Brechas de silencio

En esencia, mi padre y yo queríamos lo mismo: un mundo más justo. Pero no sabíamos dialogar.

Ayer, 10 de diciembre, mientras organizaba las notas sobre los convulsos días precedentes (MSI, 27N) caí en cuenta de que José María Rigoberto Fleites Santana, mi padre, cumpliría ciento cinco años.

Él fue comunista. En su juventud militó en el Partido Socialista Popular (PSP), nombre que adoptó la agrupación de los marxistas cubanos a partir de 1944 para participar, desde la legalidad, en las contiendas parlamentarias.

Como la mayoría de sus compañeros, era idealista, abnegado y devoto. Sé que ese último adjetivo no lo hubiera hecho feliz, pero su militancia, basada en la fe ciega en la infalibilidad de los líderes del comunismo mundial, lo emparentaba con los cristianos primitivos. El dogmatismo traspasa las fronteras ideológicas, y es una peligrosa arma de dominación de las conciencias.  

Los cristianos creían que, con sus sacrificios y buenas obras, ganarían el reino de los cielos; mi padre y sus amigos pensaban que el paraíso, de existir, estaría en la tierra, en un mundo armónico, sin explotadores ni explotados, y que había que conquistarlo, a sangre y fuego, mediante la lucha de clases.

Como fue un hombre honrado, solo me dejó en herencia cosas de muchísimo valor: la necesidad de la poesía, la pasión por los libros y una clara percepción del bien. Nos quisimos como es de rigor: de un modo turbulento. Creo que al final de la calzada tanto él como yo resentimos algunas brechas de silencio en que ambos cavamos; por empecinados, por viscerales. Tal vez pensáramos —¡qué ilusión!— que ya tendríamos tiempo de pasar la goma gruesa del cariño por los renglones que se fueron torciendo.

Discutimos sobre todo y no siempre de la mejor forma. Él me ganaba en la perspectiva histórica, yo le ganaba —o eso quiero creer— en la percepción del presente, aquel presente. Uno de sus argumentos más socorridos era que dirimir a pecho abierto las insuficiencias sociales les daba armas a nuestros enemigos. Eran los tiempos de la Guerra Fría, de la polarización extrema.

Mi punto se basaba en que asumir los errores constituye el primer paso para subsanarlos; que negar (por molesta) la realidad nos emparentaba con los idealistas subjetivos, para quienes solo existe lo que imaginamos. La entereza necesaria para responsabilizarse con los yerros, pensaba entonces y ahora, fortalece, más que debilita. La dialéctica, le decía, no es una herramienta para uso discrecional, sino una forma de aprehensión del mundo. Todo cambia, y hay que cambiar al ritmo de los cambios.

En esencia, mi padre y yo queríamos lo mismo: un mundo más justo. Pero no sabíamos dialogar. Cada uno se empeñaba en elaborar una respuesta sin haber atendido del todo los argumentos del otro. Como nos amábamos, no llegábamos a agarrarnos de las greñas, pero las descalificaciones y los adjetivos altisonantes eran frecuentes entre nosotros. Compartimos muchos años en la misma casa, de la que él era el dueño, pero nunca se le ocurrió que, por nuestras diferencias, debía marcharme.

¿Quién fija los límites de la Revolución?, le preguntaba. ¿Quién corre los lindes de lo políticamente pertinente? ¿Cómo puede defenderse el inmovilismo desde posiciones revolucionarias? Particularmente se exaltaba cuando le decía que unidad no es sinónimo de unanimidad, que el consenso forzosamente debe asumir a su contrario, el disenso. En fin, que la discusión no podía plantearse en términos binarios: Stalin o Hitler. Ni Stalin ni Hitler, le argumentaba: no hay campos de concentración buenos y campos de concentración malos, exterminios masivos buenos y exterminios masivos malos, injerencia en los asuntos internos de otros países buenas e injerencia en los asuntos internos de otros países malas, linchamientos físicos o mediáticos buenos y linchamientos físicos o mediáticos malos…

Identificábamos al imperialismo como nuestro enemigo común, pero teníamos posiciones antagónicas sobre, pongamos por caso, la invasión soviética a Checoslovaquia o las UMAP, que él encajaba como daños colaterales, gajes de la lucha sin cuartel en la conquista del futuro.

