“Estamos en Cuba”

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

Cada vez que viajo a otro país, al regresar se pelean dentro de mí expectativas contradictorias. Una de ellas, por ejemplo, es la cercanía de la casa, saber que muy pronto estaré de nuevo con los míos, con lo mío. Otra, en el extremo opuesto, es la incertidumbre de lo que encontraré al atravesar los varios procesos que todo aeropuerto impone: migración, puesto médico, recogida del equipaje, aduana.

A decir verdad, alguno de esos trámites se han aligerado mucho en el aeropuerto “José Martí” de Rancho Boyeros. En ocasiones, en menos de media hora he transitado con fluidez de uno a otro paso, y he recibido la sorpresa de que mi equipaje haya llegado antes que yo a la estera donde debo recogerlo. A veces he creído que esa es ya la norma. Para quienes no conocen la terminal 3 debo describir esos dos espacios paralelos donde las maletas son recibidas. En cada uno, identificados como Este y Oeste, hay dos esteras. Un baño para mujeres y otro para hombres. En el Oeste, el salón VIP. Quizás alguna vez, ya no lo recuerdo, contaron con aire acondicionado.

El lunes pasado en la tarde llegué a La Habana en un vuelo de la línea COPA, procedente de Panamá. Todo fluyó de maravillas al pasar por emigración e, incluso, por el scanner que revisa a los pasajeros y sus equipajes de mano. Allí hay solo dos equipos y la cola crece, pero se avanza sin mayores tropiezos. Habíamos aterrizado a las 3:45 y ya a las 4, o antes, estábamos todos los pasajeros frente a la estera, esperando. En una de esas cintas pasaban los bultos de un vuelo anterior. La que nos correspondía a nosotros demoró en ponerse en marcha. Había varios niños, en especial una de meses que comenzó a protestar de la única manera que es posible hacerlo a esa edad: llorando.

Al fin nuestra estera comenzó a andar. Lentamente, fueron cayendo una, dos, tres, hasta cinco maletas. Y se detuvo. Esas pausas suelen suceder y los viajeros no tenemos más remedio que imaginar lo que ocurre. ¿Gastaron un viaje del avión a la terminal para trasladar solo cinco paquetes? ¿Habrán detectado un bulto sospechoso? Solo queda especular, suponer, porque del otro lado nada más tenemos voces ininteligibles, sonidos confusos, golpes.

La pausa se extendía y comenzaron los rumores: “Dicen que se rompió la estera”, gritó alguien que pasó a mi lado. Unos guatemaltecos que optaron, como yo, por sentarse en el borde de la cinta transportadora comenzaban a inquietarse. “Ay, mijo, vete acostumbrándote, que estamos en Cuba”, les aconsejó una muchacha, residente en Ecuador, que venía a visitar a su familia.

Eran más de las cinco de la tarde cuando la otra estera comenzó a moverse de nuevo. Corrimos hacia allá. Era previsible que nuestras maletas salieran sin pausas, apretadas unas contra otras. De nuevo, el lento desfile. Miramos las etiquetas de embarque: procedían de Lima y habían viajado en otra aerolínea.

El desconcierto, la indignación, fueron creciendo entre nosotros. Un señor con el uniforme que llevan los trabajadores del aeropuerto estaba junto a la mamá de la niña de meses, y parecía apenado. “¿Qué pasa?”, pregunté. “Es que nada más hay dos camiones y una sola estera para bajar el equipaje de los aviones”, me dijo. “Y estos locos a veces, cuando llega un avión, dejan el que están bajando y se van para el otro”. Los dos datos me parecieron posibles: la precariedad material y el desorden.

Durante la semana anterior, los periódicos cubanos tuvieron en sus portadas el arribo de los primeros vuelos comerciales procedentes de los Estados Unidos. “Por suerte, ninguno de ellos todavía con destino a La Habana”, pensé. “¿Qué pasará cuando lleguen a esta pista veinte, cincuenta, cien aviones más al día?”. “Y eso que esta es la cara de Cuba, lo primero que uno ve”, dijo otro señor que adornaba su cabeza con un sombrero de jipijapa.

La estera destinada al equipaje nuestro seguía paralizada.

Me acerqué a una puertecita que da acceso a la zona desde donde llegan los equipajes. Otro hombre uniformado salió. “¿Qué pasa con Panamá?”, volví a preguntar. “Sí, faltan todavía algunos bultos por bajar”. “No”, respondí, “bajaron cinco, y ahora están descargando los de otro vuelo. Mire”, señalé al salón, “los dueños de esas maletas todavía no han salido de migración”. Me puso mala cara: “Yo no tengo la culpa de eso”. “¿Y quién puede explicarnos?”, pedí. “Aquí no hay nadie para dar explicaciones”.

Ya solo me quedaba la catarsis. Seguir preguntando, molestando aunque ese gesto no moviera nada de lo que debía ser movido.

Vi otra señora uniformada, rubia y rellenita, que conversaba con un pasajero. “Es que no hay trabajadores suficientes”, explicó. “¿Y por qué sacan primero ese vuelo de Lima?” Sonrió, enigmática: “Eso sí no te lo puedo decir”, contestó como si guardara un secreto militar.

La niña de meses continuaba llorando. Las mujeres del vuelo se turnaban para ayudar a cargarla, a distraerla. Nadie le brindó a la mamá alguna de las sillas que se veían dentro de una oficina. Tampoco hay allí donde comprar una mínima botellita de agua con que calmar la sed.

Otra trabajadora del aeropuerto (quizás responsable de algo, por la autoridad con que hablaba) me aseguró que la culpa era de la aerolínea: “En Panamá montaron mal el equipaje. Pusieron la carga delante de las maletas. ¿Dónde anda la representante para que les explique?”. Me di cuenta entonces de que aquella otra que no podía decirme algo muy confidencial era la representante de COPA. Decidido a ser impertinente, fui donde ella permanecía, sentada también sobre la cinta, en un extremo, con cara de obstinación: “¿Que cargaron mal el avión?”. Su especialidad era esa media sonrisa misteriosa: “Es mentira. Esa señora no sabe dónde está parada”, respondió. Pensé enfrentarlas (en algo había que entretenerse), pero la otra señora ya no estaba a la vista.

Dos horas después del aterrizaje tuve la suerte de que mi maleta fuera de las primeras en caer sobre la estera. “Estoy en Cuba”, me dije al salir.

Me dolió y avergonzó escuchar la advertencia que la cubana que venía de visita hizo a los guatemaltecos. No se habla así del país donde se ha nacido. “Yo siempre digo que no voy a regresar nunca más, pero la sangre llama”, dijo ella misma más tarde, cuando el agotamiento se imponía en todos.

Al final, mi vergüenza y mi dolor habían alcanzado otra escala: la realidad le había dado a ella la razón. “Acostúmbrate a la ineficiencia y al maltrato o vete a vivir a otra parte”, podía aconsejar quien había optado por residir en Ecuador.

Hace poco un amigo me preguntó por qué escribía esta columna. Aquí le respondo: ni me acostumbro ni voy a dejar de vivir en Cuba.

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