“Hable en voz hospitalaria”

Comenzaré por el Museo Nacional de Bellas Artes, edificio de arte cubano, aunque esta vez no escribiré sobre la Bienal de La Habana. Son poco más de las 4 y media de la tarde de un sábado. Algunos visitantes vemos No Limits, el documental que acompaña la muestra de Alexandre Arrechea. De las salas de arte contemporáneo nos llegan oleadas de gritos. Por el tono, comprendemos que nada grave ha ocurrido. Simplemente se acerca la hora de cerrar el Museo. Quienes gritan son las empleadas, vigilantes de las salas. Es sábado, insisto, y afuera llueve. ¿Qué puede ser mejor que llegar a casa en lugar de estar de pie, entre cuadros o esculturas, mientras algunas decenas de visitantes se demoran observando pinceladas y rayitas? Una de ellas se acerca al grupo que ve el video: “Tenemos que apagar ya”, advierte, segundos antes de que comiencen los créditos. Faltan quince minutos para las cinco de la tarde. Una vez que estamos abajo, la encargada del guardabolsos da unos pasos hacia el patio central, pone las manos como bocinas, grita: “¡Si queda alguien con carteras aquí, que se apure!”

Afuera, la ciudad disfruta las muestras colaterales de la Bienal. En esto que debía ser un templo para el arte, su contemplación es lo que menos parece importar. ¿Cómo es posible que durante estas semanas el Museo Nacional trabaje con horario de oficina?

Cualquier posible lector de estos párrafos que conozca medianamente la realidad cubana estará pensando que lo que acabo de contar es un episodio común, para nada excepcional. Que sean los trabajadores de un museo quienes griten a voz en cuello está mal; peor aún que lo hagan enfermeros y médicos en un hospital ante la puerta de quien se recupera de una operación o soporta los dolores que cerrarán su vida.

También, hay que decirlo, hablar en los medios, en asambleas, en discursos, de la pérdida de valores se ha vuelto retórico. Son como dos realidades que existen en paralelo y que, parecería, jamás van a encontrarse. Por un lado vociferamos, insultamos, robamos… y por la otra advertimos, nos quejamos. Tengo, además, la impresión de que cierto discurso sobre los valores perdidos tiene un tufillo conservador, casi reaccionario.

En Cuba, por fortuna, desapareció casi por completo la actitud servil que caracteriza otras culturas o sociedades. Al menos hasta hoy, nadie que ofrece un servicio baja la cabeza, se deja humillar. Hay una importante dosis de libertad ganada en ese orgullo, como también en el desenfado con que aquí se exhiben los cuerpos y el lenguaje. La generación de mis hijos normalizó palabras como pinga y cojones que, en mi adolescencia, costaban un tapabocas. Quienes se escandalizan hoy porque esas palabras se digan desembozadamente, a voz en cuello, olvidan o ignoran que varias décadas atrás ocurrió lo mismo con coño y carajo, que antes de ser interjecciones designaron la “parte externa del aparato genital de la hembra” y el “miembro viril”, según las primeras acepciones que aparecen en el Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española.

Un viejo dicho asegura que no es lo mismo libertad que libertinaje. ¿Será el exceso en el uso de estas libertades lo que ha llevado a la pérdida de valores de que tanto nos quejamos? O, por el contrario, ¿el tufillo conservador que desprenden los reclamos a restaurar la decencia y las buenas costumbres no estará queriendo reprimir esas libertades cotidianas, restablecer, de paso, las barreras entre lo alto y lo bajo, entre los que tienen mucho y los que no tienen casi nada? ¿Acaso se ha vuelto demasiado popular nuestra cultura popular?

Antes que usar las dicotomías entre decencia e indecencia, entre buenas y malas costumbres, yo prefiero pensar en términos de individualismo frente a justicia y solidaridad. A mi juicio, las malas costumbres existen solo cuando yo rebajo el bienestar, la dignidad, los derechos, el orgullo de los otros. Por eso lo que urge rescatar, por encima de todo, es una ética de la solidaridad, y no hay acción más solidaria que el trabajo.

Pero sabemos también que, durante muchos años (más de dos décadas) hemos vivido bajo la ley no escrita de que el Estado simula que paga un salario y sus empleados simulamos que se trabaja. Allí, se asegura, está además el origen de la corrupción: si el Estado me paga mal, yo tomo de sus almacenes un pollo, algo de leche, una pieza para el carro, bienes que nadie se ocupa seriamente de cuidar, porque todos somos cómplices del raterismo. ¿Bastará ahora con que el Estado pague un salario real para que sus empleados cumplamos con nuestras obligaciones? ¿Podrá el Estado alguna vez pagar un salario decoroso?

Algunas semanas atrás, sentados a las mesas del emblemático Café O’Reilly (donde el servicio, por cierto, es excelente), un amigo me hacía notar que, cada vez más, los establecimientos estatales permanecen vacíos, no importa cómo sean su servicio o sus precios, porque los consumidores preferimos cafeterías o restaurantes privados. La situación, que es obvia, entraña por una parte la desconfianza en lo que el Estado ofrece; por otra, la convicción de que se trata ya de un territorio perdido: solo trabaja bien quien gana bien; mejor aún si más gana mientras más trabaja.

Será difícil restaurar la ética laboral dañada, perdida. Las personas trabajarán más y mejor, sin dudas, cuando sientan la amenaza del despido; cuando, mal protegidas por sindicatos y leyes amoldados a otras realidades, se vean ante la disyuntiva de hacer las cosas como se les ordena, o no sobrevivir. En ese momento serán otros, y más graves, los principios, los valores, que habremos perdido. Y ya sé, sabemos, que no serán los discursos, la retórica, lo que nos haga cambiar. Pero aun creo posible que, más temprano que tarde, puedan encontrarse otros modos para que se combinen las ganancias recibidas y la satisfacción por haber contribuido al bienestar de los otros. Esos modos implicarán también otros modos de relacionarnos, de hacer de verdad que los trabajadores sean dueños de los medios de producción y, obviamente, todo ello hará necesarias nuevas formas de gobernar. Es decir, de participar realmente en las decisiones que tienen que ver tanto con el conjunto de la Nación como con del pequeño espacio en el que cada uno debería ser, a la vez, obrero y rey. Como se dice ya en algunos ámbitos políticos de la América Latina: donde se gobierne obedeciendo.

En la sala de urgencias del Hospital Naval de la Habana del Este un cartel reza: “Hable en voz hospitalaria”. Es obvio que quienes concibieron la frase quisieron decir “en la voz que se considera apropiada para un hospital”. Sin embargo, toda palabra arrastra consigo sus diversas acepciones: hablemos, pensemos con una voz que “socorra y albergue a extranjeros y necesitados”, que “acoja con agrado o agasaje a quienes son recibidos en casa”, que reconozca que somos necesarios a los otros en la misma medida en que los otros nos son necesarios.

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