“Peor que en Haití”

Calle 32 hacia Real, Cojímar. Foto: Arturo Arango

Calle 32 hacia Real, Cojímar. Foto: Arturo Arango

Primero llegaron al barrio (Cojímar, se llama) los encargados de asfaltar las calles. Hace más de un año los vecinos fuimos asistiendo al avance de máquinas y trabajadores que iban cubriendo con alquitrán las vías que poco después recibirían las capas de asfalto. Como el orden en que avanzaban los trabajos resultaba azaroso, no tardaron en aparecer los rumores: “Lo están haciendo con materiales (o con dinero) que sobraron de otro barrio”; “En la Villa Panamericana (aledaña a Cojímar) están pidiendo que construyan un policlínico, y el gobierno prefiere mejorar los accesos al de aquí, antes que hacer uno nuevo”. Ambas conjeturas eran posibles; la segunda, incluso, muy razonable. En ocasiones las labores podían interrumpirse durante días. “Ya se fueron”, se comentaba en las esquinas, pero luego volvían a quedar como nuevas cuadras por las que no transita casi nadie.

Para seguir dando la razón a los rumores, se asfaltaron algunas de las arterias que unen la Villa Panamericana con Cojímar. Lo curioso fue que Los Pinos, por donde transita todo el transporte público y pasa por la puerta principal del policlínico, quedó intacta, es decir, marcada de una punta a la otra por baches y pliegues. Tampoco tocaron la 32, otra de las vías que usan los ómnibus, ni Real, o José Martí, que de ambas maneras se le llama. Y en cualquier pueblo de Cuba se sabe que lo que recibe esos nombres es importante, aunque como calle ya vaya sirviendo de poco.

Real hacia la Villa, Cojímar. Foto: Arturo Arango
Real hacia la Villa, Cojímar. Foto: Arturo Arango

A fines del año pasado otras brigadas, otras maquinarias, empezaron a romper las calles. Venían de la parte baja hacia la alta del poblado, y de momento el asfalto que todavía estaba nuevo quedó íntegro. Junto con ellos avanzaban también el polvo y las corrientes de agua que delataban los muchos salideros que dejaban atrás.

Un día, esa máquina que va picándolo todo como un dragón cometierra llegó con su estruendo a unos metros de mi casa. Se acercaban los días de fines de año (quizás fuera ya 31 de diciembre) y al mediodía todo quedó en silencio. Comenzó el año y los trabajos no continuaron. Los rumores sí: “Vinieron unos jefes y dijeron que no picaran una cuadra más sin arreglar todos los salideros que hay”.

Máximo Gómez entre 31 y 32, Cojímar. Foto: Arturo Arango
Máximo Gómez entre 31 y 32, Cojímar. Foto: Arturo Arango

Volvieron dos meses después, exactamente el 5 de marzo. Han ido avanzando de manera discontinua, y ahora las calles que antes no fueron tocadas están como ruinas, y a las que fueron arregladas las atraviesan surcos que debían haber sido cubiertos por concreto. Y algunos lo fueron, dicha sea la verdad, pero la consistencia de esa sustancia gris que una concretera vierte es terrosa, se va deshaciendo bajo la acción de los autos y la lluvia.

Mientras instalaban tuberías nuevas, de plástico, las antiguas, de hierro, quedaban truncas pero vivas. Durante meses el entretenimiento de los vecinos fue adivinar por cuál de las redes, la nueva o la vieja, llegaría el agua esa noche. El cambio climático, el fenómeno del niño y quién sabe cuántos factores más están provocando una de las mayores sequías que hayan conocido las Antillas Mayores. Por las tuberías originales, cortadas, siguió fluyendo el agua con más constancia que por la nueva. Donde quedaron los muñones amanecían manchas de humedad o pequeños arroyos donde bebían los perros callejeros. Algunas personas fueron más inteligentes: conectaron mangueras a algunos de esos muñones y se sirvieron de ambas posibilidades durante varios meses. Hasta fines de julio, exactamente.

