Tallas de taller

Carlos III es una avenida repleta de pequeños comercios. Apretados en fila, conquistaron los portales donde los retirados solían “darse sillón” y ver al mundo pasar.

En ocasión anterior hablábamos de ellos: los talleres. De sus logos, por supuesto. El tema me interesa y me afecta en lo personal. Porque pasé muchas horas inútiles de mi vida esperando en ellos la clemencia de los mecánicos. Individuos —al menos en Cuba—, autoritarios e imperiosos que, como una limosna, suelen escupirte en la cara, algunos minutos de su dorado tiempo. Estos vertebrados no necesitan imagen, por supuesto. Solamente cuando “no mecánicos” se involucran en el asunto, empiezan a vender piezas de poco uso —o nuevas— y entran en un contexto semicompetitivo, encargan a algún sobrino, vecino o conocido, un pequeño esfuerzo en el plano simbólico visual.

Carlos III es una avenida repleta de pequeños comercios. Apretados en fila, conquistaron los portales donde los retirados solían “darse sillón” y ver al mundo pasar. Los mandaron al húmedo patio trasero y montaron sus negocitos. Uno de ellos en particular, CTK Habana, me llamó la atención. Le tomé una foto, no porque pensara que era un logotipo triturable. Para nada. Me pareció excelente en su nivel. Una estructura perfectamente resuelta con los materiales disponibles. ¿Qué es CTK Habana? No lo sé. Quizás sea un puesto de helados en barquillos. Voy a imaginar que se trata de un local que tenga algo que ver con el mundo automotriz. Porque donde veo una goma, veo el resto del auto. ¿Qué significan las iniciales? Tampoco lo sé. Lo que sí sé es que no hay nada disruptivo en su sistema señalético.
Es un establecimiento donde entraría sin miedo a ser envenenado. Todo muy subjetivo, pero de eso se tratan este y todos los demás textos.

Foto del autor.

Mi viejo Volkswagen, que en paz descanse de mí, necesitó en varias oportunidades chapistería. Y en Cuba todos tenemos un amigo que tiene el mismo auto y que conoce al mejor chapista del “donde sea”. Y es allí a donde llevamos con profundo pesar a nuestro ser más querido. Donde lo dejamos entre rezos y lágrimas. Pero hoy día, también están las redes y nacen talleres que tratan de superar esa arcaica manera —medieval— de hacer negocios, publicando anuncios y creando comunidad. Preguntan —porque también todo el mundo conoce a alguien cuyo sobrino o nieto está en esa cosa del diseño— y dan con un “profesional”, es decir, con alguien que por hacer lo que hace pide dinero. O no, o le cambian el logo por un viaje a la playa. Y lo consiguen y lo estampan sin más. Sin duda esto es lo que hizo esta Cooperativa Reconstructora de Vehículos, que, por cierto, no sé donde está. Da lo mismo. En su más amplio sentido utilitario un martillo no se usa para reconstruir. No hay nada sutil asociado a un martillo. Ningún acabado, ninguna terminación. Es una herramienta tan bruta como un cederista enviado a hacer un acto de repudio. No es el instrumento que quiero asociar a la carrocería de mi automóvil a pesar de que estoy muy al tanto de que las abolladuras se rectifican con uno de ellos. Cualquiera lo sabe. Pero es algo subjetivo. Los golpes son muy primarios, luego se aplica la masilla, pintura, barniz, un trapito… cualquier cosa. Cosas que sabemos no son logotipables, faltaba más… pero no hay que sobrexponerse tan burdamente… Los logos de los hospitales quirúrgicos no son bisturís ni cuchillos de carnicero. Los de los centros odontológicos no alardean de sus monstruosos taladros dentales. Y si es que no pueden respirar sin poner el martillo, solo aléjenlo del falorito. No es tan difícil. Cuestión de intentarlo.

Foto tomada de las redes sociales.

Otras veces se nos sale el fantasmón que llevamos dentro y utilizamos, como en el caso de MASO Body Shop, un coche fúnebre en nuestra identidad. No pasa nada. Es un carro funerario con un diseño adelantado a su tiempo.

Foto tomada de las redes sociales.

Nada de llevarse al muerto en marcha. Volando al otro mundo… El muerto al hoyo y hoy el pollo no espera al vivo. Esa agresividad me gusta. Nos sacude la bobería. Perder el tiempo es un deporte nacional. Programas de acalorados debates —entre ponentes con el mismo punto de vista que el moderador— de más de dos horas son habituales. Es decir, tiempo hay de sobra. Si se trata de prosperar, de ganar dinero, de esos rezagos del pasado, el tiempo nunca alcanza. Ni para enterrar a los muertos. 

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