Carlos Franqui, entre la rumba y la burocracia

En su vida de revolucionario y desde un papel protagónico, Carlos Franqui entendió el conflicto que muchas veces enfrentan arte y política.

Carlos Franqui, en 1979. Fotograma del trabajo de Michel Le Bayon.

Un día llegué a la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado, en La Habana. Su director, a quien conocí en Holguín, me había dicho que pasara por allá sin problemas, dado que requería la colaboración de ese centro en una investigación que tenía en proceso. Así lo hice. Pero, esa tarde, y luego de repetirle a dos o tres trabajadores que buscaba datos o recuerdos sobre uno de los objetos de mi investigación, Carlos Franqui (Clavellinas, Sagua la Grande, Las Villas 4 de diciembre de 1921-San Juan, Puerto Rico, 16 de abril de 2010), el calor de la buena voluntad se enfrío y el acto colaborativo acabó marchito como una rosa.

Lo que sucede con Carlos Franqui en Cuba generalmente es así. Aunque hay gente que lo valora y lo recuerda y puede incluso leerlo, dado que circula libremente la edición de El libro de los doce, casi ninguno de estos logra desprenderse del manto sombrío que lo ocultó luego de su separación radical de la revolución cubana. Otro día, un antiguo compañero de trabajo en el periódico ¡Ahora! justificaba la publicación en pleno siglo xxi de aquella fotografía de la cual Franqui había sido extirpado para que su rostro no se vinculase con el acto inaugural de Radio Rebelde. “Es un traidor”, me dijo sin siquiera aceptar una discusión al respecto.

Me hubiera gustado escuchar a Carlos Franqui aclarándome algunas dudas, y hasta  pude haber estado cerca de obtener algunas respuestas, si fue efectiva la gestión que para mí, y mediante un amigo investigador, hizo el hijo de Rafael García Bárcenas en Puerto Rico. Me hubiera gustado incluso más que eso: sentarme a charlar con Franqui, escuchar sus anécdotas sobre aquellos días en que publicaba el periódico Revolución de manera clandestina en los talleres de la revista Carteles, respecto a los criterios que siguió para instalarlo después en lo que habían sido dos de los periódicos más importantes de la República y el modo en que había logrado gestionarlo durante los años en los cuales fue su director.

De izquierda a derecha: Ramiro Valdés, Camilo Cienfuegos, Ernesto Guevara y Carlos Franqui. En 1959. Foto: Bohemia.

Pese a no haberlo logrado, tuve sus libros y entrevistas como la que concedió al periodista italiano Valerio Riva, que en 2001 recogió Michel Le Bayon en un material de alto valor testimonial. Puede verse a Carlos Franqui en su casa de la localidad italiana de Montecatini, rodeado de cuadros y recuerdos, acompañado por su esposa Margot, su hijo menor Carlos y su amiga, la actriz Miriam Acevedo, una de las más destacadas de la escena cubana, agitadora además de la noche habanera en los sesenta. 

Esa entrevista es de 1979, cuando Carlos Franqui ya vivía su exilio Italiano. Para esa fecha había superado sus intentos de recuperar la confianza de los líderes de la Revolución cubana tras el golpe que constituyó el cierre de una de sus grandes empresas en la cultura: Lunes de Revolución. Su destitución como director del periódico Revolución le había dejado en una posición marginal, circunstancia que en la Isla también suelen bautizarse como: “plan pijama”. De ese modo vivió varios años en La Habana, atrapado en su pasado y dominado por su condición de luchador revolucionario.

Franqui tenía una hoja de ruta larga: había pertenecido al Partido Socialista Popular (PSP), partido del cual salió por contradicciones con los dirigentes de entonces. Pero, siguió luchando a favor de la justicia social, fundó proyectos culturales antes de la Revolución y formó parte del Movimiento 26 de Julio, donde fue responsable de la propaganda, condición que primero desde la clandestinidad lo llevó luego a la Sierra Maestra. Pertenecía a lo que él mismo llamaba el “ala democrática del M-26-Julio”, grupo amplio que, pasado 1959 vio con asombro como antiguos miembros del PSP ganaban un poder desmesurado que articulaban con discriminación política en un hecho que posteriormente fue criticado bajo la etiqueta de “sectarismo”.

