“Nadie responde por ellos”

Diego (Jorge Perugorría) en "Fresa y chocolate", de Tomás Gutiérrez Alea.

Diego (Jorge Perugorría) en "Fresa y chocolate", de Tomás Gutiérrez Alea.

Siempre me provoca placer comprobar cómo una obra humana soporta el devastador paso del tiempo. Si se trata de una obra de arte o literaria, su perdurabilidad suele sostenerse en esa sustancia intangible que llamamos belleza, y en la manera como los dilemas, las aspiraciones, las angustias de los personajes alcanzan una dimensión universal que sobrepasa las circunstancias específicas en que fueron concebidos. La muerte, el amor, las trampas del destino o de las bajas pasiones, son comunes a todo lector o espectador que podrá alegrarse, ensombrecerse, emocionarse ante una página, una escena, un cuadro, un edificio que están, incluso aunque no lo parezca a primera vista, íntimamente ligados a su existencia. Si la obra que aprecio se debe a algún amigo, al placer se une el orgullo, la complicidad que me une esas vidas que he tenido la suerte de que se hayan entrecruzado con la mía.

He vuelto a ver Fresa y chocolate, película en cuya realización participaron amigos y colegas a los que mucho quiero y respeto, y verificar la actualidad de algunos de los bocadillos dichos por sus personajes, en lugar de placer, me ha causado desasosiego. No me refiero, como es natural, a las excelencias artísticas de la película, que espero sigan resistiendo el embate de los años. Pero hay conflictos específicos que han permanecido inalterables desde 1993 (incluso desde 1990, cuando Senel Paz escribió el cuento que dio origen a la cinta) hasta hoy.

Veinticuatro años después de estrenado el filme, Diego (o un Diego cualquiera) pudiera afirmar: “Cometí el error de creer que podía decir cosas. Y no, ustedes solo se oyen a ustedes mismos. Lo bueno y lo revolucionario es lo que ustedes dicen y se acabó”. En ese momento, Diego no está hablando de las discriminaciones de que ha sido objeto como consecuencia de su orientación sexual. La intensidad, la profundidad de Fresa y chocolate se deben, en buena medida, a que desborda con mucho el asunto de la represión o la exclusión de los homosexuales en Cuba, y expande su discurso a otros ámbitos.

Recuerdo la anécdota que da pie a esos diálogos (o la cuento, para quienes no han visto la película): Germán, amigo de Diego y escultor, ha realizado unas piezas heterodoxas, en las que se mezclan códigos de diferentes ideologías (Marx con una corona de espinas, Jesucristo con hoces clavadas en su cuerpo). La exposición fue censurada y Germán lo aceptó, a cambio de viajar a México. Para Diego, la de su amigo es una actitud reprobable, y manda cartas en protesta por el acto de censura. Las cartas que envía golpean de vuelta en él como un boomerang: es sancionado en su empleo. “No puedo trabajar más en lo que me gusta”, dice, “y con esas notas en el expediente, ¿quién me va a dar trabajo, quién se va a arriesgar por mí?”

Diego no ve más futuro que marcharse definitivamente de Cuba. Él, que tiene en su casa un altar con una vasta iconografía de la patria. Y le explica a David: “Yo no me quiero ir, compréndelo. Pero no tengo más que esta vida y quiero hacer cosas, tener planes como cualquiera. ¿No tengo derecho, coño? A mí me gusta ser como soy”.

En una escena anterior, David ha agregado otros objetos a ese altar que Diego ha instalado en la Guarida, su casa. Luego de colocar allí un emblema de la Campaña de Alfabetización, un collar de santajuanas (como los que llevaban rebeldes y alfabetizadores) y una foto del Che, el joven militante de la UJC invita a su amigo gay a una conversación. Como respuesta al catálogo de exclusiones que Diego ha sufrido a lo largo de su vida, David argumenta que esos errores “no son la Revolución. Son la parte de la Revolución que no son la Revolución”.

El desasosiego que me provocan estos bocadillos a un cuarto de siglo de haber sido escritos se debe a que ponen en entredicho la buena fe, digamos que la ingenuidad de un David que nos habla desde fines de los 70, en un país más igualitario y esperanzado. Si durante tanto tiempo, y a pesar de tantos reclamos, críticas, se siguen imponiendo regularmente censuras y exclusiones, es porque hay errores que son parte del sistema: suceden en esa zona (cuya amplitud ha variado según los períodos) donde el autoritarismo, la verticalidad han estado atentando contra el proyecto humanista que se propuso ser, desde sus orígenes, la Revolución cubana.

De forma puntual se han enmendado, como política de Estado, algunas equivocaciones. Ya que tomo como ejemplo esta película, es evidente que se ha cumplido un cambio sustancial desde los nefastos acuerdos del I Congreso de Educación y Cultura, en 1971, hasta las acciones recientes en favor de la comunidad LGTBI.

A aquella afirmación de David, Diego contesta: “¿Y a la cuenta de quién van [los errores]? Nadie responde por ellos”. Y sí, sería bueno no solo que alguien respondiera por ellos, sino que alguna que otra vez se ofrezcan disculpas a las víctimas. Son prácticas que hacen más saludable una sociedad y ayudan a curar heridas que pueden estar abiertas. Como las disculpas que aún se deben a quienes estuvieron recluidos en las UMAP.

Pero la razón de esos errores está en procedimientos que se han arraigado dentro. Muchos de ellos fueron traídos de lo que se llamó “socialismo real”, y que, desde 1917 en lo adelante, y sobre todo a partir de que Iosif Stalin se colocó al frente del PCUS, fue sufriendo deformaciones que lo desviaron de su sentido esencial. Siempre he pensado que, luego de que el capitalismo se restableció en los países del este europeo y desapareció la Unión Soviética, Cuba perdió la oportunidad de sacudirse radicalmente de todo cuanto se había adoptado de aquel socialismo que fracasó.

Sería equivocado, sin embargo, buscar el origen de nuestros males solo fuera de fronteras. Para trazar una apresuradísima síntesis, de 1492 a 1898 (nada menos que cuatro siglos) vivimos bajo el mando de una monarquía colonialista, y en las primeras cinco décadas de la República se padecieron dos dictaduras que ensangrentaron el país. Como es de sobra conocido, en las fuerzas que lucharon por la independencia, o que más tarde combatieron aquellas dictaduras, se reprodujeron conductas que mucho tienen que ver con males que nos siguen lacerando.

Hay una frase de Martí que recuerdo con más frecuencia que la que quisiera: “Un pueblo no se funda, General, como se manda un campamento”. Si me desalienta verificar que las quejas de Diego conservan su actualidad, es más sobrecogedor aún leer esa carta escrita en 1884, y dirigida a Máximo Gómez, por quien Martí profesaba un enorme respeto. No importa que Cuba esté bajo acoso, o bloqueada: todo el que tenga en sus manos una parcela de poder, por pequeña que sea, debe considerarse a sí mismo un servidor, y los demás deberíamos saber que él está a nuestro servicio. Esas dos caras de una misma moneda que son el ordeno y mando y la obediencia pertenecen a una forma de comprender las relaciones políticas que nos aparta de la Nación que necesitamos.

Salir de la versión móvil