Libros prohibidos

La censura ha desquiciado a la gente, ha dejado atroces consecuencias psicológicas y rarísimas manías en todos los que hemos sufrido por ella.

Foto: pxhere.com

Mi atracción por libros no registrados en el inventario de títulos edificantes para la juventud cubana devino desencuentro con un profesor, también secretario del Partido en la escuela.

Recién había terminado el Servicio Militar Obligatorio, estábamos en 1999 y yo, como Oscar Matzerath, me negaba a la posibilidad de crecer más de lo que había crecido y, por supuesto, no quería tocar el tambor.

El debate en torno al material en cuestión esta vez corresponde a mi ciclo pre-universitario, cuando aquel profesor descubrió entre mis manos la novela de otro de esos autores odiados por la militancia. Y escribo “odiados” porque padezco una inocencia crónica y porque la prohibición y la censura, lo he escrito otras veces, son también algo relativo.

El hecho pasó cuando el profesor vio de pasada que, en lugar de las entrevistas de Luis Báez a los generales cubanos o el diario de Vitali Vorotnikov sobre la ruina de la Unión Soviética, materiales de los que habíamos hablado alguna vez previo a sus clases, sostenía yo un ejemplar de La Nada cotidiana, de Zoé Valdés. Su rostro rosáceo fue entintándose hasta volverse un coágulo.

El libro no era mío, sin embargo. Me lo había prestado mi amigo Rey Almarales, lector frenético como su hermano, y estábamos frente a frente, en el instante de comentar la lectura cuando el otro pasaba. Por alguna casualidad su atención había recaído en la tapa luego de escuchar, tal vez, algún comentario sobre el contenido y la autora.

Bastó ese azaroso momento para activar su combatividad. Qué cómo nos leíamos a esa contrarrevolucionaria, que esa mujer no valía la pena y, más, no podía leerse en aquel lugar –nada menos que un pre-universitario militar, o sea: el fardo que debíamos cargar de por vida y por el cual una profesora de gramática gustaba torturarme en la Universidad de La Habana anteponiendo siempre mi condición de orden 18 a cualquier ejercicio evaluativo donde, según ella, estaba destinado a perder.

Tampoco yo era militante de Zoé Valdés, pero leía su novela con entusiasmo y, siendo terco, me dispuse a defender la obra sin comerla ni beberla, o más bien, habiéndola leído a medias hasta allí. Mi inusitada defensa resultó peor para el profesor, y también en su cuerpo se produjeron combinaciones químicas que lo hicieron explotar.

De alguna manera los dos explotamos, y después de pedir a mi compañero de pupitre, el secretario de la Juventud de la escuela, que aquello había que resolverlo de otra manera, salimos disparados por el pasillo. Bajé las escaleras gritando que llegaríamos al Estado Mayor o a la sede del Partido provincial a exponer mi queja sobre la censura a una obra literaria. Era esa mi intención.

No habíamos llegado a la puerta, y al lado del camino teníamos casuarinas, cuando nos alcanzó jadeante el hombre. Pidió que esperamos; muchachos, que no había que llegar a tanto, que era capaz de entender.

Podríamos seguir leyendo a Valdés, pero, por favor, dijo, debíamos hacerlo discretamente, es decir, disimulando el material subversivo, arropándolo por una hoja con la tabla periódica o el periódico Granma por lo menos.

Uno o dos años después, convertido en estudiante de Periodismo y realizando mis prácticas profesionales, un amigo sonidista de radio en Holguín me salió más o menos con lo mismo. Que por qué no le pones forro a ese libro que te lees. Entonces, pensé en la manía de toda aquella gente en que disimuláramos los libros. Parecían maestros de prestidigitación o vendedores para una tienda de ropas.

El libro era Tres tristes tigres y no sé cómo lo supo. Ni siquiera una letra en la tapa sugería algún nombre. La cubierta con la que salió de Caracas había sido sutilmente descartada por su propietaria anterior para que nadie supiera de qué iba el documento.

Y tenía razón el ministro de cultura, Prieto, quien nos había expresado a algunos estudiantes reunidos no recuerdo a fe de qué, que Cabrera Infante no sufría censura porque estaba en todas las bibliotecas universitarias.

En efecto, el gobierno habían comprado la colección de la Biblioteca Ayacucho en la que estaba incluido TTT, solo que en la mayoría de los lugares faltaba, no porque lo hubieran retenido en la aduana o los censores de cualquier cosa subversiva, sino porque estos, o sus parientes conocedores del tema, se apropiaban de los materiales vetados para engrosar su biblioteca personal.

Llegué a encontrar libros de autores de la lista negra incluso en librerías estatales, mucho después. Pero que estuvieran allí, a principios de este siglo, incluso hoy, sigue siendo la excepción. Y un hallazgo así sigue representando para el lector un eterno lapsus de felicidad.

En la universidad perseguía los libros o autores prohibidos con adrenalínica vehemencia, y al vendedor que encontrara solía atormentarlo recitando títulos de Vargas Llosa, Milán Kundera, Bulgákov, Padilla o Norberto Fuentes. El efecto eran miradas de asombro que derivaban en conversaciones monosilábicas. Porque el hecho simple de hablar sobre determinados autores podía ser tan problemático o, por lo menos preocupante, como leer sus obras más sediciosas.

La censura ha desquiciado a la gente, ha dejado atroces consecuencias psicológicas y rarísimas manías en todos los que hemos sufrido por ella. Recuerdo aquel librero cerca de Infanta y Zanja, en La Habana, a quien, dándole la espalda yo, ya fuera de su pequeña sala convertida en librería, saltó al corredor para gritar al viento, aunque sus quejas iban dirigidas a mí, su más reciente usuario: ¡Yo no he dicho nada! ¡No me hiciste hablar! ¡Nada!

Fue tremendo para mí; eludí columnas y gente aquella mañana sabatina tan de prisa como pude, avergonzado, sintiendo lástima del vendedor, y de mí.

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