“La vida es buena”

Ómnibus Yutong. Foto: Adrián.

Ómnibus Yutong. Foto: Adrián.

Viajar en un ómnibus Yutong más de 700 kilómetros no es una buena experiencia, aunque a veces hay circunstancias atenuantes. Yo regresaba de Bayamo y mi estado de ánimo era casi inmejorable: la Feria había sido, en verdad, del Libro y no de “lo impreso” (quien haya estado en La Cabaña sabe a qué me refiero); los programas académico y literario habían generado debates intensos, creativos, con la participación de un público inteligente, crítico, incluso esperanzado; la atención prodigada por el eficiente equipo del Centro Provincial del Libro había sido magnífica; el reencuentro con viejos amigos siempre es estimulante, tanto como el hallazgo de nuevas complicidades.

Mi única incomodidad, hasta entonces, era haberme enterado, desde antes de partir hacia la llamada Ciudad Monumento, que ya la Feria no se extendía a Manzanillo, como ocurrió hasta hace pocos años. El sitio donde nací y crecí agoniza, según todas las evidencias que recibo, pero de ello escribiré en otro momento.

La Yutong se puso en movimiento a las 10:30 de la noche: ni un minuto antes ni uno después de la hora a que estaba programada su salida. Y entró en La Habana once horas más tarde. Me apresuro a dar esta información para que el posible lector de esta crónica no quede esperando un catálogo de desgracias, propias y ajenas.

El problema es el viaje mismo. No creo que estos ómnibus hayan sido diseñados para trasladar seres humanos a distancias como las que salvan en Cuba. Los asientos son estrechos, de manera que, cuando uno se duerme, cualquier bache lo lanza al hombro del vecino o la vecina, o viceversa. Cuando el asiento de adelante se reclina, no hay más remedio que hacer lo mismo con el de uno, so pena de quedar atrapado en una suerte de cepo.

Para cuidar los equipos, los choferes, más que instruir sobre el comportamiento a mantener durante el viaje, endilgan un regaño anticipado. Expresiones como “Buenas noches” o “por favor”, estuvieron ausentes de su discurso. En Cuba, desde hace mucho tiempo, el regaño se ha vuelto habitual en las comunicaciones entre quienes ofrecen un servicio y quienes lo reciben. No es que falte razón a lo que advierten. A pesar de que se prohíbe comer dentro de la guagua, una cucarachita se estuvo paseando por los alrededores de mi ventanilla.

Y luego, el frío. La hija del señor que iba a mi lado, al despedirlo, lo envolvió en una especie de sobretodo que pudo tener antepasados soviéticos, le anudó al cuello una bufanda de lana y le encasquetó una gorra de los Marineros de Seattle. Creí que exageraba. Algunas horas después, yo tiritaba inconteniblemente, y la sensación de hipotermia no abandonó mi cuerpo hasta que estuve bajo el sol, en una acera de El Vedado. Durante mis horas de desvelos y temblores no dejé de preguntarme por qué el aire acondicionado de la Yutong no puede regularse.

La ventaja de los viajes en la noche y madrugada es que las paradas se reducen al mínimo. Dos o tres para que fuéramos al baño y comiéramos alguna menudencia. En Ciego de Ávila, la primera: aunque cientos de viajeros pagan 1 peso cada vez que acceden a los servicios sanitarios, no solo falta el agua sino también los herrajes. La segunda, ya al amanecer, en el Conejito de Aguada de Pasajeros, en cuyos lavamanos al fin pudimos refrescar rostros y bocas. Los inodoros, dondequiera que uno vaya, se descargan a cubazos.

Por deformación profesional, cuando se hizo de día comenzó para mí lo más interesante del viaje. Más allá de la ventanilla empañada, transcurría la aburrida autopista nacional, y a sus lados, campos asolados por la sequía. En la parte delantera, se encendió la pantalla del televisor de la Yutong.

Lo primero que exhibieron fue un capítulo de Vivir del cuento. Lo segundo, varios momentos de la participación de Luis Silva en El show de Alexis Valdés, de Mira TV, Miami. Fue muy curioso ver el encuentro, el mano a mano, a veces la tensión entre los comediantes. Valdés, tratando de arrimar una y otra vez la brasa a su sardina, y Silva logrando, casi siempre, que la sardina no fuera abrasada. Y ambos sin perder la compostura y, sobre todo, el buen humor.

Antes de los videoclips, se pasaron dos o tres monólogos, del propio Pánfilo y de algún otro cómico cuya identidad no llegué a descubrir desde la lejanía de mi asiento 34. Uno de ellos (creo que el de Silva, también de un programa grabado en los Estados Unidos) tenía que ver con los usos posibles del condón. El último era abiertamente homofóbico, con secuencias de chistes contra gays (alguna vez se usó la palabra “maricón”). La pacatería no tiene nada que ver conmigo, pero me fue inevitable pasar la mirada sobre los niños que atendían a la pantalla, de seguro reían, preguntaban a sus acompañantes por alguna palabra, algún gesto que no llegaban a comprender.

Desde hace mucho tiempo, los medios de transporte público en el mundo suelen exhibir videos de diverso tipo. Hay empresas destinadas a gestionar la venta de películas a líneas aéreas, por ejemplo. Pero dudo que sean muchos los países en que los conductores (pilotos, choferes, capitanes de barcos) tengan la potestad de elegir qué presentar a sus pasajeros.

Para comenzar con lo más elemental, deberían respetarse los códigos que relacionan contenidos con edades. En los aviones, las películas más inocentes se proyectan sin escenas de sexo explícito, violencia extrema o eso que se ha dado en llamar “lenguaje de adultos”.

¿No debería regularse en Cuba la exhibición de audiovisuales en los viajes por ómnibus?, pensaba yo mientras quedaba atrás la provincia de Matanzas y en el televisor de la Yutong se sucedían videoclips de reguetón y de salsa. ¿Acaso la cantidad de personas que viaja por esta vía no supera con mucho la de quienes van a las salas de cine?, me decía, ya en las inmediaciones de San José de las Lajas. ¿Cómo es que a algunos les preocupa tanto que un público seguramente exiguo vea en un cine Regreso a Ítaca o Santa y Andrés, y les tiene sin cuidado lo que cientos de personas, diariamente, reciben a bordo de una guagua?

En algún momento imaginé que quienes van por las carreteras de Cuba pueden admirar los muchos cortometrajes que realizan los jóvenes realizadores, ya como ejercicios de sus escuelas, ya de manera independiente. Soñé que directores, guionistas, compositores, cobraban lo justo por el derecho de trasmisión que en estos momentos es anulado por esta forma de piratería.

Pero, ¿cuál sería la institución encargada de regular tales contenidos? ¿El ICAIC, el Ministerio de Cultura? De ser así, estoy convencido de que no hubiéramos tenido que soportar al cómico homófobo, ni los niños, chistes y situaciones inadecuados para su edad. Pero, de la forma excluyente como se suele aplicar la política de exhibición audiovisual, ¿hubiéramos disfrutado a Pánfilo en Miami?

Como andan las cosas, esta enfermedad es complicada, pero el remedio que tenemos a mano puede ser peor.

La guagua alcanzaba ya la Vía Blanca. En el televisor, Descemer Bueno e Isaac Delgado cantaban a dúo “La vida es buena”. Nada mejor que escucharlos a ellos antes de poner los pies sobre la tierra y sacudirme el frío del camino.

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