“Un país son muchos países”

Foto: Kaloian

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He leído que en la película Neruda, del chileno Pablo Larraín, hay una escena donde, en medio de una fiesta, una sirvienta se acerca al gran poeta y le pregunta si es verdad que en el comunismo todos seríamos iguales. A la respuesta afirmativa de Neruda la señora propone una duda devastadora: “¿Pero iguales a usted o iguales a mí?”

Durante algunas décadas, Cuba parecía un solo país unido en torno a un pacto social que pudo ser: sacrifiquémonos todos y seamos primero como la empleada, para en el futuro alcanzar, también todos, el bienestar económico y la plenitud espiritual que cualquier ser humano debe merecer.

No voy a hacer lo que en buen cubano llamamos la historia del tabaco, pero lo cierto es que el poder instaurado fue dejando de ser inclusivo, y no solo excluyó y reprimió a los “burgueses vencidos” de que hablara Guillén, sino a muchos otros que no correspondían con un modelo de persona y de sociedad salido tanto de las entrañas del estalinismo como de la ignorancia y de prejuicios de muy diverso origen. Ese poder trató como enemigos a incontables personas que, en otras circunstancias, debieron ser sus aliados, y aquel pacto ideal fue deteriorándose, corrompiéndose desde dentro. Luego, recibió un tiro de gracia a inicios de los 90 y, progresivamente, se fue cumpliendo lo que solía repetir en clases un apreciado profesor de Historia Universal: “Un país son muchos países”.

Las recientes medidas aplicadas por el Estado para “fortalecer gradualmente el poder adquisitivo del peso cubano” permiten explicar desde la cotidianidad esa atomización. He escuchado en la calle a personas a quienes no les cambiará la vida la disminución de precios: ni antes ni ahora pueden poner a diario en su mesa el pollo o la leche que se vende en los mercados, porque sus salarios no dan para eso. Un segundo grupo, en cambio, está satisfecho, y además calcula cómo tendrán que variar los precios en el mercado negro, que es, casi siempre, lo que importa. El tercero también celebra las rebajas pero muestra una preocupación condicionada por sus ingresos: con esos precios, más personas podrán comprar y las tiendas, nunca bien surtidas, se desabastecerán más rápidamente. Ellos prefieren pagar un poco más a cambio de cierta garantía en los abastecimientos. Especulo que pueda existir un cuarto grupo (y de seguro un quinto, un sexto…): los que viven de robar y vender en el mercado negro, quienes ahora, quizás, tengan que resignarse con menos ganancias.

Lo que ignoro es qué por ciento de la población pueda representar cada uno de esos grupos (y no creo que alguien lo sepa con certeza), lo cual equivale a desconocer cuántos cubanos estamos instalados en la clase baja (o media baja), cuántos en la clase media, y cuántos en la media alta o alta, sin más apellidos.

Que Cuba cada vez más se fragmente en varios países significa que los intereses de sus ciudadanos (es decir, de cada uno de nosotros) también se dispersan, se diferencian los unos de los otros, lo mismo ocurre con las expectativas para el futuro, y con la manera en que organizamos nuestro presente para alcanzar los objetivos que nos hemos propuesto individualmente.

Una vez puesto en marcha un proceso acelerado e indetenible que va creando diferencias sociales cada vez más acentuadas, es también inevitable que los intereses de alguna de esas clases sean contradictorios con los de otras. Puede estar sucediendo en este mismo instante con los precios de los productos agropecuarios: ¿a todos nos interesa su reducción? ¿Habrá una fórmula mágica que, a un tiempo, sea celebrada por campesinos, intermediarios y consumidores? ¿Todos queremos realmente que se cultiven más tierras, que se produzcan más toneladas de tomates, de cebollas, de malangas, o algunos verán amenazados sus intereses si eso sucede? Y aseguro que solo enumero sospechas; no certezas.

Los economistas aseguran (y yo les creo) que la economía cubana está urgida de inversiones extranjeras y del desarrollo de las pequeñas y medianas empresas privadas. Hace poco pregunté a dos jóvenes empleados de un pequeño y próspero negocio particular si habían firmado contrato. No. ¿Han establecido algún compromiso para la seguridad social? Solo la confianza en la buena voluntad de sus jefes. Sospecho que se trata de una tendencia generalizada. He leído también declaraciones de posibles inversores que celebran que en Cuba no haya huelgas.

Sin embargo, esos dos jóvenes con quienes conversé están satisfechos: en ese negocio pueden desarrollar sus iniciativas sin trabas burocráticas, ven que día a día las utilidades aumentan (no necesariamente sus salarios), y ganan muchísimo más que cuando laboraban en una entidad estatal. Sin seguridad social, sin contratos, se sienten allí más protegidos, mejor tratados que antes.

En otros contextos, en otros modelos, estos intereses encontrados, en ocasiones antagónicos, pueden tomar la forma de partidos. Pero la práctica ofrece sobrados ejemplos de la esencial falsedad de ese principio que ha usurpado el nombre de democracia: los partidos son núcleos donde se aúnan poder económico y político y, sobre todo en este tercer mundo al que pertenecemos, casi siempre están al servicio de unas minorías que, como lo tienen todo, lo pueden todo. Yo, desde mi ignorancia política, preferiría que no hubiera ningún partido a que hubiese dos o tres que al final terminarán representando lo mismo.

Hoy sería enloquecido pedir a Neruda o, sobre todo, a los dueños de la casa de aquella fiesta, que se sacrifiquen por un tiempo y sean iguales que su sirvienta. Más utópico aún será esperar que la sirvienta pueda alcanzar el rango de sus empleadores, sea cual sea el crecimiento económico del país.

La unidad nacional es necesaria para sostener la soberanía nacional y para crear consenso en torno a un proyecto de nación que pertenezca a la mayoría de los cubanos. El problema de la unidad, siempre, es que también supone un punto de vista: alguien, algo (un partido, un gobierno, un líder) nuclea alrededor de sí las fuerzas esenciales, y crea a partir de ellas ese consenso necesario que las ponga de acuerdo a todas. Para lograrlo, debería ser inclusivo, abrirse al diálogo, a la contradicción, y hacerlo sin prepotencia ni paternalismo, obedeciendo la voluntad y las necesidades de aquellos que, como menos tienen, menos pueden.

En las circunstancias que se avecinan, ¿qué intereses debería representar el partido único? ¿Cuáles representará realmente? Las macro necesidades del país y las mínimas, cotidianas de “los de abajo”, ¿serán siempre coincidentes? ¿Lo son hoy mismo? De momento, el presente y el futuro de Cuba van acumulando muchas preguntas y muy pocas respuestas.

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