“Lo feo es como un cáncer”

Hubo un momento en que todo, o casi todo, parecía condenado a ser feo. No me refiero a la fealdad a la que le cantara Teresita Fernández, sino a lo feo por elección. Por ejemplo, cuando las grandes tiendas por departamentos perdieron la elegancia capitalista con que fueron creadas, se convirtieron en espacios horribles: enormes salones en penumbras, polvorientos, con estantes que repetían hasta la saciedad la misma ropa inevitable y fea.

Pero no solo las tiendas. Lo único más feo que un edificio de microbrigadas son dos o tres edificios de microbrigadas. Ya sé que solucionaron el acuciante problema de la vivienda a decenas de miles de personas, pero es obvio que jamás nadie se preocupó porque fueran algo más que paredes, techos y ventanas. Detrás de mi casa, por ejemplo, hay cinco, o seis. Entre ellos, espacios enyerbados, rocas, basura. Allí, entre un edificio y otro, pudo haber un parquecito, un jardín, algunos artefactos para que los niños jugaran. Tampoco se pensó nunca que un habitante de un apartamento de microbrigada pudiera llegar a tener un auto. Detrás del auto, llegaron los espacios para protegerlo: construidos siempre a como se pueda, con lo que se pueda, son, en esas urbanizaciones, lo feo de lo feo.

Nada hay más feo que la estandarización. Detrás de la estandarización vienen el desinterés, la apatía, la enajenación, y todo ello conduce, fatalmente, a lo feo.

Años más tarde, mientras el país, empobrecido, se hundía en una fealdad que parecía ya terminal, definitiva, aparecieron los establecimientos recaudadores de divisas: las shoping, ciertas cafeterías, o snack bar (la colonización persiste, asoma la cabeza al menor descuido) . Respondían a estándares de un capitalismo barato y ramplón, y muy pocas alcanzaron una identidad propia, aunque en algún instante de entusiasmo se contrataron diseñadores para uno que otro centro comercial (todavía pueden verse las huellas de lo que Osmany Torres concibió para La Puntilla, en Miramar). En el peor de los casos, estaban nuevas, sus imágenes, comparadas con los demás mercados, establecían una distancia semejante a la que hay entre el cuc y el cup: estas eran veinte, veinticinco veces menos feas que aquellos otros edificios que ya soportaban cuatro o cinco lustros de desidia.

Cuando en otras partes del mundo se recogían los desechos de aquello a lo que se llamó “campo socialista”, esa diferencia enviaba una señal: el socialismo es irremediablemente feo; el capitalismo al menos se esfuerza por brindar otra apariencia.

“Lo feo es como un cáncer”, solía decir mi vecina Lola Navarro, que acumuló noventainueve años de experiencia y había trabajado en J’Vallés y La Filosofía, dos tiendas que en su tiempo fueron emblemáticas en La Habana. En las shoping, lo primero que se devaluó fue el trato. Se expandió lo feo humano. El cliente paga en CUC y lo atienden en CUP.

La metástasis de lo feo no tardo en ocurrir: comenzaron a jorobarse los estantes, a oxidarse los splits, a romperse los cristales, a fundirse las lámparas. A nadie le importa que en la pared esté adosado un rollo de cables, que las losas de los escalones estén quebradas, que los carteles que avisan el horario sean ilegibles. Los clientes no tienen más remedio que entrar en ellas a comprar lo prescindible y lo imprescindible, aunque sus jefes decidan ahorrar electricidad y a la hora de máximo calor solo algunos ventiladores agiten el aire viciado en espacios que suelen ser como peceras. Maltratan sin vergüenza a quienes pagamos un precio exorbitante por cualquier producto, y a sus propios empleados, que pasan horas en esa sauna.

Las tiendas son como uno de los órganos del cuerpo. El cáncer se expande por todos los tejidos y alcanza también a los seres humanos que convivimos con él. Ya se sabe que nos caracteriza una capacidad de adaptación que a veces resulta inagotable. Y así como la estandarización nos automatiza, porque dejamos que ver aquello que está delante de nosotros repetido hasta el cansancio, hay un momento en que no somos capaces de percibir lo feo. Puede ser un mecanismo de protección, o es quizás que ya estamos contaminados, y llevamos lo feo con nosotros.

Basta con mirar alrededor y observar cómo vestimos. No hablo del desenfado en el vestir, que es como el desenfado en el vivir, o de la ligereza de ropas a que nos obliga el rigor del verano. Tampoco de la humildad, de la pobreza ya instalada definitivamente entre nosotros. Hablo, otra vez, de lo feo por elección.

Es más grave aun cuando lo feo está en el ambiente, cuando nos rodea, nos apresa, nos modela. Acostumbrarse a ir entre fachadas que no reciben desde muchos años atrás una mano de pintura, tropezando en aceras destrozadas, convivir con montañas de basura es dañino. Algo se va deteriorando dentro de cada persona cuya vida transcurre en medio de tanto horror cotidiano.

Desde hace unos años, otros espacios parecen estar reconquistando la belleza. O negando la fealdad, como se quiera. No quiero enredarme en disquisiciones de gustos, de modelos, de paradigmas. Como ya el posible lector de estas líneas estará suponiendo, me refiero a ciertos restaurantes y cafeterías privados. En estos hay un cuidado por el diseño, por el detalle, por la atención, que muy pocos establecimientos del Estado logran sostener. Porque esa es otra palabra clave: sostener. El gran H. Zumbado lo definió en una de sus “Riflexiones”: No tenemos fijador.

Ahora el mensaje es más claro aún: si el Estado es incapaz de sostener la belleza, quienes se saben dueños de un negocio pueden hacer que los clientes estén a gusto.

Es también una expresión de cómo el país comienza a fracturarse. Si hoy todos estamos inmersos en alguna forma de lo feo, tal vez mañana los territorios estén deslindados de acuerdo con la economía de cada quien: allá los pobres con su fealdad; acá los que más tienen, con la belleza que el dinero pueda pagar. Ya dije que no quiero enredarme en las complejidades del gusto, pero habría que pensar en esos nuevos paradigmas con los que vivimos: el gusto mimético de los nuevos ricos que están convirtiendo las ciudades cubanas en calcos de Miami.

Algunos dirigentes comprendieron desde siempre que la construcción de un modelo distinto de sociedad no podía echar a un lado la belleza: antes, Celia Sánchez y Haydee Santamaría; hoy, el infatigable Eusebio Leal o ese dechado de sentido común que es Lázaro Expósito. Pero cuatro o cinco golondrinas no hacen veranos.

El narrador cubano José Manuel Prieto, quien estudió y vivió en la Unión Soviética, publicó en a fines delos 90 un breve libro de cuentos: Nunca antes habías visto el rojo, con historias localizadas en aquel vasto país. Las historias del libro sostienen una tesis: el socialismo desapareció por falta de frivolidad, porque el ser humano necesita la frivolidad.

La tesis es exagerada, y el mismo Prieto la complejizó en posteriores novelas, pero tal vez baste sustituir “frivolidad” por “belleza” para hacerla más esencial. Un sistema, un Estado, un pueblo que se suponga humanista no puede condenarse a sí mismo al empobrecimiento del espíritu. La belleza es imprescindible para que todos alcancemos una vida más plena, más humana.

Edificios-y-garajes

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