El plan pijama acabó para Franqui cuando Celia Sánchez lo animó a organizar la Oficina de Asuntos Históricos del Consejo de Estado, tarea que llevó a cabo de manera impecable, por lo que se sabe. Por esos tiempos se ocupó incluso de “otra batalla” en el plano cultural: la organización en la Habana del exitoso Salón de Mayo, una fiesta de artistas vanguardistas procedentes de Europa que aterrizaron en la Isla en un momento en el cual las cosas volvían a estar mal a consecuencia del bloqueo norteamericano y las tirantes relaciones con los soviéticos.

A los artistas les fascinó el “ambiente de libertad” que encontraron. La capital se había transformado en una fiesta de rumba y responsabilidad, un sentimiento que determinaba aquellas horas y que había sido razón para que Jean-Paul Sartre dijese antes aquello de que la ideología de la Revolución era “salvaje”. En medio de la faena por realizar un mural gigantesco en el Pabellón Cuba, los artistas del Salón de Mayo podían atestiguar la inauguración de un Museo de Arte Contemporáneo en una antigua funeraria (Funeraria Caballero), un concierto musical o descubrían a la vez ríos de jóvenes enfrascados en la siembra de café en lo que se llamó el Cordón de La Habana. Poco después se desarrolló el Congreso Cultural de La Habana.

Según cuenta Franqui en Cuba: La Revolución. ¿Mito o realidad? Memorias de un fantasma socialista, la actitud de la dirigencia revolucionaria ante el Mayo francés y la invasión a Checoslovaquia dieron al traste de su separación definitiva, poniendo punto final a lo que llamaba un largo proceso de “estar y no estar”, “de actuar y ser”. Pese a esto, ya radicado en Italia, una experiencia estuvo a punto de ponerlo en conexión con su pasado y estuvo a un pelo de convertirse en elemento primordial de la historia.

Jean-Paul Sartre y Simone de Beauvoir durante su visita a Cuba, en marzo de 1960. José Álvarez Baragaño (primero de derecha a izquierda) y Carlos Franqui, dos de sus anfitriones en el periódico Revolución. Foto: archivo del autor.

Debe haber sido a fines del setenta o incluso principios de 1971. Cuenta que un día recibió una carta donde se le pedía telefonear al hotel Hilton de Roma. Allí aguardaba la comunicación un “editor” estadounidense, con el que luego se reunió en el Café Canova, donde conoció al supuesto editor, en verdad un asistente del presidente Nixon. Lo había ubicado dado que lo consideraban “la única persona capaz de no tener miedo” para hacerle llegar un mensaje presidencial a Fidel Castro y a Celia Sánchez: Nixon estaba interesado en visitar La Habana, iniciando así un recorrido que planeaba y que al final realizó entre 1972 y 1973 por China y la Unión Soviética.

Luego de movimientos certeros para hacer llegar el pedido, y entregada la comunicación formal, Franqui dice haber tenido respuestas de quien fuera su amiga, Celia Sánchez: “había confirmado la intención del presidente Nixon de comenzar las conversaciones y de iniciar sus viajes por La Habana, pero a Fidel Castro no le parecía oportuno ni una cosa ni la otra”.

Así acabó este otro capítulo en la vida de un hombre, cuya labor fue fundamental en materia de comunicación y cultura en los primeros años de la Revolución hasta que chocó con la metodología que en la Isla se calcaba de la Unión Soviética. Ahí están sus libros y todavía en bibliotecas parte de su legado que lo hacen testigo y protagonista de una parte de la historia de Cuba, de un país conmovido por una Revolución. Ejemplifica de alguna manera el caso del creador-luchador, del funcionario-libertario, del arte y la política, dilema que conoció lo suficientemente bien como para hacernos una advertencia: la lucha más profunda en Cuba era y sigue siendo entre la rumba y la burocracia, es decir entre la espontaneidad y la franqueza contra el compromiso supuesto y el fingimiento.

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