“Yo lo alquilo”

Foto: Kaloian.

Foto: Kaloian.

El gran novelista José Soler Puig (1916-1996) disfrutaba dar consejos sobre el oficio de escribir. En más de una ocasión le oí asegurar que todo escritor debía ser un ladrón. El deber de quien narra, decía Soler, es estar atento a los cuentos que otros hacen, a las palabras que usan, y apropiarse de todo ese material. En esta crónica cumplo al pie de la letra su recomendación: no he hecho más que atender, recordar y asociar.

Hace unos meses, un editor español que visitaba Cuba con su familia me habló de la mendicidad en La Habana. En el tono con que lo hizo había más desconfianza que lástima por aquellos que se veían obligados a pedir. Le había llamado la atención, en especial, una mujer, supongo que acompañada de un menor, que le pidió leche para sus hijos. Poco tiempo después, un joven argentino me hizo una anécdota parecida: una señora se le había acercado para rogarle que le comprara leche porque sus hijos no tenían qué desayunar.

Un turista extranjero no tiene por qué conocer que los niños menores de 7 años reciben en Cuba una cuota de leche, cuyo precio está subvencionado por el Estado. Si ese turista se ha acercado a cualquiera de las tiendas que venden en CUC (las únicas donde es posible comprar leche) sabrá que el precio del producto es altísimo: unos 130 CUP, si hacemos el cambio. Tal vez ese mismo turista no sepa que hay otra manera de adquirirla: en el mercado negro, donde pueden circular bolsas de leche sustraías, de seguro, de círculos infantiles, escuelas primarias, hogares de ancianos o de las bodegas donde se vende, subvencionada, para los menores o las personas con dieta médica. En ese mercado, el precio es de unos 40 o 50 CUP la libra. Menor que en las tiendas, pero alto, muy alto, de todas formas para un producto que se consume a diario.

Sin embargo, tanto al español como al argentino les llamó la atención que esas dos mujeres pidieran algo tan específico como la leche.

La pasada semana conversé sobre la mendicidad con una trabajadora de una importante agencia de viajes cubana. Le conté lo que he relatado en los párrafos anteriores. “Un compañero de trabajo vio lo mismo”, me dijo, “una mujer con un niño pidió a una turista que le comprara leche en un kiosco de la Habana Vieja. Pero mi compañero, que estaba esperando a otra persona, vio que, en cuanto la turista se alejó, la señora del niño devolvió la caja de leche a la dependienta del kiosco y se repartieron las ganancias”.

La picaresca, en cuya tradición puede inscribirse con toda propiedad esta anécdota, provoca siempre reacciones que oscilan entre el asombro y la sonrisa.

La empleada de la agencia de viajes tenía, un cuento aun más revelador:

“Cerca de donde cojo la guagua para regresar a casa, vi pidiendo dinero a una muchacha que cargaba un niño pequeño. Me fijé bien en el niño porque se parecía mucho a mi hijo cuando tenía esa edad. A los pocos días, de nuevo estaban allí, pero me pareció que la muchacha que lo cargaba era otra. Yo soy bastante buena fisonomista, pero como la primera vez me quedé mirándolo sobre todo a él, tenía mis dudas. Pero luego los vi una tercera vez. Entonces estuve casi convencida de que esta última muchacha era la del inicio. Pero no tuve ninguna duda de que el bebé era siempre el mismo.

Como soy curiosa, me acerqué a preguntarle:

— ¿Tú eras la que estaba ayer aquí con este niño?

— No –me contestó–. Era la otra.

— Pero sí estabas el lunes.

— Sí –dijo–. Yo vine el lunes.

Me quedé mirándola, esperando a ver si explicaba más.

—Yo lo alquilo.

Lo dijo como si fuera lo más normal del mundo”.

La empleada de la agencia de viajes se me quedó mirando. Esta vez me sentí sobrepasado por la picaresca.

“Cuando uno ha podido alcanzar determinado estatus económico no puede juzgar a los que tienen menos”, me dijo: “Ya eso queda en el terreno de lo que cada quien sea capaz de hacer”.

Le di la razón.

En cualquier otro país del tercer mundo, un cuento semejante a estos no causaría asombro: pertenecen a la cotidianidad. Los habitantes de la Ciudad de México, de Bogotá, de Caracas, incluso de Madrid o Barcelona están habituados a vivir entre quienes se paran en los semáforos para pasar un trapo por el parabrisas de los autos que se detienen, o para hacer acrobacias, tragar gasolina y escupir fuego; o entre los que duermen en las calles del centro, tapados por mantas o sacos que no soportan más mugre; o entre quienes suben a pedir, con cualquier pretexto, en buses o vagones del metro. Se sabe, incluso, que muchos de esos mendigos están organizados. Que por encima de ellos hay un jefe, un capo que los protege y se apropia de la mayor parte de lo que ganan. Muchos de ellos han elegido esa forma de vida.

Me parece, sin embargo, irresponsable que no dediquemos un mínimo esfuerzo a pensar en lo que significa en Cuba no solo el incremento sino la normalización de la mendicidad. No me refiero a quienes, despojados muchas veces de la capacidad de razonar y actuar de una forma que llamamos “normal”, deambulan por las calles de cualquier ciudad del mundo. La Habana Vieja exhibe desde hace algunos años la estatua del Caballero de París como uno de sus símbolos.

Hablo de quienes estarían en condiciones de trabajar, de producir bienes y servicios, y optan por ganarse lo necesario para la sobrevivencia con una mano extendida, una latica donde caerán monedas, un discurso que exponga sus miserias, y las del país donde habitan.

Cuando veo a un anciano pidiendo limosna siento pena: por él, sobre todo, pero también por mí, por todos. Anda muy mal una sociedad incapaz de evitar que una persona, al final de su vida, tenga que ejercer la mendicidad. Confieso, sin embargo, que cuando veo a personas jóvenes cuyas condiciones mentales y físicas les permitirían trabajar, mi escala se invierte: no siento pena por ellos, sino por un país en el que día a día se impone el subdesarrollo que alguna vez creímos poder dejar atrás.

No sé si damos por sentado que la mendicidad es un mal inevitable de este nuevo modelo socioeconómico que, más que elegir, hemos tenido que adoptar. En todo caso, es un síntoma: un mal síntoma que no nos debería dejar dormir tranquilos.

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