Los americanos y nosotros: ¿vías paralelas?

Imaginar las relaciones y sus perspectivas no se limita a diagnosticar la micropolítica en Washington o Miami, registrar las últimas encuestas, o entender el perfil psicológico del próximo presidente y sus intenciones hacia Cuba.

Dos hombres caminan por el muro del malecón de la habana mientras un auto americano recorre la calle, La Habana Cuba, 2023 Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

En mis días juveniles yo no era especialmente rocanrolero. Sin embargo, recuerdo vívidamente que mis amigos y yo “entonábamos” el “Rock de la Cárcel” o “Tutti Frutti”; el “Rock Around the Clock” o “See you later, Alligator”; “Put your head on my shoulder” o “Diana”. Digo “entonábamos”, porque ninguno tenía la menor idea de lo que decían Elvis, Bill Haley y sus Cometas, o Paul Anka. Así que sencillamente inventábamos una letra que sonaba como las palabras en inglés. 

Enseguida vendrían en nuestra ayuda, por cierto, las versiones en español de Enrique Guzmán, Manolo Muñoz, Luis Bravo, Palito Ortega o Los Hooligans. De manera que “Pink Shoe Laces” se convertiría en “Agujetas de color de rosa”. Las letras de las versiones a veces no tenían nada que ver con las originales. Pero al menos nos podíamos desgañitar cantando en mexicano “el Gordo dijo al Gato esta es mi oportunidad, no hay quien me vea y me puedo pelar”, sin saber a ciencia cierta qué decíamos. 

Recuerdo como si fuera hoy a Raúl Gómez y los Astros, o a Dany Puga, los rockeros de moda en 1962, dando un concierto en el cine Belisa, de La Lisa. Como dije, yo no era especialmente rocanrolero, así que me perdí a Los Kents o Los Jets, que vendrían a amenizar los 60 tardíos. Como se sabe, estas bandas no aparecían, por supuesto, en el radio y la televisión, así como tampoco se ponía a Los Beatles, Little Richard, Jerry Lee Lewis, Johny Cash, The Mamas and the Papas, Los Rolling Stones. Aunque sí en las fiestas con la gente del pre los sábados por la noche, donde bailábamos twist escuchándolos a todos ellos hasta la madrugada. 

No recuerdo que el CDR o la PNR viniera a interrogarnos sobre nuestros gustos musicales. Sí recuerdo que entre los bailadores estaba el secretario del Comité de Base de la UJC, y que las fiestas con esa música prohibida eran en la casa del presidente de la UES (Unión de Estudiantes Secundarios) del pre. 

A quienes sí ponían en el radio y la TV eran los Mustangs, los Bravos, Juan y Junior, Los Brincos, y toda una pléyade de epígonos españoles, argentinos, mexicanos, que se oían en programas con altísima audiencia, como Nocturno (1966). 

Confieso que a mí el rock en español, cuyos hits le canté a mi hija cuando era chiquita, y que aún ella y yo podemos compartir en circunstancias familiares propicias, no me sonaba igual. 

En cuanto a la presencia de la música de EE. UU. en la banda sonora de los años 60, sabemos que el filin es más bien un estilo derivado de los grandes intérpretes del jazz estadounidense; y que Los Zafiros y los Meme, esos grupos legendarios de entonces, llevaban a flor de piel el código genético de los cuartetos norteamericanos de moda; lo mismo que el Cuarteto del Rey, que cantaba spirituals y canciones country como “Sixteen Tons”, y donde se dio a conocer un muchacho que cantaba como los ángeles nombrado Pablo Milanés. Así como otro principiante de entonces, que por su voz, su estilo y la poética de sus letras recordaba a Bob Dylan, llamado Silvio Rodríguez.   

