Predicciones (IV y final)

Sería muy conveniente si se hicieran (y se publicaran) estudios de opinión pública, no solo encuestas de sí o no, para determinar qué piensan los cubanos sobre su presente y su futuro.

Foto: Yander Zamora / EFE

Siendo muy joven e indocumentado, me pasé el curso 1971-1972 con un equipo de la Universidad de La Habana, dirigido por Graziella Pogolotti, entrevistando a familias campesinas en Mataguá, entonces Las Villas. Como buenos universitarios, compartíamos seminarios de metodología de encuestas y entrevistas, con una bibliografía actualizada que habíamos conseguido arañar, así como los hallazgos de nuestras pesquisas en aquel lomerío. Salíamos cada mañana, en un caballo que cada uno tenía asignado, y regresábamos a veces al anochecer, luego de largas conversas con las familias, recogidas en libretas, para entonces ponernos a estudiar las asignaturas de nuestras carreras, no sin antes bañar y dejar pastando los animales.

Solo al cabo de meses viviendo en contacto directo y haciendo rapport (como dicen en la jerga sociológica) con aquellos guajiros hospitalarios y habladores, descubrimos que la distancia entre sus primeras respuestas anotadas en nuestras libretas y lo que nos decían seis meses después era considerable. Aprendimos que lo que pensaban y sentían, sus preocupaciones y motivaciones, y sus actitudes y decisiones finales respecto a incorporarse al proyecto de comunidad que el gobierno proyectaba en aquel lugar, yacían sumidos bajo varias capas en sus cabezas. Al irlo desentrañando, no solo llegamos a saber de ellos más que los organismos políticos y los aparatos, sino que aprendimos a entenderlos y, sobre todo, algo fundamental para pichones de intelectuales como nosotros: a identificarnos con sus problemas, sus esperanzas y sus incertidumbres.

Para determinar las anticipaciones sobre el futuro, los investigadores utilizan instrumentos muy diversos. Los psicólogos casi siempre prefieren entrevistas en profundidad y técnicas proyectivas, en vez de escuetos cuestionarios de marcar con una cruz. Sociólogos y antropólogos insertan lo que dicen los sujetos en un marco de intrincadas variables y mediciones sobre el contexto social. En vez de limitarse a encuestas sobre la intención de tener hijos, la Demografía estudia los factores culturales, económicos y sociales que determinan los ciclos de reproducción de la población. De ahí extrae sus pronósticos sobre el crecimiento, más basados en esos cálculos que en el efecto instantáneo de los muy necesarios planes de atención materna sobre la tasa de natalidad.

Como se sabe, los estadounidenses tienen encuestas para todo. De acuerdo con el Pew Research Institute, por ejemplo, en 2004, el 60 % de la población estaba en contra del matrimonio entre personas del mismo sexo. Solo hace 10 años que ese patrón cambió, pero no fue la opinión pública, sino un fallo de la Corte Suprema el que lo reconoció en todo el país, hace apenas cinco años. A pesar de todo, la inmensa mayoría de los republicanos y los protestantes evangélicos mantienen hoy sus mismos prejuicios. La lección parece ser que las encuestas reflejan lo que las luchas de calle conquistan, y que esas conquistas pueden cambiar incluso la ley, pero no tanto la cultura cívica, y aún menos la índole del poder. 

La dignidad no se plebiscita

Las encuestas pueden ser muy útiles para vender. Recuerdo haber leído una en los años 70, según la cual una causa de desavenencia en la pareja, al levantarse por la mañana, era el uso de la misma máquina de afeitar. Aunque de ahí no se derivara que las Gillette fueran la principal causa de divorcio, sí servía para vender máquinas de afeitar femeninas. De hecho, tales estudios micro, muy sofisticados, tienen una alta demanda en mercadotecnia. Así es posible saber, de antemano, que es mejor presentar una nueva gasolina diciendo que “pone un tigre en su motor” que afirmar “el oso Guardabosques la prefiere”. La misma técnica puede aplicarse a vender candidatos o a pronosticar su éxito. 

