“Y ahora qué nos hacemos”

Muro en La Habana. Foto: Desmond Boylan.

Muro en La Habana. Foto: Desmond Boylan.

Al final de la noche del martes 8 de noviembre recordé la frase con que mi tía abuela Encarnita solía demostrar su desconcierto en momentos de crisis: “Y ahora…”, decía, “qué nos hacemos”, y miraba a su alrededor queriendo que la calmáramos, que le diéramos esperanzas, que la convenciéramos de que lo que sucedía no era tan grave, que le explicáramos otra vez que, en última instancia, el tiempo siempre confiere a los acontecimientos que hoy nos parecen insalvables una dimensión distinta, acaso más real, más humana.

El “nos” en boca de mi tía abuela abarcaba el ámbito familiar: no más, no menos. El “nos” que me dije a mí mismo, recordándola, era como un acordeón: si se expandía, sus límites eran los del planeta o los del género humano; si se contraía, el “nos” estaba referido solo a este archipiélago al que la península de la Florida señala como un dedo que, en circunstancias como esta, parece amenazante.

Más allá del asombro, del enojo, de la desesperanza, creo que lo único que se puede asegurar hoy mismo sobre el rumbo que tomará la nueva presidencia de los Estados Unidos es que todo será imprevisible. Incluso, si los cambios fueran mínimos, ello sería tan inesperado como la votación que ha colocado a Donald Trump a las puertas del despacho oval de la Casa Blanca. No sabremos hasta que comience enero cuánto de los dislates que ha dicho tuvieron solo el propósito de manipular a sus votantes; cuánto pretende convertir en decisiones ejecutivas, y cuánto le dejará hacer su propio partido.

Por eso, más que aventurar hipótesis que la realidad se ocupará de desmontar minuciosamente, o de confirmar en su desquiciamiento, me parece útil pensar en nosotros mismos, en la Cuba, en los cubanos que tendremos que lidiar con alguien rechazado por la izquierda y por parte de la derecha y que, sin embargo, será el presidente de los Estados Unidos de 2017 a 2020.

Desde diciembre de 2014, muchas expectativas descansan sobre el futuro de las relaciones de Cuba con los Estados Unidos. Aunque sabemos que sus efectos han servido también para justificar lo injustificable, no se puede dudar que el levantamiento del bloqueo daría un respiro a la economía del país o, en el peor de los casos, permitiría separar la paja del grano y saber, de una vez, cuánto de nuestra pobreza se debe a las limitaciones que se nos imponen desde el norte y cuánto se debe a la ineficiencia que ya también nos caracteriza, y a deformaciones que se nos han ido sumando a las estructuras económicas, administrativas y políticas.

El levantamiento del bloqueo es la esperanza mayor, pero mientras ello ocurre, miles de personas residentes en los Estados Unidos llegan a Cuba y se hospedan en hoteles o casas particulares, consumen en restaurantes y bares, compran artesanías, derraman sus dólares a lo largo de la Isla.

Ahora es prudente temer que todo ello pueda ser suprimido y que un presidente republicano, un Congreso y un Senado con mayoría republicana quieran imponer condiciones al gobierno cubano, o simplemente posterguen mucho más la ilusión de que las relaciones entre los dos países puedan alcanzar alguna vez la normalidad deseable. No me empeño en ser pesimista, pero los médicos suelen usar una frase que viene como anillo al dedo en este caso: el que piensa mal no se equivoca.

Es cierto que hemos sobrevivido a la ruptura de relaciones diplomáticas, al bloqueo, al hostigamiento durante más de cincuenta años. También es cierto que el agobio cotidiano en que hemos vivido desgasta. El día a día entre penurias y dificultades de todo tipo agota el cuerpo y el espíritu.

A la vez, el ritmo de los cambios en Cuba por momentos parece dictado por el estado de las relaciones entre ambos gobiernos, o por el comportamiento de la derecha cubana, en el exilio y dentro del país, por lo que dice o deja de decir la prensa de oposición. Por ejemplo, luego de la visita de Barack Obama hubo (persiste aún) una contracción evidente sobre todo en el discurso, en una retórica política que, si antes se parecía poco a la realidad, ahora cada vez se distancia más de ella.

En una entrevista concedida a Juventud Rebelde el pasado mes de octubre, cuando Hillary Clinton aparecía como favorita en las encuestas, el ensayista Ambrosio Fornet dijo que “A los dirigentes históricos de la Revolución los conozco y confío absolutamente en ellos. Los que vengan detrás van a pasar esta durísima prueba sin experiencia previa y –si puede decirse así– sin mi consentimiento previo”.

Lo que, de una u otra forma, será inevitable es que el próximo presidente de Cuba, cuyo nombre quizás nadie se aventure aún a anticipar, accederá al poder en medio de este cuatrienio republicano, por lo que eso que Fornet calificó como “durísima prueba” lo será ahora mucho más. En un país tan centralizado, tan vertical como el nuestro, necesidades como unidad, resistencia, fortaleza (que algunos analistas han colocado como piezas claves para enfrentar el futuro inmediato), dependen en buena medida de la legitimidad de los futuros gobernantes de la Isla, de su capacidad de liderazgo.

Alguna vez, en documentos o discursos oficiales, se ha mencionado la necesidad de reformar la Ley electoral (de lo cual, sin embargo, no se dice una palabra en la “Conceptualización del modelo económico y social cubano de desarrollo socialista”). Lo he escrito más de una vez: no creo en eso que se ha dado en llamar democracia, y que hace posible que la demagogia, las negociaciones, el dinero, la corrupción, coloquen presidentes, senadores, congresistas. De igual forma, tampoco creo en la imposición de gobernantes, en las designaciones a espaldas de la voluntad de los ciudadanos. La legitimidad de los nuevos gobernantes de Cuba no se puede crear de la noche a la mañana. Ellos tendrán que construirla día a día, y mediante las artes de la política, en el diálogo constante con aquellos a quienes deben fidelidad y obediencia: los ciudadanos.

Donald Trump puede ser un enemigo temible de las fuerzas de izquierda en todo el planeta. Para Cuba, además, el tiempo se está convirtiendo en un enemigo no menos peligroso. Un país, un modelo, se agotan, se extinguen, y el que requerimos no acaba de aparecer. Si no somos capaces de realizar de una vez los cambios políticos imprescindibles, de consensuar voluntades, esperanzas y necesidades, la Cuba del futuro será muy distinta de aquella que deseamos la mayoría de los cubanos.

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