Para ver en vivo a aquellos cuartetos, recomiendo un Noticiero Icaic (#247, 1ro de marzo, 1965), en el que los principales acontecimientos políticos nacionales e internacionales de la semana se entreveraban con “Sabes bien” y “Otro amanecer”, éxitos de Los Zafiros y los Meme respectivamente. Lo más memorable de ese Noticiero era que concluía nada menos que con el llamado “Rock Beethoven”, interpretado por Los Beatles de carne y hueso. Poniendo una de cal y otra de arena, el editor hacía un montaje paralelo entre los cuatro Beatles y una banda de monos que jugaban con instrumentos musicales. Años después, un amigo del PCC me comentaría que había ido diecisiete veces a los cines de estreno aquella semana, solo para ver, escuchar y remenearse en su asiento con el espectáculo de Los Beatles en vivo con que cerraba el Noticiero. Él no recordaba, por cierto, las imágenes de los monos, solo la oportunidad dorada de ver a sus ídolos acompañados por sus fans, despetroncándose con “roll over Beethoven / and tell Tchaikovsky the news”.  

Muchos años después, descubrí que “Tutti Frutti” no era de Elvis, sino de Little Richard; y que la letra original en inglés (“a-wop-bop-a-loon-bop-a-boom-bam-boom”) era tan desquiciada como la que nosotros le inventábamos en nuestro espanglish (“a-uam-ba-buluba-balam-bambú”), pues lo que importaba era el sonido. Y que aquel rock de los monos, titulado realmente “Roll Over Beethoven”, no era de Los Beatles, sino de Chuck Berry. Para mí, ese Chuck Berry fue un descubrimiento tardío.

Me figuro que era archiconocido, sin embargo, por los jazzistas cubanos, que siempre han estado, digamos, arriba de la bola con la música norteamericana. Gracias a su peculiar guitarra eléctrica y a la imaginación literaria de sus letras, que le ganaron el reconocimiento como padre del rock de John Lennon y el propio Dylan, Berry me sonaba como esos recuerdos indistintos que uno no sabe de dónde vienen. Pienso que eran del jazz-rock y los blues rítmicos de la Orquesta Cubana de Música Moderna (1967), que hacía furor con “Pastilla de menta”, popularizada poquitos años antes por Ray Charles en su original “One Mint Julep”. En aquella mítica orquesta vi por primera vez a Chucho Valdés, Paquito D´Rivera, el guajiro Mirabal, Leonardo Acosta, Arturo Sandoval, Cachaito, y otros con carnés de jazzistas reconocidos, como luego Irakere, que llenaban los grandes teatros de La Habana con esa música muy americana. También cubanizada, desde luego. Como todo lo demás.

Si esa música nunca ha dejado de ser parte de nosotros, lo mismo ha pasado con otras zonas del arte y la cultura.

En aquellos años 60 de nuestro candente antimperialismo, las imágenes de Martí, Fidel, el Che, Ho Chi Minh, guajiros cortando caña, jóvenes soldados y estudiantes pintados por Raúl Martínez invadían el arte público en vallas y murales, con la estética de colores primarios distintiva del pop art, que en ese mismo momento cultivaban Lichtenstein y Andy Warhol en EE. UU. Época de oro de los carteles cubanos, buena parte de ellos tenía la huella de aquel pop, arte de vanguardia (de verdad) puesto en función de la denuncia política, crítico de la publicidad y la cultura de masas, con un tono irónico e irreverente, en las obras distintivas de Humberto Peña, Rostgaard, Frémez. 

Ver trabajar a algunos de ellos en sus talleres llenos de recortes de revistas y periódicos de todas partes, diapositivas, catálogos de los grandes museos, contactos de fotos, collages, piedras de litografìa, era como subir a un mirador desde donde se veía más allá, el mundo y particularmente los EE. UU. Nada de la “maldita circunstancia del agua por todas partes”.

La presencia viva de la cultura originada en EE. UU. entre nosotros incluye tantas dimensiones que no tengo espacio para abordarlas aquí de manera igualmente detallada y ejemplar. 

Si alguien piensa que el rock y el jazz; las artes visuales; el art déco de los edificios de La Habana Vieja, Centro Habana, El Vedado; las llamadas danza moderna o escuela cubana de ballet, los repertorios de los principales grupos de teatro del país, forman parte de los gustos de una élite, quiero recordar que el béisbol, las iglesias evangélicas, la logias de los odd-fellows, el espiritismo de cordón, el gusto por el cine y las series de televisión son legados de ese intercambio, y siguen siendo un vaso comunicante vivo entre las dos culturas. 