En Cuba, por el contrario, no existe la práctica de publicar encuestas de opinión de manera frecuente. Recuerdo el excepcional anuncio de un experto en sondeos autorizados, al inicio del Periodo Especial, que reveló el bajísimo por ciento estimado de cubanos a favor de abrir los mercados libres agropecuarios. También recuerdo el comentario irónico de un viejo amigo, quien aseguraba que había hablado con todos esos cada vez que venía a Cuba. 

A falta de encuestas, sin embargo, está ese pequeño encuestador de la opinión pública, con su bola de cristal particular, que todos llevamos dentro. En 2012, un distinguido profesor cubano en EE.UU. me dijo que en Cuba nada iba a cambiar, pues seguía gobernando Fidel. Como evidencia, puso que todos sus amigos en la Isla pensaban así. Las redes han venido a reforzar esa sensación de certeza sobre el consenso del país y su proyección. Aquellos que gozan de un millón de amigos en Facebook consideran saber más sobre “lo que piensan los cubanos acerca del presente y el futuro” que lo imaginable por ninguna hipotética empresa encuestadora. No importa que el 90 % de los amigos permanezcan callados; que los likes o comentarios vengan de casi siempre los mismos, y que esos opinantes quepan en el patio de su preuniversitario. 

Sería muy conveniente si se hicieran (y se publicaran) estudios de opinión pública, no solo encuestas de sí o no, para determinar qué piensan los cubanos sobre su presente y su futuro. Otra cosa sería tomarlos, naturalmente, por su poder predictivo. Me pregunto qué habría hallado Gallup si hubiera hecho una encuesta en Cuba en 1969 sobre la certeza de producir 10 000 000 de toneladas de azúcar; en 1986, sobre la bonanza y perspectiva de la relación con la URSS y su perdurabilidad; en 2000, sobre la perspectiva de mejoría económica; en 2015, sobre si la apertura de las embajadas marcaba una normalización sin retroceso con EE.UU., etcétera.

A falta de encuestas, hemos tenido consultas, como la de los Lineamientos en 2010, y sobre todo la del borrador de la nueva Constitución, en 2018. En ese debate constitucional, los números arrojaron que el tema más tratado no había sido la redefinición de la propiedad privada sobre medios de producción, la legitimación de “la prosperidad individual” bien habida (la riqueza), la eliminación de la referencia al comunismo u otros asuntos como el espacio concedido a derechos humanos y autonomía de los municipios, sino el matrimonio igualitario. Más exactamente, el derecho de una pareja del mismo sexo a constituir una familia, con todos sus atributos.

Aunque la consulta no propició el debate, las redes se encendieron con el tema. No voy a pretender contar esta historia aquí ni explicar sus causas. Al final, la problemática del artículo 68 pasó a ser la de los artículos 81-82, y estos a formar parte de un Capítulo III, Sobre las Familias, en plural. Se anunció que un nuevo Código de Familia era necesario para que todo se implementara, y que este se llevaría a consulta y aprobación ciudadanas más adelante. Conozco a personas que votaron “no” en el referéndum constitucional o anularon sus boletas escribiendo en ellas que discrepaban de la nueva Constitución debido a ese cambio de artículo sobre el matrimonio, a la falta de protección a los derechos animales, u otra objeción puntual. Algunos afirmaron incluso que los derechos no se debían llevar a aprobación, sino que bastaba con enunciarlos en leyes. Al cabo de dos años de aquellos debates públicos, ¿cómo podría concebirse el futuro de este tema polémico?

Alrededores del artículo 68

En materia de derechos de género, cada sociedad ha avanzado según rutas diferentes, y no sin una oposición formidable. En EE.UU., como apunté, no fue una ley del Congreso, sino un fallo de la Corte Suprema, el que les impuso el matrimonio igualitario a los diversos estados que se resistían a admitirlo. La Corte tuvo la originalidad, por cierto, de reinterpretar la enmienda XIV, promulgada 150 años antes, a raíz de la Guerra Civil, y dirigida a proteger los derechos de los esclavos emancipados. A pesar de la obligatoriedad de esa ley sobre el matrimonio igualitario, las encuestas actuales indican que solo un 37% de los congresistas republicanos la apoyan.

