“Quién se come la gallina y quién el huevo”

Foto: Desmond Boylan

Foto: Desmond Boylan

En mayo de 1994 estuve en Medellín con Leonardo Padura. Un amigo, Carlos Alberto Restrepo, nos llevó a conocer las comunas noroccidentales. La muerte de Pablo Escobar había ocurrido pocos meses atrás, y la zona que visitaríamos estaba marcada por la violencia. Allí se había filmado Rodrigo D y poco después sería La vendedora de rosas.

Carlos Alberto nos llevó a una casa juvenil: un edificio destartalado, donde cuatro jóvenes que apenas sobrepasaban los veinte años y un señor sobre los cuarenta se empeñaban en crear un espacio en el que practicar deportes o ver películas. Nos presentaron al señor como “el pacificador de la zona”. “Les explico a los muchachos que es mejor jugar voleibol que caerse a tiros”, nos dijo. Pasamos cuatro o cinco horas conversando con ellos, la mitad del tiempo escuchándolos y la otra mitad respondiendo preguntas sobre una Cuba hundida en la crisis.

Regresé a Medellín en octubre de ese mismo año. Llevaba en mi equipaje una antología que Padura y yo habíamos preparado para El Faro de Alejandría, una editorial que Carlos Alberto y el poeta cubano Víctor Rodríguez Núñez (residente, por entonces, en la ciudad paisa) trataban de fundar. “¿Te acuerdas de los que nos recibieron en la casa juvenil?”, me preguntó Carlos Alberto. El “pacificador” y dos de los jóvenes habían sido asesinados.

Meses después de haber regresado a La Habana, un colombiano fue a buscarme a la oficina de La Gaceta de Cuba. Puso en mis manos un sobre que de momento no reconocí. “Se lo manda Diana, la viuda de Restrepo”. Era el manuscrito de la antología que jamás llegó a publicarse. Así me contaron el asesinato de Carlos Alberto: estaba en la sala de su casa, viendo televisor junto a su hija Paloma. Tocaron a la puerta. En cuanto abrió, le dispararon a la cabeza.

La violencia que mató a mi amigo y a aquellas personas que conocí en Medellín no fue, directamente, la provocada por el enfrentamiento entre las FARC-EP, el Ejército y los paramilitares, pero tiene su origen en una sociedad que durante décadas ha vivido en el horror de sistemáticos, habituales combates, secuestros, asesinatos masivos de civiles.

La semana pasada, al firmarse los acuerdos de paz para Colombia, el presidente Juan Manuel Santos reconoció haber sido un adversario constante de las FARC-EP, declaró que estaba en absoluto desacuerdo con lo que ese movimiento proponía para el país, pero se comprometió a defender por todos los medios a su alcance la participación de los hoy exguerrilleros en la vida política colombiana. Y Timoleón Jiménez, jefe del Estado Mayor Central de las FARC-EP, recordó que en el inicio del enfrentamiento, en 1964, estuvo la negativa del gobierno para dialogar con la Asamblea de los Guerrilleros de Marquetalia. Aquellos campesinos comenzaron su lucha “usando la vía menos dolorosa para nuestro pueblo, la vía pacífica, la vía democrática de masas”. Cuarentaiocho de ellos fueron asesinados. Timoleón Jiménez advirtió que “el Estado colombiano tendrá que hacer efectivo que a ningún colombiano se le perseguirá por razones de sus ideas o prácticas políticas”.

Todo lo anterior fue dicho en La Habana, Cuba, el 23 de junio de 2016.

A poco de caer la dictadura militar argentina, se creó la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (Conadep). El resultado preliminar del trabajo de la Comisión apareció en el libro Nunca más, en 1985. Aunque el volumen demostraba la represión masiva y sistemática ejercida por el Estado, el prólogo pretendía repartir las culpas mediante la teoría de “los dos demonios”: “Durante la década del 70 la Argentina fue convulsionada por un terror que provenía tanto desde la extrema derecha como de la extrema izquierda”, dice en su comienzo.

En 2006, la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación preparó una nueva edición de Nunca más, esta vez con otro prólogo en el que se precisa que “es inaceptable pretender justificar el terrorismo de Estado como una suerte de juego de violencias contrapuestas, como si fuera posible buscar una simetría justificatoria en la acción de particulares frente al apartamiento de los fines propios de la Nación y del Estado que son irrenunciables”.

Ahora, en 2016, bajo el gobierno de Mauricio Macri, la Secretaría de Derechos Humanos y Pluralismo Cultural de Nación acaba de publicar otra edición que suprime el prólogo de diez años atrás y restablece el original. Claudio Avruj, el moderador de la mesa en la Feria del Libro de Buenos Aires, afirmó: “presentamos esta reedición del Nunca más tal cual fue, sin aditamento ideológico”.

Una y otra vez la Historia se ofrece como campo de batalla. Suprimir “aditamentos” ideológicos es una operación ideológica.

Traigo todo esto a cuento porque, a propósito de Cuba, suelo leer llamados a la reconciliación nacional. Si atendemos al estricto sentido de las palabras, “re-conciliación” supone que antes existió “conciliación”. Mis conocimientos de historia no alcanzan para identificar cuándo vivió Cuba en ese estatus idílico: ¿en 1902, cuando se proclamó la República anhelada con el fardo inevitable de la Enmienda Platt? ¿Cuando José Miguel Gómez mandó a masacrar en Oriente a los Independientes de Color? ¿O cuando La Habana fue una ciudad radiante, moderna, admirable, minada por la corrupción y el gansterismo y con zonas de extrema pobreza?

Mi tía abuela Estilita decía que Gerardo Machado, como presidente, se echó a perder cuando los “muchachos de la Universidad” comenzaron con sus revueltas. Su hermana Encarna tenía el hábito de contradecirla: “Machado mandó a matar a esos muchachos”.

Acercándonos más en el tiempo, ¿sería el punto cero de la no-conciliación el 1ro de enero de 1959, cuando un movimiento revolucionario que representaba los intereses de casi toda Cuba tomó el poder?

Vuelve a ser la historia del huevo y la gallina, esta vez colocada de acuerdo con los intereses políticos de cada grupo en pugna. En casa, cuando alguien mencionaba ese dilema, mi tía Estilita decía que la cuestión era saber quién se come la gallina y quién el huevo. Encarna, por llevarle la contraria, respondía siempre: “A veces una sola persona se zampa la gallina y los huevos, y los demás nos quedamos sin nada”.

“La nación cubana necesita contar con todos sus hijos para poder construir futuro”, propone Lennier López en el artículo “Claves para la reconciliación nacional”, difundido por Cuba Posible. El problema es que eso nunca ha sucedido, y me temo que corresponde al terreno de los imposibles. De inmediato Lennier agrega unas líneas con las que estoy en desacuerdo: “Hemos vivido muchos años de separación por ideologías aparentemente antagónicas”. Durante muchos años (muchos más que cincuentaisiete), entre los cubanos se han ido creando divisiones (y también alianzas) movidas por razones ideológicas. Las más graves, por diferencias irreconciliables.

Concuerdo con Lennier en que el respeto a la diversidad ideológica y la  participación de todos son imprescindibles para resolver las dificultades del presente y para diseñar el futuro, pero en política no caben las ingenuidades, y la derecha radical es tan dogmática y excluyente como la izquierda ortodoxa. También ha demostrado ser más implacable.

Cuba no ha vivido en estas décadas recientes el espanto que conocieron Argentina y Colombia, pero en la historia de ambos países se pueden leer lecciones útiles para nuestro futuro.

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