Reconocerlo así no hace menos cubanas estas manifestaciones. Desde Fernando Ortiz, lo que llamamos cubano no equivale casi nunca a oriundo, como si fuera una planta o una especie que ya estaba en la isla cuando llegaron los españoles. Si somos lo que Darcy Ribeiro llamaba un pueblo nuevo es porque cargamos genes de otras partes, también de allá. Igual, por cierto, que esa “casa de pueblos” (Martí dixit) que es la nación (o naciones) estadounidense.

Por si alguien piensa que la familiaridad con las cosas americanas no es un ingrediente activo y orgánico de nuestra tan mentada identidad cultural, sino un atavismo de nuestro pasado capitalista, del cual nos hemos ido desembarazando, gracias a Dios; si cree que son rezagos que la política cultural de la Revolución ha procurado extirpar, quiero comentar que la historia de esta política no es tan simple. 

Aunque a veces la alergia a todo lo que venga del Norte ha podido atravesarse en el interés nacional, como en aquella censura del rock en los medios, aplicada de manera parcial y contradictoria en los 60, o durante el tan nombrado Quinquenio Gris (1971-75). Un examen ecuánime de esas etapas revela que nunca fue total ni penetró demasiado en la cultura popular, entonces ni en episodios posteriores, hasta hoy, como he comentado antes

Pulsear con la censura y otras claves culturales de la política

En cuanto a la política de exhibición, en la primera mitad de los 70, cuando 7 de cada 10 cubanos íbamos al cine al menos una vez por semana, y veíamos más películas diversas que nadie, incluidos los filmes de Sidney Lumet, Mike Nichols, Stuart Rosenberg, Roger Corman, Robert Aldrich, Ralph Nelson, Sam Peckinpah, Francis Ford Coppola, Sydney Pollack, John Huston, Arthur Penn, Alfred Hitchcock, programados en todas las salas de cine del país.  

Evoco todo esto porque los interflujos culturales no son marginales a las relaciones entre los dos países. Pensar esas relaciones, en términos políticos, solo como la esgrima entre los dos gobiernos, es un ejemplo de manual sobre los déficits culturales que afectan la comprensión de lo político entre nosotros. Esa visión diplocéntrica de las relaciones con EE. UU., frecuente no solo entre nuestros cuadros, sino además entre varios intelectuales, y que incluye, por cierto, a algunos que las estudian o las asesoran por cuenta propia, se extiende en medios establecidos y en redes sociales.  

El plano cultural y social de esas relaciones al que me refiero no se reduce al flujo de visitantes llamado people to people. Pero si nos detuviéramos en los grupos que llegan bajo esa licencia general, veríamos que se trata no solo de simples ciudadanos, sino también de profesionales, directivos de empresas, gobiernos locales, abogados de firmas importantes, además de estudiantes, buscadores de talentos, pequeños empresarios, agentes publicitarios, artistas. Un conjunto de americanos que nada tiene que ver con el comunismo, y al mismo tiempo muy motivado por ver con sus propios ojos la realidad de esta isla prohibida. 

Concebirlos como un contingente de turistas atraídos por la belleza inefable de nuestras playas y puestas sol, el son y los mojitos, cargados de dólares y apasionados por recorrer el malecón en un Cadillac convertible rosado pasa por alto la principal conexión cultural que nos une, o sea, compartir una historia común. Esa historia, por cierto, incluye los últimos sesenta años. Si para muchos de ellos fuera como visitar el Parque Jurásico del socialismo, para nosotros es la oportunidad para otra política, culturalmente hablando. Conseguir que exista otra política requeriría que los encargados de atenderlos como si fueran simples visitantes o clientes pudieran alguna vez interesarse en averiguar quiénes rayos son.

