“Cómo pueden producir tanto”

Foto: Kaloian Santos Cabrera

Foto: Kaloian Santos Cabrera

A fines de 2005 tuve la oportunidad de guiar al gran dramaturgo cubano Abelardo Estorino en algunos paseos por Guadalajara. Él, junto al escritor Reinaldo Montero y al crítico teatral Omar Valiño, asistían a la Feria Internacional del Libro, y yo había permanecido durante varios meses impartiendo clases en la Universidad. Acompañar a un amigo cubano en esas circunstancias implica siempre mostrarle algunos lugares de interés turístico, histórico, cultural, e, inevitablemente, llevarlo de compras. Me atrevo a afirmar que en el bolsillo de cualquier cubano que viaje a otro país jamás ha faltado ese documento que, al menos en casa, llamamos “la lista de compras”.

Han pasado más de diez años desde aquel recorrido, y cada vez que salgo por algunas de las escalinatas de acceso al mercado de San Juan de Dios, en Guadalajara, pienso en Estorino. El mercado ocupa un edificio de tres o cuatro manzanas y tres pisos, donde se aglomeran miles de puestecitos en los que se puede obtener cualquier objeto que pueda imaginarse (y no exagero), dando por descontado la dudosa u oscura procedencia de la mercancía, precios un pocos más bajos que los de las tiendas formales y, si se tiene suerte, buena calidad.

Por si todo esto no fuera suficiente, en las calles que rodean San Juan de Dios se juntan a lo largo de varias cuadras, pared con pared, ferreterías, zapaterías, tiendas de ropa femenina, masculina, para niños, para bodas, para quinceañeras, de sombreros, de celulares y tabletas, de objetos para cazar, de piel auténtica o sintética… Y todo ello a la vista, voceado, ofrecido a los cinco sentidos de quien se asoma a aquel espectáculo que hereda también las maneras del denso barroco mexicano.

Estorino salió del mercado, se quedó por unos segundos mirando, alelado, y dijo para sí, más que para quienes lo acompañábamos: “Cómo pueden producir tanto”. Su admiración contenía una pregunta, una autocrítica nacional: “¿Cómo somos incapaces de producir de esta manera?”

Así como las listas de compras existen en variantes infinitas, también son incontables las anécdotas de los cubanos comprando en otros países. De las muchas que he oído, una me encanta: un importante profesor o científico asistía a un congreso en una ciudad europea, donde era tratado a cuerpo de rey, es decir, a la medida de su rango académico. Al segundo día, preguntó a uno de los organizadores dónde comprar un televisor. “¿Su habitación en el hotel no tiene televisor?”, se asombró su acompañante. “Sí, claro que lo tiene”. “Si está descompuesto, vamos a pedir ahora mismo que lo cambien”, dijo el guía, quien, al darse cuenta del sentido de la pregunta, aún le costó comprender por qué había que viajar miles de kilómetros con un televisor cuando es mucho más fácil obtenerlo en la esquina de tu casa.

Durante muchos años, quienes hemos tenido la oportunidad de viajar fuera de la Isla hemos cargado en nuestro equipaje desde artículos de primera necesidad (jabones, papel sanitario, pañales para adultos…) hasta la pieza específica que necesita un auto o una lavadora. Yo detesto las tiendas, el tiempo perdido en ver vidrieras, confrontar precios, cargar bolsas enormes que irán llenando los metros cuadrados de una habitación de hotel. En varias ocasiones he declarado que en ese viaje me despojaré de tensiones y no llevaré anotado absolutamente nada que implique comprar. Es inútil, porque siempre, a la alegría del regreso se suma la de ver la felicidad y la tranquilidad de mis familiares y amigos ante eso que llevaban meses, quizás años esperando, buscando infructuosamente en el deprimido y carísimo mercado nacional.

A veces se carga en la maleta algo que existe en una TRD, pero que allá, donde quiera, es más bonito, más duradero y, sin dudas, mucho más barato. Y hay escalas. La más apremiante es la de esos artículos de primera necesidad que pueden esfumarse de todas las tiendas cubanas a la vez. Pero también hay otra dimensión que tiene que ver con el buen gusto, con la belleza, con la diversidad. Vivir en un entorno aceptable no solo para el cuerpo sino además para el espíritu es una aspiración que hoy mismo escapa del horizonte de muchos, ya sea por sus posibilidades económicas, ya porque no hay dónde elegir. Y satisfacer el espíritu es una necesidad vital.

Me quejo y, a la vez, me doy cuenta de que soy un privilegiado. Lo importante de aquella frase de Estorino que no puedo olvidar es el subtexto, no el texto.

Ya sabemos que la economía cubana ha sobrevivido durante más de cincuenta años con las dificultades impuestas por el bloqueo. No soy de los que ignora las consecuencias nefastas de esa hostilidad sostenida por intereses espurios, inhumanos. Pero sabemos que la improductividad cubana se debe también a muchas otras razones que no pueden achacarse a causas externas. La primera de ellas, quizás, es haber elegido un modelo de socialismo centralizado, vertical y autoritario que, a un tiempo que impuso límites al desarrollo de la creatividad, generó una expandida y poderosa burocracia que ha atenazado el desarrollo de las fuerzas productivas.

Durante varios años, una amiga se dedicó a hacer la relación de todo cuanto estaba prohibido en Cuba. Lo hacía como diversión, como exorcismo, como toma de conciencia del pequeñísimo espacio donde se movía nuestro albedrío. La respuesta a la improductividad, a la pobreza nacional, fue muchas veces limitarnos a todos, emparejar por abajo, impidiendo que unos tuvieran más que otros. Lo contradictorio es que ya no se trataba de despojar a los “burgueses vencidos” de lo que habían ganado mediante la explotación de sus semejantes, sino de acotar que quienes más y mejor trabajaran obtuvieran lo que podían merecer, con lo que, a su vez, se desestimulaba la productividad: ¿por qué esforzarme más si a la larga obtendré lo mismo?

La única prohibición necesaria (y que ya comienza a ser abolida) debió ser el derecho de explotar el trabajo de nuestros semejantes.

Tampoco soy economista, por lo que, dicho lo anterior, vuelvo al asunto que me importa: la relación de las personas con el modo en que deben solucionar algo más que sus necesidades fundamentales, básicas.

La pregunta de Estorino puede ser respondida de varias maneras. Pueden producir tanto porque lo hacen mediante la explotación despiadada de unos sobre otros, porque están inmersos en una espiral donde ganar todo el dinero posible se convierte de un asunto de sobrevivencia, en una forma de vida.

Para nosotros, en cambio, lo que es un asunto de sobrevivencia es la improductividad. Eso que he llamado “pobreza nacional” es una sustancia corrosiva que se expande por todo el territorio del archipiélago que habitamos y durante un tiempo demasiado largo. Por muchos años, la humidad compartida fue una forma de sacrificio que creímos necesaria para alcanzar aquel futuro que se esfumó delante de nuestras narices. Desaparecido aquello que se ofrecía como futuro, resulta mucho más difícil aceptarla no solo en el presente sino también en la imagen de lo que fuimos antes.

La pobreza nacional provoca una angustia, una desesperación por tener, por comprar, que llevamos ya metida en los huesos, y que no nos permite sentirnos mejores, querernos más. No sé cuánto tiempo llevará quitarnos de encima esa costra, pero sí estoy convencido que ella nos hace más frágiles a la hora de enfrentar este futuro que se nos viene encima.

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