“No quiero estar en su lugar”

Oleaje en Paseo y Malecón, cuando todavía estaba bajo efectos del huracán Irma. Foto: Buen Ayre Visual.

Oleaje en Paseo y Malecón, cuando todavía estaba bajo efectos del huracán Irma. Foto: Buen Ayre Visual.

Fui una vez más al malecón de Cojímar. La primera tuve el dolor de lo irreparable. Esta vez quería imaginar cómo serán en los meses o años por venir esos metros donde hubo un parquecito, escalinatas para bajar a un agua contaminada por la basura y el río.

A pesar de todo, lo que queda sigue siendo un buen sitio para conversar. Cerca hay donde comprar cervezas, por lo general frías, y sobre el malecón de La Habana tiene la ventaja de que algunos árboles que soportaron los vientos dan sombra a zonas del muro, y había bancos, de los que algunos resistieron la furia de los elementos.

Hay amigos o vecinos del barrio que siempre están allí. O yo me las arreglo para pasar el día y a la hora en que están, hablando de lo humano y lo divino. Rosendo es jubilado. Fue ingeniero mecánico y casi toda su vida laboral la pasó detrás de burós, en responsabilidades que aceptaba por un acendrado sentido del deber del que jamás pudo desprenderse. Enrique y Cristina, su esposa inseparable, dedicaron sus años de trabajo a la promoción cultural. A ella la conocí en la década del 70, en un taller literario. Cuando volví a encontrármela a inicios de los 80, estaba casada y era tan feliz con su familia que jamás había vuelto a escribir un verso. “La poesía es para los que sufren”, me dijo, categórica, y Enrique, director entonces de una Casa de Cultura, le dio la razón. Él estudió Literatura en el Pedagógico, y esa vocación docente lo acompaña en todo momento. Más que conversar, él imparte clases.

“Ni aunque me paguen millones quisiera estar en su lugar”, dijo Cristina a los otros después de mis saludos. Me di cuenta de que tenía que entrar con suavidad en un intercambio que ya arrastraban sobre algún asunto en que no se ponían de acuerdo. Las amistades y los matrimonios, en muchísimas ocasiones, se sostienen sobre desencuentros sistemáticos. “¿Tú sabes la cantidad de rollos que le van a caer encima?”, continuó ella. Creí que hablaban de algún conocido que había perdido su casa. “¿A quién?”, me atreví a preguntar. “Al próximo presidente de Cuba”, me aclaró Enrique.

Por lo que deduje, minutos antes de mi llegada Cristina había preguntado cuál era, a juicio de los otros dos, el principal problema que tendría que afrontar quien asumiera la presidencia de la República en 2018. Para Rosendo, era obvio: “La economía. ¿No dicen que esa es la asignatura pendiente? Y como quedó el país, o somos eficientes o nos hundimos. Así de sencillo. Para enderezar la economía hay que acabar con la chapucería, con la indolencia. Y con la corrupción. Miren esos centros comerciales que el mar destruyó. ¿A quién se le ocurre dejar mercancías en una planta baja, a unos metros del mar? Es muy feo que la gente se aproveche para robar, pero quienes no protegieron esas cosas hicieron algo peor que robar.”

Mientras Rosendo hablaba, Enrique movía su cabeza de derecha a izquierda. “Olvídense del ciclón”, dijo, el dedo índice en alto, como frente a un pizarrón. “Desde hace rato, el problema es la juventud”. Me puse en alerta. No soporto a quienes ven a la juventud como una masa homogénea e irresponsable. “Con ciclón o sin ciclón”, continuó Rosendo, “el futuro siempre es de los jóvenes. Hay que ofrecerles un proyecto de país en el que crean, que hagan suyo, que defiendan. Si se siguen yendo, nos vamos a morir aquí nosotros solitos, con Irma o sin Irma.”

Cristina, que hasta entonces contemplaba el mar, se volvió hacia su esposo: “No estoy de acuerdo contigo”. La miramos. “Sí, pero no. No es darles un proyecto de país y decirles ‘Hagan esto’, y cuidadito con fallarnos. Ellos tienen que confiar en la posibilidad de realizar su propio proyecto.” “¿Aunque sea que vuelva el capitalismo? ¿Aunque volvamos a ser una neocolonia?”, protestó Enrique.

Un barquito regresaba a puerto, cabeceando sobre el oleaje del atardecer. En lo que sobrevivió del muelle, un grupo de adolescentes pescaba, y los que se aburrían se tiraban al agua, jugaban. El mar exhibía una limpieza inusual. El huracán se llevó los desechos, los lanzó quién sabe a dónde.

Aproveché el silencio: “Hace años Armando Hart se reunió con jóvenes escritores y artistas. No recuerdo dónde fue la reunión, ni la fecha. Pudo ser a fines de los 80. Yo no fui, pero leí lo que él dijo. ‘Ya nosotros hicimos nuestra revolución. Ahora les toca a ustedes hacer la suya.’”

“Eso estuvo bien”, comentó Rosendo.

“Dijo más”, rectificó Cristina. “Dijo que esa otra revolución no podía desconocer la historia, la tradición antimperialista de la intelectualidad cubana, el pensamiento social de Martí…”

“O sea”, la interrumpió Rosendo: “Hagan lo que ustedes quieran, pero sin romper con lo que hicimos nosotros”.

“Así debería ser”. Enrique tomó unas botellas vacías tiradas entre los pinos y las entregó a alguien que pasaba recogiéndolas. “No hay que hacer borrón y cuenta nueva”, sentenció.

“Una revolución es una revolución”, dije. “Van a pasar años, décadas, antes de que haya otra, si es que hay otra. Lo que nos toca vivir es reforma o contrarrevolución”.

“O mejoramos esto o nos jodemos”, me apoyó Rosendo.

Eran más de las siete de la tarde y la escasa brisa se había detenido. Entendí que esperaban mi propuesta. “Lo más difícil para ese presidente es hacer política”, dije. “La política no se come”, protestó Rosendo.

“Este trató de hacer un chiste”. Cristina apuntó con la cabeza a Rosendo. Él, que la conoce bien, sonrió. “¿Tú sabes qué?”, y se volvió hacia mí: “Es verdad lo que dijiste. Lo más difícil es hacer política. Para mí, lo que más necesitamos es unidad, y para eso hace falta la política. Ustedes me conocen, y saben de lo que hablo. Estoy cansada de que me digan cómo tengo que pensar y que me pidan que crea en todo lo que me dicen. Ese futuro y este país son de los jóvenes, pero también de nosotros, y de aquel, y de aquel…” Señalaba a niños que corrían entre los pinos, a personas que andaban por la calle Martí, a los que bebían en el portal del restaurante ubicado en la acera del frente.

A esas alturas, me dio por ponerme sentencioso: “La política es un asunto de todos”.

“De verdad que esa papa arde”. Rosendo se tiró del muro. “Vamos, que hay que echar algo en la olla.”

Ellos viven cerca, por la calle Morro. Sus casas estuvieron a punto de ser alcanzadas por las olas. Yo, en dirección opuesta. Me quedé a ver cómo sus cuerpos seguían polemizando, las manos agitándose en el aire. Ya a punto de separarse, Enrique tomó a Cristina por la cintura, pasó un brazo por los hombros de Rosendo. “Si discuten sobre estos asuntos”, me dije, “es que todavía piensan que es posible”. Al menos ellos.

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