“El diablo no tiene la razón, pero…”

Foto: Claudio Peláez Sordo

Foto: Claudio Peláez Sordo

Durante los años en que trabajé junto a él, Roberto Fernández Retamar me enseñó una máxima que siempre trato de cumplir: “El diablo no tiene la razón, pero tiene razones que vale la pena escuchar”. “Escuchar”, en este caso, parecería un antónimo de descalificar: enfrentados al diablo, es más cómodo señalarlo con el dedo admonitorio que sentarnos frente a él para atender lo que tenga que decir, aun en contra nuestra, y después, sabia, selectivamente, aprovecharlo.

En el campo político cubano (o que se mueve en torno a este archipiélago), la descalificación se prefiere, con mucho, a la atención, y hay dos palabras que funcionan como talismanes que sacan de inmediato al adversario del juego.

Para cierta zona radical de la derecha, esa palabra es “oficialista”. Basta con endilgarle el adjetivo a cualquiera que defienda ideas de izquierda, sobre todo si es un intelectual, para que toda su obra, todo su pensamiento, quede en entredicho. No importa que esa persona haya hecho aportes sustanciales al conocimiento de Cuba, de su historia, a sus procesos culturales. Si es “oficialista”, se deberían tomar todos sus libros, todas las páginas de las publicaciones periódicas donde colabore, y colocarlas en ese index aberrante. De acuerdo con tal modo de descalificar, oficialistas son el mismo Roberto Fernández Retamar, Ambrosio Fornet, Graziella Pogolotti, Fernando Martínez Heredia, por solo citar cuatro a quienes mucho debo, y que han prodigado saberes y enseñanzas durante décadas. A la lista pueden añadirse pintores, músicos, cineastas, dramaturgos, bailarines… Lo más nocivo de ese modo de sacar del juego al oponente es que no se apela a ideas (que sería lo natural) sino a la manera como se relacionan con las instituciones o el gobierno cubanos. Esta categoría puede tener, incluso, diferentes grados: algunos son “pro-oficialistas”, es decir, simpatizan con lo que llaman “el régimen” pero no pertenecen a sus estructuras.

Puedo suponer que esa “zona radical de la derecha”, colocada en las antípodas del gobierno cubano, no solo querría tomar el poder en Cuba, sino que una vez en él establecería otro “oficialismo”: un orden ideológico y cultural tan o más excluyente que el que hemos conocido hasta hoy.

La otra palabra es “contrarrevolucionario”. El modo de emplearla es muy similar (ya sabemos cómo se tocan los extremos). Se aplica con mesura en textos públicos, donde se suelen calificar así solo quienes pertenecen a esa oposición declarada u organizada al gobierno. Pero es muy peligrosa cuando se desliza en rumores, se deja caer en reuniones, a veces tan solo a manera de gesto, de broma pesada, para sacar del juego a quienes tienen (y expresan públicamente) opiniones que no se acoplan milímetro a milímetro con los preceptos o, peor aún, con los intereses de algún dirigente de mayor o menor categoría.

Puede ocurrir que, la descalificación se ejerza desde el espacio público y bajo la innoble máscara del pseudónimo. Una o varias personas, con la anuencia de los que detentan el poder en órganos de prensa, protegen sus nombres propios a la vez que prodigan adjetivos a quienes han escogido como enemigos políticos. De nuevo los extremos coinciden: algo similar ocurre en las publicaciones de la oposición.

Los que operan desde la descalificación por una u otra vía cometen una doble irresponsabilidad: la que implica no contar con el criterio del otro, y la de establecer, impune e inescrupulosamente, una imagen distorsionada del otro.

La descalificación lleva a la exclusión: a los estigmatizados se les limitan, de inmediato, las posibilidades de participar en proyectos de distinta índole. Nadie explica por qué no son convocados o consultados para trabajos relacionados con su especialidad. Una densa sombra de silencio se cierne sobre ellos.