Mi posición era la de parte de mi generación, que confundió disciplina partidista con docilidad ideológica. Hablamos mucho de estos temas, pero hicimos poco. Ese poco fue mal interpretado, y por ello tuvimos que enfrentar un largo rosario de incomprensiones, suspicacias y descalificaciones dictadas desde las cómodas trincheras de quienes detentaban el poder.

Cambios

¿Alguien puede dudar de que la sociedad cubana es distinta a la de dos décadas atrás? Pienso que, en términos generales, hemos ganado en percepción y aceptación de la diversidad, que somos más sensibles a temáticas como la protección de las mujeres ante la violencia, el racismo, el bullying, el maltrato a los animales, la depredación de la naturaleza y las malas prácticas administrativas en todos los niveles.

En la situación actual del país, es más fácil relacionar con la teoría de la conspiración la desaparición simultánea del ajo en los mercados y la aparición del tomate a 60 pesos la libra que la congregación espontánea de un grupo de jóvenes artistas ante el Ministerio de Cultura.

El desabastecimiento es nuestro principal problema político. En términos pedestres, la ecuación se puede plantear así: el Estado topa los precios, el vendedor vulnera esa disposición, que considera injusta, nosotros denunciamos al vendedor y nos quedamos sin adquirir ese producto tan necesario o lo compramos, resignados, de acuerdo con la profundidad de nuestros bolsillos, y seguimos, mascullando, hacia los otros obstáculos que nos impone la cotidianidad y su economía sumergida.

Más allá del consignismo y del atrincheramiento de ambas partes, deben abrirse múltiples canales de comunicación, donde emisores y receptores alternen sus roles constantemente, en la búsqueda de soluciones pacíficas y consensuadas, viables y ágiles.

¿Quiénes necesitan la crítica? Los que, como servidores públicos, quieren mejorar su gestión. ¿Quiénes rechazan la crítica? Los que se aferran a su zona de confort y se rodean de aduladores temerosos, de aquellos contra los cuales nos alertó Felix Varela:

 “Los que ya otra vez he llamado traficantes de patriotismo tienen tanta práctica en expender su mercancía, que por más defectuosa que sea, consiguen su venta con gran ganancia, porque siempre hay compradores incautos. La venta se hace siempre por empleos o por dinero (…) Es cierto que algunas veces sólo se aspira a la opinión, mas es por lo que ella puede producir; pues tal especie de gente no aprecia sino lo que da autoridad, o dinero. Hay muchos signos para conocer a estos traficantes. Se observa a un hombre que siempre habla de patriotismo, y para quien nadie es patriota, o solamente lo son los de cierta clase, cierto partido. Recelemos de él, pues nadie afecta más fidelidad, ni habla más contra los robos que los ladrones. Si promete sin venir al caso derramar su sangre por la Patria, es más que probable que en ofreciéndose no sacrificará ni un cabello. (…) Para conseguir su venta con más ventaja suelen hacer algunos sacrificios, y distinguirse por algunas acciones verdaderamente patrióticas; pero muy pronto van por la paga, y procuran que ésta sea cuantiosa, y valga más que el bien que han hecho a la Patria. Ellos emprenden una especulación política lo mismo que una especulación mercantil; arriesgan cierta cantidad para sacar toda la ganancia posible. Nada hay en ellos de verdadero patriotismo; y si el enemigo de la Patria les paga mejor, le servirán gustosos, y si pueden recibirán de ambas partes”.1

Ser antidogmático significa pasarlo todo por el filtro de la razón, no aceptar “verdades” establecidas a priori e inamovibles. La relación entre gobernantes y gobernados siempre va a ser conflictiva, es su naturaleza. De todos depende hallar espacios no viciados por la sospecha para la realización individual, y no me refiero exclusivamente al campo de la creación artística. La nación la formamos un conjunto de individualidades, y todos merecemos las mismas consideraciones, tenemos los mismos derechos y las mismas obligaciones.

Mi padre y yo hubiéramos podido hallar más puntos de encuentro; armar una convivencia que nos enriqueciera mutuamente. Pero nos ganó la terca intolerancia.

Notas

  1. Varela, Félix. “Máscaras políticas”, en Escritos políticos, Editorial Ciencias Sociales, La Habana, 1977, pp. 107-109.
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