Por otra parte, la dinámica social y cultural de nuestros encuentros cercanos involucra a agencias diversas. Entre estas, empresas, medios de comunicación, universidades, centros de investigación y desarrollo, del arte y el entretenimiento, el deporte, las iglesias, y otros actores sociales. Como ejemplo de su peso específico en las relaciones, por ejemplo, durante el corto verano de Obama, solo las instituciones y agencias artísticas representaron 40 % de todos los acuerdos alcanzados. Una buena medida de comunicación e interés mutuo, entendimiento y cooperación, que no ha pasado por acuerdos entre gobiernos. 

En su mayoría, los intercambios en todos esos sectores surgieron de iniciativas del lado de allá. El lado nuestro se limitó a responder, de modo mejor o peor. Si aquel interregno esperanzador tuvo lugar en el ocaso de la Administración Obama, difícilmente ese patrón reactivo haya cambiado.

¿Cuáles son las causas de ese desbalance? La primera es que nuestra política hacia EE. UU., por lo general, ha llevado las piezas negras, con maestros ajedrecistas que han sabido jugar muy bien, por cierto, esa defensa siciliana. La segunda es que, en vez de jugar, la mayoría de nuestras instituciones suele ponerse a la defensiva ante cualquier acción del lado de EE. UU., más que ante cualquier otro país. Cualquier cosa que venga de allá, no importa si está lejos de su Gobierno, desencadena un protocolo complicado. La tercera —ahora mismo la peor: la idea de que mientras EE. UU. no emita señales de cambio claras y distintas, lo mejor es estarse quieto; como si fuera poco realista generar iniciativas de este lado mientras el sol de la normalización no brille a punto de mediodía. 

La actitud de espera, poniéndole velas al candidato menos malo, parece ignorar que el interflujo entre instituciones y personas de ambos lados contribuye de forma decisiva a activar tendencias que inciden en la reconfiguración del contexto político, tanto allá como aquí y, por consiguiente, fomentan el acercamiento. 

Tengo el recuerdo de una discusión en un grupo muy selecto de especialistas sobre EE. UU. a principios de los 90, cuando un compañero de vasta experiencia argumentaba que “solo debemos presentar batalla cuando la correlación de fuerzas nos favorezca”. El cambio de esa mentalidad hacia una actitud proactiva implica una visión social, cultural y política menos estrecha o puramente refleja. De manera que imaginar las relaciones y sus perspectivas no se limite a diagnosticar la micropolítica en Washington o Miami, registrar las últimas encuestas, o el perfil psicológico del próximo presidente y sus secretas intenciones hacia Cuba. Una visión integral y más amplia podría contribuir a entender de otra manera la circunstancia entre los dos lados, y a facilitar acciones al margen de la diplomacia entre los gobiernos, aparentemente congeladas.  

Paradójicamente, los códigos comunes entre las respectivas culturas y sociedades, nacidos de la historia y la vecindad geográfica, nos dan a estadounidenses y cubanos una ventaja comparativa para entendernos, mucho mayor, digamos, que las existentes con Vietnam, Sudáfrica, Ucrania, Arabia Saudita, Japón, y otros con los que la política de EE. UU. se lleva bien. Esas mismas afinidades deberían propiciarnos la identificación de interlocutores y la gestión de asociaciones. 

Resulta poco práctico trazarse metas a priori ni unilateralmente, sin haber entrado en  contacto, y disponerse a trabajar por despejar la ignorancia prevaleciente aquí y allá sobre el otro. Ahí hay un problema de cultura, no simplemente ideológico o político. Como me comentaba un profesor de estrategia chino una vez: “Las dos terceras partes del camino consisten en que ellos (los americanos) nos entiendan a nosotros. Somos nosotros los encargados de explicárselo”. No de convencerlos de nuestras ideas, para lograr que las compartan, naturalmente. Apenas que nos entiendan. ¿No es eso lo que significa la cultura? 

En cuanto a la legítima y razonable preocupación de seguridad nacional, habría que reconocer las condiciones diferentes en que operan hoy esas relaciones y, en particular, la estrecha comunicación que nos liga. En la era de la inteligencia artificial, las redes sociales, la migración circular, el control sobre todo lo que vuela requiere otros métodos. Y quizá no consista en intentar controlarlo todo. No resulta eficaz, produce trabas que nos limitan en lo mismo que queremos alcanzar.

