“Quiero ser como mi papá”

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

Mi abuelo Arturo Arango Oquendo trabajó en la tabaquería La Siempreviva. El dueño era Agustín Martín Veloz, Martinillo, quien desde inicios del siglo xx se había dedicado “en cuerpo y alma a la organización no solo de los trabajadores sino también de todos los grupos sociales desfavorecidos”, según puede leerse en la excepcional Enciclopedia Manzanillo.

El artículo dedicado a Martinillo en ese sitio digital asegura que él mismo se ocupaba de las lecturas en su tabaquería, y “leía libros de Marx y de Bakunin, periódicos como Tierra y novelas de Víctor Hugo y Zola. Y al final de la lectura iniciaba el debate, la explicación, la aclaración”. También, que “era tal su afán por el debate que en todos los mítines tenía por costumbre poner dos micrófonos, uno para él y otro para todo aquel que quisiera refutar sus argumentos”.

Mi abuelo, de por vida, se declaró filocomunista, y tal vez la única consecuencia práctica de tal elección fue la de no bautizar a sus hijos. Murió cuando yo apenas tenía 6 años, y fue por mi padre que conocí las razones que provocaron que yo mismo, y mi hermano menor, tampoco pasáramos por la pila bautismal: bautizar a un recién nacido es imponer una creencia a una persona que todavía no tiene capacidad para elegir.

“Cuando seas grande”, decía mi padre, “tendrás libertad para ser católico, o protestante, o espiritista, o comunista, o no creer en nada, si eso es lo que prefieres”.

Hace unos días, mi amiga Maidita fue convocada con urgencia a la escuela donde su hijo Alán cursa el primer grado. El problema que la directora le planteó a Maidita resultó un poco más complejo, por inusual, de lo que ella temía: Alán se negaba a decir el lema de los pioneros. Argumentaba ante su maestra que él no sabía quién era el Che, y repetía, convencido: “Quiero ser como mi papá”.

Supe la anécdota cuando Maidita vino a pedir consejos. Soy admirador confeso del Che Guevara y siempre me pareció hermoso que sus cualidades principales fueran el paradigma a seguir por los niños cubanos. Pero ante el dilema provocado por Alán, recordé a mi abuelo paterno y a su mentor comunista. Por otra parte, hay verdades de Perogrullo que es necesario repetir una y otra y otra vez: Cuba ha cambiado mucho desde 1968 (cuando se adoptó el lema que repiten los pioneros moncadistas), y lo ha hecho también el planeta y cada uno de nosotros.

El adolescente que fui cincuenta años atrás leyó con fervor el Diario del Che en Bolivia y, siendo joven, comprendió lo que una palabra como comunismo proponía para el futuro de la humanidad.

“Vamos al inicio del problema”, propuse a Maidita: “La frase ‘Seremos como el Che’ es la respuesta a un llamado; ‘Pioneros por el comunismo’. ¿Y cómo hacer que un niño de 6 años comprenda lo que es el comunismo?”. El comunismo, aclaré mi idea, como una aspiración posible, al alcance de ellos o de sus descendientes inmediatos, de manera que luchar o trabajar en favor de ese futuro pueda convertirse, de manera racional, en un propósito al que todos, mayoritariamente, nos dediquemos.

“No se puede”, me respondió ella. “Al menos, yo, lo que soy yo, me siento incapaz. ¿Hoy día, en este país, en esta ciudad, en Cojímar? Qué va”.

Poco antes de esta conversación había leído un párrafo de Julio Antonio Mella que el joven ensayista e investigador cubano Luis Fernando Rojas puso en Facebook: “No queremos que todos sean de esta o aquella doctrina”, escribió quien fue coetáneo de Martinillo. “Lo principal”, dijo, es que los seres humanos “actúen con su propio pensamiento y en virtud de su propio raciocinio, no por el raciocinio del pensamiento ajeno”. Y concluyó: “Seres pensantes, no seres conducidos”.

“Pero fíjate bien”, me dijo Maidita cuando leí lo que Mella pensaba, “lo que propone el lema más que una ideología es un modo de ser, una conducta, y eso no está mal.”

Coloqué entonces el dilema en una dimensión más cotidiana. “Entonces quieres que Alán sea modesto, sencillo, humilde, solidario… ”. “Es lo que te estoy diciendo. Qué madre no va a querer que su hijo sea así”, y quedó aún más pensativa, como si dudara. “No estés tan segura”, repuse. “Ahí está lo más complicado del asunto: no estoy segura de nada. Para estos niños el Che es una abstracción, y la realidad, lo que ven en la calle, lo que pueden oír de sus compañeritos, y hasta de algunos de sus maestros, no tiene casi nada que ver con esos valores. Aunque yo le explique quién fue el Che, y le hable de sus virtudes, y le cuente de su vida, él está ahí, donde siempre, pero la vida es la que anda por otro lado”.

“Tu esposo tiene una relación linda con Alán”, comenté. Maidita sonrió, orgullosa. “Y es un buen hombre”, dije. “Lo es”. La mirada de preocupación dio paso a la de una mujer enamorada, que admira a la persona con quien comparte la vida. “¿Fue pionero?”. “Todos fuimos pioneros”.

Ella debe estar cerca de los 40 años, es decir, nació en el segundo lustro de los 70. “Y desde chiquitos sabíamos bien quién era el Che”, me dice: “No solo conocíamos la parte heroica de su vida, sino también que en su casa solo entraba lo que dan por la libreta de abastecimiento.”

“Alán ya comienza a ser un niño pensante”, le dije: “Cualquier cosa que vayas a hacer, no le dañes eso”. “Tampoco lo voy a enseñar a mentir. Voy a tratar de explicarle, pero si no le nace repetir el lema, que se quede callado.” “Pobre maestra”, comenté. “Yo no quisiera estar en su pellejo”, contestó Maidita.

Pensé en “Felices los normales”, el gran poema de Roberto Fernández Retamar, y lo adecué a lo que quería decir: “Los que transforman el mundo, los que hacen las sinfonías y las revoluciones, son los rebeldes, no los obedientes”.

“Por tu madre”, Maidita ahora abrió los ojos, espantada, “que no es para tanto”.

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