Lo mismo que en EE.UU., los estudios sobre familia en Cuba muestran que la práctica del matrimonio es menos frecuente, que aumenta la unión consensual y el divorcio. Alguien podría decir que las personas LGBTIQ están más interesadas en casarse que las personas heterosexuales. Tampoco es difícil entender por qué: se trata de ganar derechos, impensables hace 30 años, no solo para amarse en paz, sino para crear familia y todo lo que conlleva, en cuanto a hijos y patrimonio común. Si bajamos de la tribuna y leemos detenidamente el nuevo texto de la Constitución, podríamos revisar el tema de manera ecuánime.

El artículo 81 reconoce el derecho de toda persona a crear una familia, de manera que no tiene que ser ni siquiera una pareja. Identifica al matrimonio solo como “una de las formas de organización de las familias”, fundada en la “igualdad de derechos, obligaciones y capacidad legal de los cónyuges” (art.82). Como se sabe, el término cónyuge, igual que el de persona, usado por el borrador constitucional (art.63), no es sexuado. También reconoce “la unión estable y singular con actitud legal, que forme de hecho un proyecto de vida en común” y “genera los derechos y obligaciones que esta disponga” (art. 82). En resumen, considerando que, según la práctica jurídica de otros países, la unión estable y singular puede definirse en términos equivalentes al matrimonio, y que en muchos lugares esta ha precedido e incluso coexiste con el reconocimiento al matrimonio igualitario, esa unión constituye una fórmula para que una pareja del mismo sexo encabece una familia legalmente, según un nuevo código.

En todo caso, a reserva de la variante jurídica que se proponga y se valide, hay al menos dos cuestiones de fondo para pensar más. Una es que, cualquiera que sea la opción, el marco constitucional ya aprobado legitima que un tipo de familia puede ser encabezado por una pareja del mismo sexo. La segunda, comprobada en otros casos nacionales, es que ninguna norma jurídica genera per se un cambio de mentalidad. Este solo nace de un debate de ideas, del desarrollo social y cultural, y de la educación cívica, que no equivalen a una simple campaña de alfabetización moral. Ningún atajo puede ahorrarle a la sociedad este proceso de transformación, que, por supuesto, no se juega nada más en las instituciones políticas, sino sobre todo en el seno de la sociedad civil. 

Quiero terminar la serie de no-predicciones con una nota sobre ese factor doméstico nuestro llamado relaciones con EE.UU. Si estas dependieran de algo como la opinión pública, hace mucho que anduvieran sobre rieles, pues la mayoría de los estadounidenses, incluidos los de la Florida, así como los cubanos de aquí y de allá, las favorecen. De hecho, algunos tuvimos al principio la expectativa de que Donald Trump, empresario metido a político sin otra ideología que el lucro, outsider en los manejos electorales del Partido Republicano, interesado en hacer business con “la Cuba de Castro”, sin vínculos históricos con el exilio neandertal cubano, desafiante del establishment washingtoniano, iba a avanzar, a su manera, en la política hacia Cuba. Hasta sugerimos jocosamente que el Habana Libre Tryp podría convertirse en el Habana Libre Trump. De hecho, el escenario de un republicano que logra un entendimiento con un “país comunista” tenía ilustres antecedentes: Nixon y Kissinger con la República Popular China de Mao; Reagan y Bush Sr. con la URSS de Gorbachov, el exprisionero de guerra John McCain con Vietnam. Sin olvidar que Ford y Kissinger fueron los iniciadores, antes de Jimmy Carter, de la détente con Cuba en 1974. A pesar de la retórica provocadora de Trump, el mismo gobierno cubano le hizo la concesión de mantenerse en silencio durante varios meses, en espera de hechos, no solo tuits. Toda esa expectativa se derrumbó en el verano de 2017.

