“Ser de izquierdas”

Marcha por Día Internacional del Trabajo en el 50 aniversario de la Revolución, 2009.

Marcha por Día Internacional del Trabajo en el 50 aniversario de la Revolución, 2009.

Margaret Randall, escritora norteamericana y una de mis amigas imprescindibles, me preguntó hace un par de meses, en La Habana, qué era para los cubanos “ser de izquierda”. Margaret vivió en Cuba por más de diez años: llegó procedente de México, con sus cuatro hijos, luego de que la represión desatada en 1968 por el gobierno de Gustavo Díaz Ordaz hiciera arriesgada su permanencia en aquel país. De El Vedado se fue a vivir a Nicaragua. Su relación con muchos de los comandantes del FSLN databa de antes de 1979 (de cuando eran nobles guerrilleros entregados a liberar a los nicaragüenses de la tiranía de los Somoza), pero lo cierto es que desde inicios de los 70 era vista con hostilidad por el sector más dogmático de la ideología cubana. Muy pronto aparecerá por Ediciones Matanzas su valioso testimonio To Change the World: My Years in Cuba, donde ella cuenta ese período mejor de lo que yo puedo hacerlo aquí.

Quiero, sin embargo, que se comprenda que Margaret conoce bien la realidad cubana, a la que ha seguido muy vinculada. Hoy mismo, su hijo mayor, Gregory, egresado de la CUJAE y autor también de un precioso libro de memorias sobre Cuba, ha enviado este mensaje a sus amigos: “La muerte de nuestro querido Fidel me ha tomado por sorpresa, aunque era algo natural y en cierta forma predecible. No tengo muchas palabras en estos momentos, llevo horas pensando en cómo marcó a toda una generación, con sus ideas, con su forma de explicar las cosas, con su acción. Me siento un privilegiado por haber podido vivir esos años en Cuba en que soñamos juntos, construimos juntos y también nos equivocamos juntos, pero siempre bañados en una especie de ambiente de generosidad, de altruismo y de humanismo”.

A Margaret le llamó la atención que una señora que había conocido en este viaje se hubiera definido como “de izquierda”. Su pregunta, que en otro contexto pudiera parecer elemental, cargaba otros sentidos que se prolongaron en nuestra conversación. Tal vez lo primero que saltó a su oído fue la sustitución. De seguro, en los años 70, 80, incluso durante los 90, esa señora se hubiese definido como “revolucionaria”. Es una verdad de Perogrullo que toda transformación en una sociedad provoca modificaciones en el lenguaje: nuevas palabras, nuevos contenidos aparecen; otras se desgastan, pierden su sentido originario; otras más se reacomodan, se hacen más precisas.

La pregunta de Margaret aún estaba en el aire, esperando por mi respuesta: “Ser de izquierda es defender la soberanía nacional, la justicia social y la emancipación de los seres humanos”, respondí. Ahora no sé si ambos dijimos “izquierda”, en singular, o si uno u otro pluralizó la palabra. Tengo la impresión de que si la señora a quien Margaret conoció en La Habana, o si yo mismo, optamos por definirnos de esta manera es porque la palabra (el concepto que la palabra entraña) en este momento es más inclusiva. Al menos, es una definición que se expande más allá de los límites de este archipiélago, que nos enlaza con aspiraciones e inconformidades compartidas en todo el planeta, y también con transformaciones que pueden ser posibles por vías distintas a aquellas en que suelen enmarcarse las revoluciones. Decir que uno es de “izquierdas” abre la posibilidad de que ese posicionamiento reconozca múltiples opciones en torno a un núcleo común de afinidades ideológicas.

Con cierta frecuencia he escuchado una afirmación que, en el terreno de las ideas políticas, es simplificadora: “revolución es cambio”, se dice, cuando en la Historia Moderna toda convulsión de esta naturaleza ha implicado un cambio hacia la izquierda, aunque, también con regularidad, dentro de ellas se engendran procesos que se oponen al sentido originario del movimiento. La Revolución Mexicana fue girando a la derecha en la medida en que se convertía en gobierno, en manos del PRI. El estalinismo desfiguró el sentido libertario de la Revolución de Octubre.

A pesar de la extraordinaria definición hecha por Fidel el 1 de mayo de 2000, en nuestro contexto el uso del término “revolucionario” se ha ido estrechando no para definir la adopción de un conjunto de ideas sino la aceptación de una forma de gobierno o incluso de un gobierno mismo, de las personas designadas para desempeñar una responsabilidad. De tal manera, todo lo que no pasa por sus regulaciones se vuelve, si no “contrarrevolucionario”, al menos “no revolucionario”.

Quienes emplean de forma excluyente el término revolucionario son los que excomulgan a ultranza al cine independiente, los que separan de sus puestos a quienes colaboran con órganos de prensa alternativos, los que demonizan espacios de participación que abren el debate de temas imprescindibles en el presente cubano, los que ponen bajo sospecha toda forma de expresión o pensamiento que, en el mejor de los casos, no coincide exactamente con sus ideas. En el peor de los casos, con lo que pueda dañar sus intereses. En unas líneas poco citadas de su definición, Fidel dice que revolución también es “desafiar poderosas fuerzas dominantes dentro y fuera del ámbito social y nacional”.

He leído, en meses recientes, apelaciones de jóvenes blogueros que advierten sobre la necesidad de que las tendencias que optamos por eso que he llamado izquierda se concilien, en lugar de pelear entre sí, como está sucediendo hoy. Desde La Joven Cuba (espacio también estigmatizado en su momento), Harold Cárdenas recuerda que “El pacto en que se fundó la Revolución respetaba la diversidad en el pensamiento revolucionario y sabía utilizarla en su favor, no la menospreciaba ni le parecía peligrosa”.

A veces es desconcertante cómo se practican o se admiten actitudes que favorecen el capitalismo, la colonización cultural, la mercantilización de las personas, y se condenan las que enjuician, critican, someten a dudas o miran desde perspectivas más complejas zonas dolorosas de nuestro presente o del pasado cercano.

Quizás durante las últimas cinco décadas el espectro político cubano no ha estado tan disperso como lo está hoy, y así como hay, dentro y fuera de Cuba, una derecha cada vez mejor posicionada, más activa y consecuente con sus objetivos (también torpe en momentos claves: bastaría con atender la forma en que algunos celebraron la victoria de Donald Trump), también existe una izquierda (dentro y fuera) cada vez más diversa y creativa, y que suele operar desde espacios no convencionales.

La unidad de estas fuerzas de izquierda tendría que comenzar por un cambio de actitud en muchos de quienes ocupan posiciones de poder. Es fácil y autoritario convocar a la unidad en torno a ideas o intereses propios. Lo admirable, lo digno, es cuando la apelación a la unidad, en lugar de imponer decisiones preestablecidas, reconoce las diferencias, admite las necesidades y aspiraciones de los otros, está abierta al diálogo, a la construcción de consensos.

La unidad tendría que comenzar por allí, pero es una obligación de quienes queremos una Cuba con todos, para el bien de todos y de cada uno: una Cuba donde se cambie cuanto deba ser cambiado, siempre hacia la izquierda, en “ese ambiente de generosidad, de altruismo y de humanismo”.

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