tambalea, suben los pisos de nuevos hoteles. Probablemente necesarios, pero que no formarán mejores ciudadanos. Quizás Cuba, en este momento, con su encorsetada política que sigue resistiéndose al mercado tal y como se conoce hoy en todas partes, no necesite su tradicional producción masiva de profesionales. Más cuando es evidente que para mantener la calidad necesariamente tiene que sacrificar su calidad. Su depauperada industria no necesita tantos graduados. La caída de los presupuestos de las instituciones culturales por las razones que se exponen en los medios y también por las que se esconden, puede prescindir de otros muchos. Queda la demanda del cuentapropismo, que puede absorber los excedentes, por supuesto. Esta columna viene comentando fundamentalmente el diseño que este sector produce mayoritariamente. No va de alabar las excelencias. Encima de todo esto, la escuela —que sí ha formado extraordinarios profesionales desde un plan de estudios humanista, con altas miras, atendiendo a los más altos estándares globales— se estremece dejando escuchar el lamento de las vigas y las cabillas. Es urgente encontrar el espacio que reproduzca la atmósfera original. Dispersar estudiantes al viento es una tragedia.

Esta columna, que se complace en macerar actos visuales fallidos prefiere recuperar la escuela y quedarse en silencio.

Salir de la versión móvil