32 y Máximo Gómez, Cojímar. Foto: Arturo Arango
32 y Máximo Gómez, Cojímar. Foto: Arturo Arango

Un dragón mucho mayor que el anterior fue recorriendo durante varios días la calle 32, abriendo la enorme zanja por donde debe ser enterrada la tubería maestra. En algunos puntos, sus cuchillas picaron la maestra anterior y las calles paralelas a la 32 fueron inundadas por ríos de lodo que nadie se ha ocupado de limpiar.

Hasta hoy las obras continúan. No quiere decir esto que todos los días se vean personas trabajando en esas calles. Quizás trabajan en otros lugares, estudiando, planeando cómo remediar los desastres cometidos el día anterior.

Los ríos de lodo se convierten, de acuerdo con la intensidad del sol o algún aguacero esporádico, en polvo o en fango. La tierra de Cojímar es roja. Objetos, muebles, árboles, personas, andamos cubiertos por una capa rojiza que nos uniforma. Si en otros barrios supieran esto, nos reconocerían a la distancia: “Mira, aquel que va por allá vive en Cojímar”, dirían.

32 entre Máximo Gómez y Real, Cojímar. Foto: Arturo Arango
32 entre Máximo Gómez y Real, Cojímar. Foto: Arturo Arango

El lunes pasado, por ejemplo, después del paso de la fugaz vaguada, un señor que intentaba llegar a la bodega que le corresponde quedó detenido en mi acera, estudiando cómo cruzar la calle. “Esto es peor que Haití”, dijo, para sí mismo, invocando un país donde quizás nunca ha estado, pero cuyas miserias y desgracias ocupan titulares. Cuando la degradación es sistemática, el ser humano se va acostumbrando a ella, y en ocasiones pierde el sentido del lugar al que ha llegado, del arco de deterioro que su vida y su contexto han ido sufriendo con el paso del tiempo.

Si yo tuviera la certeza de que este rosario de desgracias es excepcional, no lo haría público. Pero basta recorrer La Habana, basta mirar alrededor para darse cuenta de que el desatino se ha convertido en regla, con sus debidas excepciones (¿Varadero, la Habana Vieja…?).

Escombros y basura, Cojímar. Foto: Arturo Arango
Escombros y basura, Cojímar. Foto: Arturo Arango

Quienes ordenan que se compongan primero las calles que deberán ser destruidas después son los que gobiernan: no importa si un consejo popular, si un municipio, si una provincia, si un país.

Las víctimas en esta historia, o en cualquier otra de las muchísimas que pudieran contarse, somos los gobernados. El papel al que hemos sido destinados es más difícil aún porque también nos corresponde la impotencia. A cualquier hora del día, los vecinos de mi barrio se asoman a los huecos de la calle 32, miran las tuberías, los enlaces, comentan, critican, aventuran lo que sucederá mañana (no los distingue el optimismo), pero nada más pueden hacer. O si pudieran hacer algo más, no lo saben. O si lo saben, están convencidos ya de que es inútil. Queda solo hablar, quejarse, sobre todo desconfiar. Eso tiene que ver con los modos de hacer, o de no hacer, política. El escepticismo y la apatía expresan el sinsentido de las formas oficiales de participación política.

Nada hay más nocivo que gobernar en estado de impunidad. El Gobierno, los muchos gobiernos que administran los recursos del país, necesitan enfrentarse a una oposición. Pero esa oposición no tendría que ser ejercida por otros partidos, quedar circunscrita a lobbys políticos. Los vecinos que se asoman al hueco de la calle 32, o el señor que no encuentra cómo cruzar la calle, deberían (¿deberán?) ser la oposición. A fin de cuentas, no estoy hablando de calles sino de democracia, esa palabra tan desfigurada, sobre todo cuando se usa en relación con Cuba. Sin esa democracia real (el poder que deben ejercer las personas de a pie sobre los destinos de una comunidad, de un país) no solo continuaremos en esta espiral de deterioro material y político, sino que será más fácil el proceso de construcción del capitalismo que ya está en marcha. Y cuando ese otro proceso termine, quizás haya más eficiencia pero, de seguro, mucha más desigualdad.

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