“Estamos en 2016”

Foto: BBC Mundo / Archivo.

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Mi vecino y amigo Arístides, que no quiere pensar durante el mes de agosto (y de paso, me ha prohibido hacerlo a mí y a Lucía, su esposa, y quizás también a sus hijos, Omar y Sahily), sufre con las Olimpiadas. No piensa, pero sufre, y me lo contagia cuando voy a tomarle el café de la tarde a Mercedes, su suegra.

Hace algunos meses, Arístides y Lucía heredaron un apartamento en Centro Habana y decidieron que Omar residiera allí. Desde entonces, el muchacho (que ya pasa de los 30, pero tanto para sus padres como para nosotros mismos sigue siendo un adolescente) viene cada domingo a almorzar con su familia y a cargar lo que se compra por la libreta de abastecimiento. Ya sabemos que no es mucho, pero tampoco hay que estar renunciando a esas libras de arroz y de azúcar que son más que suficientes para que pase el mes, o a los frijolitos negros, de cáscara dura, e incluso a los fósforos, porque Omar, como su madre, fuma a toda hora.

Antes, mi amigo se cercioró de que lo que hacían era absolutamente legal: la ley ampara que ellos dejen que un hijo viva en el apartamento cuya propiedad poseen. Lo primero que Arístides pidió a Omar fue que actualizara su carné de identidad con la nueva dirección, que se inscribiera en el registro de direcciones de su edificio, que se presentara ante el CDR… Todo en orden, como debe ser.

En estos días, Omar propuso a su padre abrir un nuevo núcleo en el apartamento heredado: es decir, tener su propia libreta de abastecimiento. Arístides le dio el visto bueno a la idea, que interpretó incluso como un acto de madurez de su hijo.

Omar llamó a la OFICODA correspondiente y lo que le informaron no convenció a su padre. “Tiene que haber oído mal”, me dijo Arístides esa tarde, mientras en la pantalla del televisor veíamos caer una pelota tras otra en la cancha del equipo cubano de voleibol de sala. “A la burocracia hay que entenderla, y saberla tratar”, insistió, sabio a su edad.

El miércoles, muy temprano, fueron los tres, Arístides, Omar y Lucía, a la OFICODA correspondiente en Centro Habana. Mi vecino fue armado con un libro para soportar la larga cola que preveía. Solo dos personas llegaron antes que ellos. La gestión duró segundos: “El jefe de núcleo tiene que ser uno de los propietarios de la vivienda”, dijo la empleada que los atendió. Arístides se negaba a comprender. “Es nuestro hijo”, repetía, no sé por qué. Desde otra mesa, una joven que ya no tenía a nadie que atender le dio el consuelo, la trampita: “Al mes usted puede volver a trasladarse para su lugar de origen, y dejar a su hijo como jefe de núcleo”.

Lucía logró convencerlo de que se diera de baja en Cojímar. Usó los mismos argumentos de Arístides: “A la burocracia hay que cogerle la vuelta. No puedes irle de frente, porque te escachas”.

El miércoles eran pocos los cubanos que competían, y Arístides fue, caminando, hasta la Villa Panamericana, donde está la OFICODA que nos corresponde. Llegó a las 8 y 15 y estaba abierta y vacía. La señora que ocupaba el primer buró lo invitó a sentarse y le dio los buenos días. Los augurios no podían ser mejores. “Vengo a darme baja de la libreta de abastecimientos”, dijo, contundente, seguro de sí mismo. “¿Y para dónde se va a trasladar?”, preguntó la empleada.

Amenazaba lluvia y crucé hasta su casa más temprano que otras veces. Mientras un médico revisaba la herida abierta en la ceja del boxeador Yosbani Veitía, Arístides me dijo que podía haber dicho que no se iba a ninguna parte. “Debo tener el derecho de no estar en ningún núcleo, ¿no?” Le conté que un amigo vivió once años sin libreta de abastecimiento. Mi amigo creyó que exageraba. “¿En qué época fue eso?” “Del 75 al 86, más o menos”, precisé. “¿Y cómo pudo? Porque en esos años…” “Pudo. Está vivito y coleando.”

Arístides, todavía confiado, dijo la zona para donde iba. “A ver, deme el carné de identidad”. La señora examinó el documento. “Tiene que trasladarse. Lo primero es cambiar de dirección. Y Centro Habana es un municipio congelado. Hay que ver si le permiten el traslado.”

Mientras caminaba de regreso a Cojímar, Arístides se fue imaginando los trámites que estaría obligado a cumplir: ir a la oficina del carné de identidad de Centro Habana para cambiar su residencia; regresar, primero, a la OFICODA de la Villa Panamericana, y luego a la que queda solo a unas cuadras del apartamento donde vive su hijo, para crear el nuevo núcleo, la célula a partir de la cual su familia se irá expandiendo. Y luego, pasado un mes, hacer todo el recorrido a la inversa, con el añadido de que, al volver a asentarse en Cojímar, tendría que llevar a Mercedes, su suegra, hasta la oficina del carné de identidad del municipio Habana del Este, que radica en Alamar, para que autorizara su reingreso. De solo pensarlo, el agotamiento le engarrotaba las piernas, le embotaba el cerebro.

Y en ese punto recordó la licencia de conducción. Arístides no tiene carro, pero cuando trabaja suele manejar un Lada destartalado, propiedad de su empresa. “¿Qué pasa si un policía me para y ve direcciones diferentes en el carné y en la licencia?”, me consultó esa tarde de miércoles. “Nada bueno”, respondí.

Las corredoras cubanas de los 800 metros no habían pasado de la primera ronde y a mi vecino le dio por ponerse filosófico.

“La burocracia”, le digo. Por la manera como me mira percibo que le está dando un ataque de lucidez. “Ponme esa palabrita, burocracia, en la lista de las que se usan para todo y ya no dicen nada. ¿Tú sabes qué?, dentro de esas dos oficinas me sentí en los años 80. Estamos en 2016. El mundo cambió, Cuba cambió, y va a cambiar mucho más todavía. Y en la OFICODA no se han enterado”.

Sobre la mesa de la sala había un periódico del día. Lo tomé en mis manos, le pasé la vista a los titulares, se lo puse encima de sus piernas. “Ya sé”, me dijo, pesaroso: “Si fuera en la OFICODA nada más… En este país hay mucha gente que no se ha enterado de que estamos en el siglo XXI.  Algunos piensan, y actúan, y hablan, y escriben como si estuviéramos en medio de los 70”. “Es verdad”, digo, pero él continúa su discurso: “Para bien y para mal, hace rato que estamos en el siglo XXI. ¿Martí no fue el que dijo que la rueda de la Historia no se podía detener?”, me pregunta. “No, Martí no dijo eso. Por lo menos, no de esa manera. Pero pudo haberlo dicho. Él sí sabía que esa rueda, que es enorme y pesadísima, no se puede detener nunca. Se le puede cambiar el rumbo”, comento. Se queda pensando: “Para eso se hacen las revoluciones”, y se concentra en el anuncio de los siguientes boxeadores que pelearán.

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