“Prohibido pensar en agosto”

“Debería existir una ley que prohibiera pensar durante el mes de agosto”, dice mi vecino Arístides, y argumenta: “No es solo el calor, sino también la luz. ¿Te has fijado cómo a las 3 o las 4 de la tarde La Habana quiere desaparecer? Tú vienes por Malecón, por ejemplo, y es tanto el brillo, el resplandor, que los edificios parecen envueltos en neblina. Así mismo deben verse los cerebros”.

La combinación de verano y Olimpiadas es perfecta para Arístides. Lo he visto maldecir cuando se entera de que algunos juegos múltiples (pueden ser también los Panamericanos) desplazan su calendario para septiembre. Estoy seguro de que uno de los días más felices de su vida fue el de la clausura de los juegos continentales que se realizaron en La Habana. Aquella noche, de regreso del estadio Panamericano, llegó a decir que creía posible que Cuba alguna vez volviera a estar entre los tres primeros lugares en una Olimpiada. He tenido el buen gusto de no recordarle jamás esa exageración.

Para que el posible lector de estas líneas me comprenda, debo decir que Arístides tiene mi edad, lo cual significa que su “uso de razón deportiva” se remonta a la década del 60. Ni él ni yo lo vimos en vivo, por televisión, porque hablo de una época sin soportes digitales, donde gran parte de lo que pasaba más allá de nuestro entorno lo veíamos en blanco y negro, pero los dos gozamos con la medalla de Enrique Figuerola en Tokío, en 1964, tanto como sufrimos la derrota del equipo de pelota Cuba, y del enorme Manuel Alarcón, en los Panamericanos de Winnipeg, en 1967.

Arístides, además, mide 1.70, pesa algo más de 170 libras, es asmático, tiene problemas circulatorios y ahora mismo ve las Olimpiadas con las piernas en alto, por un extraño dolor que le ha aparecido en el pie izquierdo. El jueves, con el carro en manos del mecánico, subió y bajó dos o tres veces, en pleno día, las lomas de Cojímar, y fue demasiado para algún tendón o para su metatarso. Ya que no puede caminar, voy a su casa a acompañarlo mientras transcurre la primera jornada de competencias en Rio de Janeiro. Uno de los temas de discusión más frecuente entre nosotros es el deporte. Él asegura que el deporte es su vida. Yo opino que lo que ama es el espectáculo. Él es de los que piensa que el espectáculo es una forma de promover la práctica del deporte. Jamás lo he visto en el gimnasio que está a media cuadra de nuestras casas, ni en alguno de los dos biosaludables que hay en el barrio.

“¿Te acuerdas de los planes de la calle?”, le pregunto. Aquello sí era estimular que los niños jugaran, se divirtieran, aprendieran las reglas de los deportes más conocidos. Y con pocos, poquísimos recursos. “¿Has visto cómo los muchachos juegan fútbol en la calle?”, me responde: “Quieren ser como Messi, como Cristiano Ronaldo.” Arístides es un anticapitalista convencido, y por ese flanco lanzo mi ataque: “Si Messi o Cristiano no tuvieran millones, si no aparecieran en anuncios comerciales, en portadas de revistas, si solo se tratara de admirar sus cualidades físicas, de emular el virtuosismo de ambos, ¿los siguieran igual?” “No sé”, admite. “Yo tampoco.”

Lo he tocado y a veces me da por ser implacable: “Alguna vez, cuando éramos niños y adolescentes, el deporte fue masivo, de verdad”, le digo: “Había campeonatos provinciales y nacionales de muchos deportes y la gente iba a ver los juegos, por malos que fueran. Después, salvo la pelota, lo demás se convirtió en laboratorio. Los técnicos van buscando talentos y los llevan a escuelas especializadas. Seguramente así es más rentable y efectivo, pero se acabó la masividad. El deporte pasó a ser sobre todo una bandera, un símbolo. Al resto, como a ti y a mí, nos tocan la obesidad y el sedentarismo”.

Me acusa de ser demasiado parcial. “¿Has visto cuánta gente corre por 5ta Avenida? ¿Cuántas personas de la tercera edad van a los parques a hacer ejercicios? ¿Has estado alguna vez en la cancha de baloncesto de 23 y B? Voy a decirle a Greco Cid que te invite a ver un partido”. Quedo en silencio mientras algún cubano pierde otro set más en un partido de tenis de mesa. “¿A ti no te alegra cuando un cubano gana?”, pregunta. “Claro que sí”. Me alegro cuando gana y me deprimo o molesto, según el caso, cuando pierde. Y sí, he visto todo lo que me describe, y más. Por las tardes, cuando circunvalo San Antonio de los Baños, me admira que esas carreteras estén llenas de corredores y caminantes, la mayoría mujeres (la mayoría pasaditas de peso).

El día se acaba, y Cuba no ha ganado su primera medalla. “Ya caerán”, me asegura. “¿Cuántas?”, lo provoco. “Más de veinte”, se arriesga. “¿De oro?”. “No, coño, en total. Más de diez de oro. ¿Cuánto apuestas?” Acepto el desafío: el domingo siguiente al final de las Olimpiadas almorzaremos juntos: si el medallero responde a sus expectativas, yo pago. Si no…

“¿Por qué desconfías? Los muchachos están bien preparados”, dice. “Es realismo; no desconfianza. Nos estamos convirtiendo en un país normal. Nos toca lo que nos toca. Somos subdesarrollados, con una economía que cuando empieza a crecer, cae otra vez, bloqueados todavía, dependientes de la ayuda exterior, en medio de trasformaciones…” Hace un gesto para que me calle. “Nunca hemos sido un país de gente normal. Dimos a Ramón Font, a Capablanca, a Sotomayor…” “Dinero”, digo: “Para todo eso hace falta el dinero que Cuba no tiene. ¿Cuánto se está invirtiendo ahora mismo en esa delegación? ¿Cuánto le cuesta al erario público cada uno de esos atletas que a veces no ganan ni su primera competencia?” Los dos comenzamos a irritarnos, a perder la compostura. “¿Tú no eres el que pide más dinero para el cine, para la cultura? ¿Qué hacemos en el deporte? ¿Tirar la toalla?”

Una tormenta se acerca y es más prudente regresar a casa. La apuesta de las medallas queda en pie. “Ven mañana”, me pide. “Pero, compadre, estamos en agosto. Prohibido pensar”.

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