En ocasiones, una misma persona, casi en el mismo momento, ha sido acusada de oficialista y de contrarrevolucionario, lo que viene a demostrar la enorme polaridad de nuestro campo político, y la excesiva intolerancia de ambos extremos. Ambas palabras, mal usadas, maltratadas, han ido perdiendo valor, eficacia. Lo revelador, más que saber si alguien es oficialista o contrarrevolucionario, es conocer quién se escuda en esos adjetivos para abrir trincheras que no son precisamente de ideas, porque se utilizan para sepultar el debate de ideas.

El uso de las palabras varía con los años. En una escena de la película Memorias del subdesarrollo, Elena (Daysi Granados) pregunta a Sergio (Corrieri): “Y tú eres… ¿revolucionario?”. Él se ríe: “No”, responde, “Pero aquí estoy bien”. Sergio detesta cada vez más a la esposa y a su amigo Pablo, que han marchado a los Estados Unidos, pero se sabe incapaz de integrarse a la Revolución, de ser revolucionario. Sergio, el no-revolucionario, sin embargo existió, existe, y es el protagonista de la película más vital del cine cubano: una obra que trata sobre ese “otro” cuya mirada ha sido imprescindible para conocernos un poco mejor.

Cuando Elena pregunta a Sergio, ser revolucionario implicaba participar en un proceso de cambios radicales en pos de la soberanía nacional, y con y para los humildes. El personaje de la película (y de la novela de Edmundo Desnoes de la cual parte) no es un contrarrevolucionario, es decir, no estaba contra el nuevo orden establecido. En los 60, para todos era más fácil definir la Revolución, sus límites, sus oposiciones.

En el 2002, en la película Lista de espera, Jacqueline (Thaimy Alvariño) propone a sus compañeros de infortunio transformar la terminal de ómnibus, el espacio donde la realidad los ha obligado a vivir durante muchos más días de los previstos. Durante la puesta en escena, cuando todos los personajes van en busca de útiles de limpieza y pinturas, uno de los actores improvisó un bocadillo: “Si van a cambiar esto, cuenten conmigo”. Juan Carlos Tabío, director y coguionista de la película, conoce muy bien su país. Llamó aparte al actor y le pidió que grabara otra frase para, si fuera necesario, sustituir la anterior. Y fue necesario. La autoridad cinematográfica que vio la primera copia de Lista de espera saltó de su asiento al escuchar “cambio”, aun referida a aquel microcosmos.

En poco más de tres décadas, esa había pasado de un extremo al otro de la permisibilidad política. Quizás en 2016 aquel mismo directivo hubiese aplaudido la voluntad del personaje de Lista… para participar en las transformaciones que su realidad necesita.

Transcurridos varios años del final de la Revolución Mexicana, asentado el PRI en el poder, se estampó una frase que recuerdo con frecuencia: aquella fue “la Revolución que se convirtió en gobierno”.

El “oficialista” Ambrosio Fornet nos ha advertido recientemente “Preguntémonos si el socialismo ‘eficiente y sostenible’ al que aspiramos no debe ser también cada vez más democrático y participativo… Una vez desaparecida la dirigencia histórica del país, ¿tendrán los nuevos gobernantes la autoridad moral necesaria para suscitar de antemano el consenso de la mayoría, como ha ocurrido hasta ahora?”

Un gobierno que se considere de izquierda debería estar en manos de revolucionarios, para lo que, ante todo, sería imprescindible redefinir, en el aquí y ahora de Cuba, qué es ser revolucionario. Y esos revolucionarios tendrían que saber que las ideas, los principios, las necesidades de una nación siempre están por encima de los intereses de los individuos, y son variables, como son los contextos en que se realizan.

La autoridad moral que necesitan ya los nuevos dirigentes no se adquiere por decreto, ni ejerciendo y exigiendo obediencia ciega. Y si los dirigentes son en verdad revolucionarios, tendrían que abrir el camino para ese socialismo participativo y democrático al que jamás nos hemos acercado.

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