Proteger la cultura nacional no es tenerla en un preservativo, porque ni la ideología ni la cultura admiten condones —suponiendo que tuviera algún sentido usarlos para evitar ciertas amenazas percibidas. 

Acostumbro a decir a mis estudiantes que el principal desafío eventual en nuestras relaciones con EE. UU. (y con el mundo) sería que una noche, inesperadamente, se levantara el bloqueo y se impusiera una verdadera normalización. Porque nunca hemos tenido que lidiar con ese escenario. 

Luego del jolgorio inicial por el izaje de la bandera de EE. UU. en la hasta entonces Oficina de Intereses y la visita del presidente Obama, los efectos de un eventual tsunami americano preocuparon a algunos arriba y también a muchos abajo. En 2016, más de un millón de visitantes del Norte invadieron las calles de La Habana y otras ciudades. De pronto, tuvimos una especie de flash anticipado de lo que vendría cuando nos levantaran el bloqueo. 

Como recomendaba Sun Tzu, lo primero para proteger el interés nacional es caminar con los ojos muy abiertos sobre lo que tenemos alrededor, cerca de nosotros, y en nuestra propia gente. Algunos se preocupan, no sin razón, por la impregnación de la globalización cultural entre nosotros, con sus elementos alienantes, caracterizados como manipulaciones ajenas a los valores más auténticos de nuestra identidad. Aunque comparto hasta cierto punto la preocupación, no hay que olvidar, al mismo tiempo, que lo propio y lo ajeno no están tan delineados como solían estarlo, así como no lo están afuera y adentro.

Antes mencioné una lista de realizadores estadounidenses que pudimos ver en las salas de cines durante el Quinquenio gris. Hace poco, gracias a un amigo investigador, pude revisar el catálogo de películas exhibidas en nuestros canales de TV entre 2020 y 2022. 

Solo en ese último año, se pusieron 3 308 filmes, de los cuales 1842 fueron de EE. UU.; o sea, 55,68 % de todo el cine que vieron los telespectadores. El análisis de esa programación, seguramente explicable con argumentos de copyright, etc., conllevaría un examen tomando en cuenta géneros, autores, fechas y calidad de las películas. En todo caso, durante esos tres años, los cubanos vimos, solo en la TV estatal, 5 628 películas de cine estadounidense. Aunque ha habido un progreso en términos de balance, pues en 2021 el cine de ese país había alcanzado 70 %, y en 2020, 77 % de toda la programación. 

Claro que esta altísima concentración de cine de EE. UU., en comparación con los años 60, no es una peculiaridad cubana; y que al mismo tiempo sería deseable una diversidad audiovisual, sobre todo en la TV estatal, que equilibrara el consumo personalizado ofrecido por innumerables servicios que venden con licencia todo tipo de series y productos audiovisuales, y otros suministradores, como El paquete, La mochila, etc. Mientras algún investigador se anima a ese estudio, y otros podrían hacer lo mismo con la música, los accesos a sitios en internet, etc., resulta obvio que si el tsunami norteamericano no ha ocurrido, esa marea que alcanza nuestros tobillos ya forma parte de la realidad cubana de hoy.

Todavía vivos los ecos del evento de jazz más prestigioso y antiguo de Cuba, donde se reunieron otra vez músicos de varios países, la presencia de un número mayor de músicos de EE. UU. que en el cuatrienio gris de Trump podría ilustrar lo que apuntaba acerca de corrientes paralelas que no cesan entre ambos lados. Darles la atención que merecen, para facilitarlas y expandirlas como puentes de entendimiento y colaboración es el reto más inminente. Para hacerlo no hay que esperar a que “la correlación de fuerzas nos favorezca” o a que el dios de la concordia entre por una ventana en su batimóvil. 

En vez de desgastarse en fútiles vaticinios, pesimistas u optimistas, habría que hacerle caso a aquel aforismo del filósofo Chuck Berry: “You never can tell”.

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