Justicia animal

Me pregunto por cuántas cosas un cubano quisiera salir a la calle.

Marcha contra el maltrato animal, el 7 de abril de 2019 en La Habana. Foto: Otmaro Rodríguez.

Marcha contra el maltrato animal, el 7 de abril de 2019 en La Habana. Foto: Otmaro Rodríguez.

La Habana vivió una marcha infrecuente el primer domingo de abril. No recuerdo un peregrinaje «autoconvocado» de tales magnitudes, sobre todo porque fue para protestar contra algo en particular y sus impulsores son entidades medianamente independientes: las sociedades protectoras de animales no cuentan con el poderío suficiente para juntar multitudes y marchar por la libre.

Este tipo de entidad está desligada, digamos, de la armazón militante que aprueba una congregación callejera; mas, como el sustento esta vez partió de la necesidad de inculcar conciencia respecto al sometimiento de una especie sobre otra, el maltrato y la opresión que saca nuestra animalidad, de alguna manera el trasfondo también es político.

Es lo que salta a primera vista, porque los activistas pretenden llamar la atención de los legisladores para que valoren una ley que proteja a los animales. Eso, en pocas, palabras, significa asimismo un fomento de la conciencia cívica.

Los demandantes y quienes autorizaron la marcha, además de la sensibilidad hacia los animales, concuerdan en otro punto: existe un peligroso vacío legal respecto al tema. Y al tiempo que la ley desprotege a los animales, convierte a los humanos –cubanos, en este caso– en seres aún más brutales de lo que ciertas circunstancias empujan a ser.

Reflexionando sobre esto, he vuelto a poner en tela de juicio muchas cosas: el sistema educacional sigue teniendo cada vez más puntos quebrados, y algo está faltándole a la cultura que no alimenta correctamente el espíritu. Eso, sin hablar de los valores y “la cosa en sí”. Por la proliferación de casos que dieron pie a estas demandas llaga uno a la conclusión de que mucha rabia se vierte sobre los que no pueden defenderse.

Del mismo modo quedamos frente a otro asunto: manifestarse es un derecho ineludible de la sociedad.

Cualquier persona con un ápice de conciencia tiene el deber de expresar su desacuerdo en el tema que sea; y puede hacerlo, solo que “en el lugar y en el momento correcto” según se sigue repitiendo en Cuba. Protestar en la intimidad tiene el perjuicio de la intrascendencia.

Me pregunto por cuántas cosas un cubano quisiera salir a la calle. ¿Desde cuándo escucha uno a un familiar o a un amigo decir eso de “bueno, lánzate a la calle a ver qué pasa”? La idea ha estado latente en los peores minutos, cuando un burócrata comete una injusticia, cuando encontramos establecimientos desabastecidos o cuando apenas ha habido transporte para trasladarse de un sitio al otro.

No obstante, en la gente no cuaja el ánimo de oponerse públicamente a lo establecido, por temor a muchas cosas de las que ya ni siquiera tiene claridad; solo se junta a regañadientes, o por inercia si la convocatoria procede de sindicatos u organizaciones políticas a las que se ve vinculado y el acto tiene como fin una celebración patriótica.

Con excepción de las marchas a favor del gobierno o las malogradas manifestaciones en su contra, es la primera vez en mucho tiempo que se concreta una movilización autorizada y nutrida. Exigía un derecho ajeno a nuestras necesidades primarias, es cierto: somos tan solidarios que la primera demanda en masa es para solicitar justicia para los animales.

Según cualquier diccionario, un animal es un organismo “que vive, siente y padece por propio impulso”. En este grupo quedamos nosotros también, y esto me ha llevado a reflexiones e interrogantes que desde hace tiempo formulo. Por ejemplo, ¿cómo  lograr que la gente tome conciencia ante las complicaciones animales cuando se ve agobiada por tantos problemas propios?

Recuerdo el día en que debatiendo el asunto, a propósito del argumento de una novela del finlandés Arto Paasilinna, alguien refutaba que jamás un cubano escribiría sobre el problema planteado. Probablemente, decía, ningún tercermundista se sensibilice con un animal habiendo tanta masacre e injusticia humana en torno suyo. Pese a que la broma predominaba en el diálogo, en parte era un argumento razonable.

En la novela de Paasilnna Vatanen, un periodista es capaz de dar la espalda a sus obligaciones, incluso a la familia, después de cruzarse con una liebre herida en la carretera. Ese animal indefenso lo conmueve al punto de perderse en la naturaleza que casi los pone a la par. Salvar la liebre pasa a ser su destino, debido a que entiende que en ella está su propia salvación.

Una idea así tardaría en llegar en un contexto de precariedades. Cuando un animal herido se atraviesa en la ruta de alguien que tal vez no tenga mucho qué comer, es posible que en lugar de salvarlo se precipite a provocarle la muerte en pos de su propia supervivencia.

Yo mismo, cumpliendo alguna de esas tareas periodísticas que me llevaban a municipios lejanos, me pregunté alguna vez si sería capaz de pedir protección para un ternero, un cerdo o un chivo interpuesto en la carretera o alentaría al chofer a rematarlo y de esa manera hacernos con el botín del que tanto provecho sacaríamos.

En la selva uno debe resistir. Es la enseñanza que dejan los libros y las películas infantiles. Se necesita superar un montón de necesidades, como escribiera Abraham Maslow, para que entonces empecemos a pensar con suficiente humanidad, por no decir civilidad, que resulta vocablo donde se incorporan tantos conceptos complejos.

Al crear conciencia sobre el estado vulnerable de otros animales, caeremos en el alegre momento de evaluar críticamente el contexto de nosotros mismos. Eso siempre será un paso de avance, como quiera que se mire; más, cuando la noticia rompe la barrera informativa, llega a todas las orejas y mentes al punto de ponernos a pensar a la vez.

Los activistas contra los atropellos hacia los animales también son ciudadanos, de manera que han cumplido doblemente un cometido esta vez. Protestar por perros y gatos, salir a las calles portando pancartas, vivir algo que pareciera imposible resulta un paso de avance en el reconocimiento a los derechos de nosotros mismos. Como exclamara Galileo Galilei, y traducido para que se entienda: sin embargo, se mueve.

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