“No me cuidan”

Foto: Desmond Boylan

Foto: Desmond Boylan

Lo vi en el semáforo de 23 y Malecón, bajo el sol de las dos de la tarde. Yo regresaba a Cojímar en mi viejo Lada y él, con la bata blanca colgada de un brazo, hizo señas para que lo adelantara. En cuanto se sentó a mi lado demostró que tenía tanta necesidad de hablar como de acercarse a su casa. Me dijo que venía dando tumbos desde el “Calixto García”. “No hay guaguas, no hay nada”, me decía.

Me dijo que es cirujano. “En mi especialidad solo somos dos en Cuba. Mi profesor y yo.” Concentrado en el timón, apenas pude verle el rostro; menos aún las manos que, por lo que contó, venían de adentrarse en zonas delicadísimas del cuerpo de alguna persona. “Para llegar a ser esto tuve que estudiar muchísimo. Hace poco fui a los Estados Unidos, a recibir unos cursos. Conocí Iowa, Chicago, Miami. Cuando Obama estaba aquí, yo estaba allá. Y regresé. Ahora, mira para esto. Otra vez estamos en lo mismo. No hay guaguas”.

Le pregunté dónde vivía. “En Guanabacoa”. Pero sus obsesiones estaban en un lugar distinto.

“En estos días a mi profe le dieron un carrito, y está feliz como un niño. Pero yo, ¿para cuándo? No hay guaguas, compadre, cuando parece que las cosas van a mejorar, volvemos a lo mismo”, volvía a decir. “Todavía soy joven, pero no quiero que la vida se me vaya en esto, llegar a los sesenta años parado en un semáforo, pidiendo botella con este sol.”

“Yo estuve allá, y vine”, repitió. “No me cuidan”.

Hice el camino más largo a casa para dejarlo más cerca de la suya. Me detuve junto a una parada, y pensé que él quedaría allí, esperando. Casi sin despedirse, con el mismo enojo que mantuvo todo el tiempo, lo vi salir a pie, de prisa, hacia la rotonda de Cojímar.

Esto sucedió alrededor del 10 de julio. Unos días atrás había sesionado la reunión del Consejo de Ministros donde no solo se informó el precario estado en que volvía a estar la economía cubana, sino además rindió informe la Contraloría General de la República. He buscado la información en la prensa del día y no he encontrado un dato que estoy seguro de haber escuchado al menos dos veces en el reportaje que hizo el Noticiero de Televisión. El dinero perdido, dijo la contralora general Gladys Bejerano, asciende a más de 100 millones de CUP y a 31 millones de CUC. La cifra en pesos cubanos no la fijé; la segunda no se me puede olvidar. “El análisis de los hechos delictivos que ocurren en las organizaciones económicas pone de manifiesto que las acciones desarrolladas para disminuirlos no tienen aún todo el efecto deseado, pues prevalece en algunas administraciones un ambiente de descontrol e impunidad.” Así decía el reporte de Granma.

Hace años, en Guadalajara, solía conversar con don Miguel, un viejo chofer que a diario me trasladaba a mis clases en la Universidad. “Este país es tan rico”, solía sentenciar Miguel, “que todos los políticos roban y así y todo queda suficiente para que los demás vivamos bien”. “Mi país es tan pobre”, respondía yo, “que si los funcionarios públicos se dedicaran a robar, nos moriríamos de hambre”.

Hoy se roban 31 millones de CUC. Setecientos setentaicinco millones de pesos cubanos, si se multiplica por veinticinco y se atiende solo esa parte de las pérdidas, de “los faltantes”. Y no me atrevo a asegurar que en esa cuenta esté sumado todo cuanto el Estado pierde día a día, tanto cuando se roba petróleo (no voy a hablar de la crisis de los almendrones), cajas de pollo, bolsas de leche en polvo…, como cuando, por ineficiencia, en el puerto de La Habana o en almacenes de cualquier empresa se permite el deterioro irreversible de toneladas de alimentos, o, incluso, cuando corre por las calles el agua para cuyo bombeo se emplea el combustible que hoy escasea.

Que la economía cubana no acabe de despegar es una pésima noticia; que cumpla con regularidad su destino tantálico ha fomentado un escepticismo cada vez más incurable. Pero que se haya asentado y expandido esa máxima de que “robarle al Estado no es robar”, es un acto suicida para el país.

Cuando escuché la noticia imaginé que los impuestos que pago puntualmente cada año caen en esa bolsa que alguien (muchos, muchísimos) se echan al hombro. Pero allí se va mucho más. Mientras alguien roba, ese joven cirujano, casi único en su especialidad, cuyo nombre siquiera pregunté, camina bajo el sol por las carreteras que rodean La Habana y piensa en la vida que se le escapa; en el futuro que merecería y que cada vez le resulta más inalcanzable.

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