“Tenemos siete compañeros en Estados Unidos”

La frase fue dicha por un jugador cubano de hockey sobre césped a un periodista de AFP. Me permito creer que la palabra “compañero” pertenece al original o, por lo menos, que está en el tono de lo respondido por ese jugador, quien tuvo que jugar el partido final de su torneo con un equipo menguado y soportar una paliza de 13-0 frente a Trinidad y Tobago.

Ya otros cronistas han advertido (incluso en esta misma publicación) que los cambios por los que atraviesa Cuba pasan también por el lenguaje, por el punto de vista con que nos colocamos ante realidades distintas. Quienes hoy son llamados “compañeros” algunos años antes hubieran sido calificados como desertores que traicionaron la confianza depositada en ellos por el pueblo. La palabra elegida designa al menos un proceso: aquel que ha venido normalizando la posibilidad de que una persona cualquiera decida instalarse en otro país, y allí ganarse la vida. El asunto, como sabemos, tiene dos caras: desde la perspectiva de quien emigra, se trata de ejercer su libertad para elegir en qué espacio establecerse; desde una mirada geopolítica, estamos ante el robo de cerebros y talentos, que se cumple mediante el tránsito hacia países desarrollados de personas formadas como profesionales en el tercer mundo.

Pero “compañeros” expresa también la continuidad y el crecimiento de un fenómeno que desangra día por día a nuestros equipos. Supongo que cada jugador cubano está hoy preparado para ver cómo esos que entrenan día a día a su lado desaparecen súbitamente, o a organizar él mismo su tránsito. Algunos reportes dan la cifra de veintiocho deportistas que aprovecharon la estancia en Toronto para emigrar. Y si bien, por una parte, los procesos migratorios tienden a concebirse como normales, incluso en ramas como esta donde ha habido muchas más restricciones que en otras, la situación del deporte mismo es de crisis. De crisis total.

Estoy lejos de ser un especialista en historia del deporte en Cuba, pero mi memoria alcanza a revivir aquellos años donde el lema del INDER era “El deporte, derecho del pueblo”, y sucedía con frecuencia que las calles se cerraran los domingos para estimular a todos a ejercitar sus cuerpos (“Plan de la calle”, se llamaba). Era una aspiración donde parecían fundirse Atenas y Esparta (aunque, luego de 1968, Esparta dominó por muchos años sobre Atenas).

Los logros de Cuba en juegos múltiples (Centroamericanos, Panamericanos, Olimpiadas) o en campeonatos del mundo de cualquier disciplina se planteaban como la cúspide de una pirámide en cuya base cientos de miles de personas, sobre todo niños y adolescentes, practicaban juegos tan populares como la pelota, o que hasta entonces estaban reservados a las élites, como el tenis.

En su novela Todo fluye, Vasili Grossman analiza cómo el socialismo leninista pasó a convertirse en una puesta en escena, en representación. Los congresos, por ejemplo, escenifican aquellas decisiones tomadas previamente en oficinas. En el caso que nos ocupa, no sé cuándo ocurrió la fractura, pero a partir de algún instante las conquistas internacionales del deporte cubano dejaron de ser la expresión de esa pirámide para convertirse, en sí mismas, en representación de un movimiento deportivo que a su vez simbolizaba la fuerza de la Revolución. Teníamos una buena Serie Nacional de beisbol, que era disfrutada masivamente, en los estadios, y mediante los medios de difusión, por cientos de miles de personas. Las voleibolistas y los voleibolistas cubanos ganaron, a fines del siglo pasado e inicios de este, todas las medallas posibles, pero ¿existía un campeonato nacional de voleibol seguido por el público?

El deporte de alto rendimiento estableció sus leyes propias en las que, más que la participación masiva, vale la caza de talentos, porque, tanto o más que cumplir con la vieja máxima de que “mente sana en cuerpo sano”, lo que importaba eran esas medallas que debían hacer llorar de emoción y avivar el orgullo nacionalista de un pequeño pueblo bloqueado que, al menos en los tabloncillos o los terrenos de juegos, era superior a grandes potencias capitalistas. En casi todas las disciplinas en que Cuba compite en juegos múltiples lo hace con equipos de laboratorio. ¿Quién ha visto aquí jugar hockey sobre césped en el solar abandonado de la esquina?

Todo parece, ahora, volver a la normalidad. Todavía ese cuarto lugar de Toronto puede ser demasiado alto para las posibilidades reales de este pobre país que jamás alcanzará (según los demógrafos) los doce millones de habitantes.

Hace algunos años, un notable grupo de voleibolistas cubanos decidió establecerse en Italia. Ihosvany Hernández, hasta entonces capitán del equipo Cuba, fue el único que hizo declaraciones a la prensa: “Queremos estar en la liga más fuerte del mundo”, recuerdo que dijo. “Jamás jugaremos contra Cuba, y si nos llaman de nuevo al equipo nacional, representaremos a nuestro país.” Cito sus palabras de memoria, pero estoy seguro de no haber traicionado su sentido. Ellos tendieron un puente que las autoridades cubanas, en lugar de explorar, decidieron dinamitar.

Llegados a este punto, todo parece indicar que la “normalización” pasará por la reintegración de los jugadores que se han ido a los equipos nacionales del país donde nacieron. Es evidente que ya Héctor Olivera, Alexei Bell o Luis Yander la O no vestirán más el uniforme de mi querido Santiago, pero ojalá que sí puedan disputar un puesto en el equipo cubano en el próximo Clásico Mundial.

Claro que entonces no estarán escenificando totalmente los logros del deporte nacional, y del sistema que lo sostiene. Y me atrevo a vaticinar como inevitable que alguna vez un deportista nacido en Bauta o Sibanicú pueda integrar un conjunto cubano aunque haya aprendido a jugar hockey sobre césped (o sobre hielo, que todo puede suceder) en New Jersey o Estocolmo. O, mejor aún, puede haber estado en la masía del Barcelona y convertirse en la revelación del futbol cubano.

No debe entenderse de lo que vengo diciendo que me opongo al deporte como espectáculo. Me fascina ir a un estadio, esperar el juego que me hará feliz el fin de semana, o que me lo amargará irremediablemente, admirar a un ser humano cuando prueba el límite de sus posibilidades físicas, y, más que eso, disfruto leer el deporte desde su dimensión cultural. Pero, más que un cuarto lugar o que los descalabros ya habituales de la pelota cubana, me duele ver por todas partes tableros de baloncesto desvencijados, postes de voleibol oxidados, que solo, acaso, sostienen las hilachas de lo que fue una malla, piscinas vacías, en peligro de agrietarse… Si el dinero ya no da para sostener la representación al mismo nivel que antes, si la puesta en escena corresponde con una realidad que ya no existe, quizás la solución primera sea comenzar otra vez desde abajo, y que el derecho principal sea la práctica misma del deporte, no importa si al final del recorrido hay una medalla, un himno, unas lágrimas de júbilo.

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