Ahora escuchamos pronósticos como que “todo depende de quién gane las elecciones” o “Trump debe perder, pero puede ganar; Biden debe ganar, pero puede perder”. Según dirían Mario Moreno y mis demás maestros mexicanos de ciencia política, esto se denomina incertidumbre. Naturalmente, ninguna encuesta, por bien hecha que esté, provee los elementos de juicio suficientes ni reemplaza el análisis de la situación política. ¿Entonces?

Dado ese cuadro electoral, que afecta no solo a los cubanos, sino a la humanidad, podríamos celebrar la eventual victoria de Biden casi como otro 17 de diciembre. La vuelta a las relaciones y sobre todo su continuidad dependerían, sin embargo, de muchos factores: la importancia de Cuba en la agenda exterior de la nueva administración, la evolución de la crisis venezolana, el interés puntual por cooperar en áreas emergentes para la seguridad (como salud), la recuperación del turismo y las facilidades otorgadas a las empresas norteamericanas.

¿Qué podría hacer Cuba? En una serie anterior, anoté algunas de las concesiones hechas a EE.UU. como parte del clima negociador: no exigencia de levantar las principales arandelas del bloqueo, visita unilateral de Obama, monopolio de las aerolíneas estadounidenses sobre los viajes, y por encima de todo, confianza en la continuidad de la normalización. Millones de cubanos optimistas, de esta y la otra orilla, compartimos esa confianza. Si la crisis de la COVID-19, en trance de impulsar reformas, ha estado desvinculada de la relación con el Norte, sus efectos en el mediano y largo plazo sí podrían contribuir a hacer más fluida la relación.

Ya que los expertos en encuestas conceden que Trump “puede ganar”, no hay que convertirse en un catastrofista para examinar ese escenario, por odioso o irracional que parezca. En política, como en el teatro, lo irracional y lo catastrófico tienen una razón de ser. Digamos, ¿cómo se explica que más del 60% de los cubanoamericanos en el Condado Dade vayan a votar por Trump? ¿Son los mismos 552 895 que vinieron de visita el año pasado? ¿Es razonable responder una encuesta diciendo que uno favorece el correo y las remesas, y al mismo tiempo, que no sería mala idea si bombardearan Cuba?

Joe Biden y los latinos

Este tema, obsesivo para nosotros, resulta algo micro en el contexto norteamericano, pues el margen de ventaja de Biden en ese mismo condado, donde viven otros votantes, resulta ahora mismo ampliamente favorable a los demócratas. 

En todo caso, lo diferente en este maldito año par, típicamente electorero, no es lo que nos va a pasar a nosotros, cómo votarán esos cubanoamericanos, quién se llevará el gato al agua en la Florida, y mucho menos si alguno de los candidatos encarnaría “la reorganización del sistema”.  Lo diferente es la creciente ola de hostilidad y violencia que lo acompaña. El titular republicano, tildado de mitómano, pero habilísimo en el póker político, mete miedo con un terrorismo que apela a lo más instintivo de la gente americana: los comunistas no están a las puertas, sino dentro de la ciudad, compitiendo por la presidencia. Si alguien lo duda, que vea los saqueos y los muertos en las calles… Así que la cosa está mala. Su mercadotecnia consiste en preconizar una inestabilidad que empuja a votar por el malo conocido.

Soy incapaz de calcular cuál será el grado de horror con que los estadounidenses votarán en estas elecciones. Hace unos meses, mis amigos expertos sabían el día exacto en que ocurrirían, el 3 de noviembre, y me corregían el tiro; ya ni eso. Ojalá que, con la fecha del foto finish electoral, me devolvieran la certidumbre sobre un desenlace político tan esperado. Más allá de catastrofismos y fatalidades geopolíticas, vaticinios y encuestas tocadas de oído, el gobierno de Cuba no parece poner un solo huevo en la canasta de unas relaciones inciertas, especialmente en los críticos meses por venir.

En todo caso, lo que nos espera en esta Isla de tierra firme, que algunos amigos melancólicos confunden con una jaula de agua y sol, dependerá más de lo que hagamos aquí, y menos de la primera página del New York Times.

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