Aparentaciones sobre el diálogo con la emigración

No sería mala idea que los que han optado por residir afuera no asumieran que quienes permanecen aquí se han “autocastrado”, viven bajo el férreo “control y el miedo”, sin convicciones ni ideas políticas propias.

Fotograma de "Regreso a Ítaca" (2014).

Fotograma de "Regreso a Ítaca" (2014).

Cuando mi abuela se fue de Cuba, le escribí una carta. Ella me respondió apreciando que, siendo tan joven, pudiera entender las causas de su partida, acompañando a mi tía más cercana y sus niños chiquiticos. Años después, como quien devuelve un anillo o un talismán, mi tía me entregó aquella carta, escrita a mis 19 años. Conservo las dos misivas, como puntas de un diálogo que nunca se interrumpió dentro de mí.

Hace unos días intenté explicar el diálogo con los emigrados como un encuentro con muchas orillas. Me referí a la política iniciada en 1978, a su sentido estratégico, su intrahistoria y su contexto social, dimensiones no siempre alineadas. Pero está claro que ese diálogo es mucho más que eso.

Razonando sobre los avatares de nuestro debate público en el teatro y el cine, comentaba que la relación con los que se fueron está entre sus temas principales desde hace mucho. Mencioné Weekend en Bahía (1987), de Alberto Pedro, donde dos personajes que estuvieron enamorados se reencuentran, y se explican por qué ella decidió irse y él quedarse. Su diálogo en la cama no recurre precisamente a discursos sobre la libertad o el socialismo, como es natural. El mismo autor reivindicaba luego a Celia Cruz, y la música que nos une, en Delirio habanero (1994). La familia de Benjamín García (1990), de Gerardo Fernández, había tomado el toro por los cuernos, metiéndose en lo más sensible de la división, el cisma familiar.

El lector se fijará en que pongo fecha a todas estas obras, porque mezclar los años 90 o la actualidad con el Quinquenio gris (1971-76), además de ignorancia o mala fe, da pie a confusiones. En efecto, si en medios tan públicos como el teatro y el cine se ha podido conquistar ese espacio, ni hablar de lo que han podido decir los narradores, sin dejarse amordazar ni tener que pedir permiso. La lección de fondo, la misma que en las ciencias sociales y otros campos de la cultura, es que lo que vale la pena, cuesta. Para darle la patada a la mesa o callarse siempre pueden alegarse buenas justificaciones.

El cine cubano no dejó de retratar esta relación, desde las rupturas de los 60, hasta los retornos de los 80. En Lejanía (1985), de Jesús Díaz, la madre que regresa cargada de pacotilla, y el hijo que dejó atrás, no se entienden; pero la prima cubanoamericana sí tiene cosas que conversar con él, aunque ambos sean muy diferentes, trátese de sueños que compartir o anhelos diversos que se manifiestan cuando se ponen a hablar en una azotea, alejados de los ruidos de la calle y rencores familiares.

En otra azotea, treinta años después, donde transcurre Regreso a Ítaca (2015), con guión de Leonardo Padura, actores y puesta en escena cubanas, el que se fue, lo hizo por “miedo a convertirse en delator y traicionar a sus amigos”. Los que se quedaron, por su parte, no son más que frustrados, oportunistas o “creyentes” en la Revolución. El que vuelve del autoexilio y se repatria es porque decidió, después de dieciséis años fuera, “hacer lo que le dé la gana, y dejar de tener miedo”.

Entre ellos no hay —ni puede haber— encuentro con sus presentes ni reanudación de vidas, que se han vaciado, sino apenas un repertorio de memorias y nostalgias de un pasado que vale por los buenos ratos y la vaciladera juvenil. Conversadera, sí. Diálogo, no.

Naturalmente, para construir reencuentros, “reacoplamientos”, diálogo, se requiere entender la ruptura y el enfrentamiento políticos que los anteceden y contextualizan. El campo del arte y la literatura también los recoge en toda su intensidad.

REGRESO A ITACA de Laurent Cantet - Tráiler

Sergio, el protagonista de Memorias del subdesarrollo (1968), se despide de sus parientes burgueses que marchan al exilio (exilio en serio, no emigración), con alivio. No sufre quedarse, lo elige deliberadamente. Aunque nunca alcanza a entender lo que está pasando aquí (“el subdesarrollo”) porque, como la película subraya sin ambages, lo mira con un ojo marginal, ajeno, su círculo de afectos familiares y amistades no son, para él, la Cuba verdadera. Al menos eso lo tiene claro.

Ese mismo año crítico de 1968, Los siete contra Tebas, de Antón Arrufat, se internaba de frente en las desgarraduras familiares que acompañan el conflicto político, quizá como ninguna otra obra de arte hasta hoy.

Dos hermanos se enfrentan en el campo de batalla, y terminan matándose. Aun en el extremo trágico de la lucha fratricida, no hay ninguno que cargue con la culpa ni con la inocencia. Como ha apuntado Norge Espinosa, ambos esgrimen razones de peso, que respaldan sus conductas, las hacen comprensibles y les dan sentido. Pero queda claro que “la ciudad” que uno defiende y el otro ataca está por encima de todo, no como mero reflejo sentimental o familiar de ellos. Si la derrota del que la asedia no lo convierte en un paria, un miserable, es por la grandeza de los que defienden la ciudad: “Tendremos para él la piedad que no supo tener para Tebas”.

