“Nada de lo que escribes es real”

El primer texto escrito por Alberto Rodríguez Tosca que leí fue un cuento: “Mi reino por una pregunta”. Corría el segundo lustro de los 80, por allá y por acá comenzaban a transcurrir la perestroika y el proceso de rectificación de errores, y aquel breve relato en que un personaje cambiaba su reino por una interrogación, porque estaba saturado de respuestas, de certezas, fue leído en clave política. En el país, en lo que se llamaba “el campo socialista”, se pasaba de las promesas de un futuro predeterminado y luminoso a la incertidumbre.

Albertico, como le llamamos siempre sus amigos, había nacido en Artemisa, en 1962. En esa ciudad vivió hasta 1994, y cuando dio a conocer sus primeros cuentos y poemas se ganaba la vida trabajando en una terminal de ómnibus, ya vinculado a un taller literario, en la época en que el poeta Norberto Codina era asesor literario de lo que constituía la provincia de La Habana.

Hace pocos meses, Norberto Codina, hoy director de La Gaceta de Cuba, supo que Albertico estaba ingresado, gravísimo, en un hospital público de Bogotá, con el hígado destrozado por los muchos alcoholes que consumió allá y aquí. Norberto movió cielo y tierra, el Ministerio de Cultura movió diplomáticos, aviones, médicos, y Albertico fue traído a Cuba, con la esperanza de que pudiera hacérsele un trasplante de hígado. Era demasiado tarde, a pesar de los cuidados que le dispensaron en el hospital Hermanos Amejeiras.

El pasado 16 de septiembre, en la madrugada, murió.

Desde fines de los 80, un grupo de amigos lo llamábamos El Muchachito del Problema. Así me firma la dedicatoria a su poemario Escrito sobre el hielo, publicado en Bogotá en 2006, al que pertenece el verso que titula estas líneas. Era un hombre callado, siempre en observación, en atención, al que los problemas le caían en la cabeza sin que él moviera un músculo para provocarlos. Su primer poemario, Todas las jaurías del rey, merecedor del Premio David en 1987, había participado el año anterior en el mismo concurso bajo el título “Las puertas cerradas”, y un miembro del jurado, dogmático y artero, logró vetar que fuese premiado. Paranoico, como todo censor, leyó en clave política lo que era disquisición filosófica, intelectual.

En Cuba, Albertico estudió en la Facultad de los Medios Audiovisuales del ISA y, como sus colegas Ramón Fernández Larrea y Sigfredo Ariel, escribió para la radio. En 1992, Ediciones Unión publicó en forma de plaquete Otros poemas, que mereció el Premio de la Crítica.

Cuando en 1994 viajó a Bogotá para participar en un encuentro organizado por la revista Ulrika, ya se le reconocía como uno de los poetas más importantes de su generación. Su poesía, más que derivar por contextos específicos, por los vericuetos de la vida nacional, se centró siempre en las angustias del individuo, en la relación del escritor con esa otra parte de su ser que es la palabra, en los límites de esa misma palabra y de la existencia. En el prólogo a una Antología personal, aparecida en Bogotá, en 2013, Guillermo Linero Montes lo reconoce como “un poeta universal”, ya que “sus paisajes no determinan singularidades aldeanas, ni sus espacios cotidianos ocupan el rellano de un gueto”.

En ese mismo libro, un grupo notable de poetas colombianos le otorgaron a Albertico la “Nacionalidad forzada”: “Tal vez por la irreparable nostalgia cubana y quién sabe por qué posibles leyes migratorias, el poeta aún no es, oficialmente, colombiano. Pero como la poesía es una patria común y los poetas no creemos en aduanas, pasaportes, fronteras ni visas (somos visántropos), un grupo de sus amigos padecientes y felices de conocerlo y de reconocer lo mucho que ha hecho por la poesía colombiana, en la prensa, en los talleres y por supuesto desde su magnífica poesía, hemos decidido, unánimemente, declararlo ciudadano colombiano a traición, sin su consentimiento ni el de las altas esferas oficiales”.

Por lo que llevo dicho, temo dar la impresión de que Albertico era un hombre taciturno, sombrío. Todo lo contrario. Conocerlo personalmente y leerlo eran dos experiencias totalmente distintas. Costaba creer que en la cabeza de ese hombre delgado, algo estrábico, dispuesto siempre a cerrar la conversación con un juego de palabras, capaz de burlarse de él mismo y de todo el que se pusiera al alcance de su verbo, se urdían las perplejidades, los desconciertos, las honduras de que se ocupa su poesía.

Desasido de todo interés material, su vida bogotana, que duró ventiún años, se concentró en cuatro verbos: leer, escribir, beber y amar.

A fines del año pasado, Albertico envió a Norberto unas prosas. Decidimos de inmediato incluirlas en La Gaceta de Cuba. Las vidas de José Martí y José Asunción Silva se cruzaban en aquellas páginas que me parecieron extraordinarias. Le escribí para decirle mi admiración y para saber si esos fragmentos formaban parte de “algo mayor”. “Claro que esa historia hace parte de ‘algo mayor’”, me respondió de inmediato, en un mensaje aderezado de bromas irrepetibles, “pero hace dos años tuve un grave accidente tecnológico y se me borraron muchos archivos, entre ellos cuatro novelas ya terminadas (obviamente inéditas) de más de trescientas páginas cada una. De todas he rescatado fragmentos, pero hay que ir despacito porque cada consulta del técnico cuesta medio ojo de la cara”.

Su cuerpo, su hígado, ya estaban minados, y no habría tiempo de “andar despacito” para rescatar esos tesoros perdidos.

Dije antes que su poesía, su obra toda, era más existencial que política. Sin embargo, en Las derrotas (publicado por Ediciones Unión en 2008, y merecedor también del Premio de la Crítica), puede leerse un poema del que reproduzco fragmentos: “He visto las mejores mentes de mi generación […] estrellarse contra un muro de ideas que antes se estrellaron contra un muro de gente. Las he visto izar banderas y quemarlas después. Aplaudir desenfrenadamente en sus tribunas y con el mismo desenfreno abominarlas luego en tribunas de otros. […] Las mejores mentes de mi generación quisieron cambiar el mundo con bombo y pandereta a una hora en que el mundo se cambiaba a sí mismo con saña y maldición”.

El 16 de septiembre de 2015 murió no solo uno de los más singulares poetas de su generación, sino uno de los más grandes poetas cubanos de todos los tiempos.

Hoy sábado 19, antes de escribir estas líneas, he revisado la prensa cubana (la que se publica en Cuba, quiero decir). Ni siquiera en los sitios culturales hay una nota que dé cuenta de que ha muerto Alberto Rodríguez Tosca.

Su obra sobrevivirá cualquier intento de olvido.

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