Películas de más acá, como Miel para Oshún (2001), Esther en ninguna parte (Gerardo Chijona, 2013), Últimos días en La Habana (Fernando Pérez, 2016), no lidian con la relación entre los que están aquí y allá como fatalidad, desencuentro, traumas irremisibles; sino como el espacio en el que sí se dirimen pérdidas y olvidos, pero además se disuelven apariencias y estereotipos, y emergen futuros inesperados.

Fotograma de "Miel para Oshún" (2001).
Fotograma de “Miel para Oshún” (2001).

Diez millones (2016), de Carlos Celdrán, también aborda las tensiones intrafamiliares, y sus impactos sobre la educación sentimental de los hijos, evocando el trauma del Mariel y sus cicatrices, no siempre cerradas. Memorias dolorosas que, sin embargo, no se funden en rencores ni estereotipos, sino lo contrario. Como diría un clásico, ahí está el detalle.

Antes he apuntado cómo los actores en el campo de la cultura y la academia, músicos, artistas plásticos, escritores, teatristas, profesores, que viven afuera y adentro, se comunican entre sí, arman proyectos comunes, participan juntos en festivales, exposiciones, publicaciones, entran y salen, ejerciendo relaciones que no son polarizadas ni irreconciliables.

Ahora bien, imaginar a los artistas como ángeles por encima de culturas políticas predominantes y sus mercados, idealizar sus obras como espejos de la sociedad cubana adentro y afuera, olvida que a menudo su versión se viste como la genuina, “la de verdad”, solo porque contrasta con “la historia oficial”.

En efecto, la visión omisa y binaria del proceso no solo es la que reproducen los medios y los discursos. A menudo las obras de arte satanizan en bloque la política, o denuncian la politización de la vida cotidiana, al tiempo que la hacen aparecer en todas los rincones de una trama, las más nimias conversaciones de una novela, una pieza teatral, una película, sonsacando con recursos fáciles esa propensión nuestra al choteo o el sentimentalismo.

Me lo recordó una vez más el debate político en que culmina En ningún lugar del mundo (2018), de Abel González Melo, que vi el fin de semana pasado, recomendada por un amigo emigrado de visita. En apariencia, el combustible de ese debate es la memoria traumatizada del que regresa, su amarga experiencia de Angola y el Mariel. Pero en el fondo yace el rencor familiar que sigue vivo. Aunque ambos personajes aparentan haberse sobrepuesto a ese rencor y haberse perdonado por el bien de la familia, es mentira.

Sabiendo que el teatro cubano, antes y después de 1959, está colmado de esos conflictos familiares irreductibles, no habría nada que apuntar a esa bronca, bien escrita y escenificada, sin escatimar furia trágica y ceguera fatídica.

Es en el punto climático de la obra, el debate político aquí y ahora, donde ambos contendientes revelan su muy diferente condición humana. El que regresa habla desde sus experiencias desgarradoras, su odio justificado a una familia que lo sacó de la isla para quitárselo de arriba, y cuya maldad no tiene nombre; y a la que a pesar de todo sigue manteniendo con remesas desde la distancia. Su adversario carece de razones propias, las que le den sentido a estar aquí y seguir haciéndolo en este momento jodido, sino que le responde con consignas sacadas de la retórica de los discursos.

El emigrado mira hacia atrás desde su vida feliz en la tierra de la libertad, donde Cuba arruinada ya no es su patria, sino apenas un paisaje nostálgico que comparte con su hija. El que está aquí es un sumiso al régimen, a una madre dirigente aprovechada, y cuya esposa e hija se han sometido a él, en una cadena de subordinaciones que es espejo del sistema.

Dado que el arte no está para hacer retratos balanceados de la sociedad y sus conflictos, ni mucho menos para solucionarlos, agradecí ver esta obra en el contexto actual, en una sala llena, con magníficos actores, en la Cuba de hoy, lo que me permite ilustrar estas breves reflexiones sobre el diálogo y sus oportunidades.

Si de contribuir al entendimiento entre las dos orillas se trata, no sería mala idea que los que han optado por residir afuera (la mayor parte del tiempo) no asumieran que quienes permanecen aquí (la mayor parte del tiempo) se han “autocastrado”, viven bajo el férreo “control y el miedo”, sin convicciones ni ideas políticas propias, sino consignas vacías, o por puro oportunismo y simulación. Por ahí resulta difícil construir casi nada, y menos diálogo.

Discutiendo las múltiples orillas de la censura, he defendido la razón cultural y política de poner todas esas obras de teatro y películas, publicar todas esas novelas, en Cuba. Así como lograr que las obras y autores ignorados afuera, por razones políticas, mercantiles, o ambas, se difundan con la misma equidad. No solo en Miami, sino en todas partes. La falta de un debate crítico razonado, con argumentos en vez de catarsis, con análisis en vez de catastrofismos y pesadillas, no contribuye a fomentar una cultura del diálogo que no tenemos. Ni aquí ni fuera de aquí.

Cuando los guajiros del Escambray vieron las primeras obras de teatro, en aquella época remota de la transición entre los 60 y los 70, las llamaban “aparentaciones”. Sin embargo, en los debates sobre aquellas historias aparentadas se involucraban como en sus propias vidas; y llegaba el momento en que discutían con los actores como si estos fueran realmente los personajes que representaban. La línea entre lo real y lo imaginado era demasiado tenue.

Me pregunto si, en nuestra época de redes y verdades múltiples, de creencias y obstinaciones, esa oportunidad de compartir lecturas distintas sobre la vida de todos se presta como base para un diálogo real y lúcido, inconforme, sin rencores ni sumisiones.

Quizá sí.

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