Sálvalos del olvido, revívelos…

Pensé que era tiempo para rescatar del olvido a dos perros que durante años formaron parte de mi familia y, por ese motivo, de mi vida.

Frida después de haber destrozado una puerta. No puedo precisar el año, pero si el caos. Foto: LEZ.

“Sálvalo del olvido, revívelo”, escribía no hace mucho en Facebook un amigo a otro que lamentaba la muerte del perro de sus hijas.  Esa frase me dejó pensando. De alguna manera nos exigía a todos que, al menos en un momento, una vez, y a través del medio del que se disponga para amplificarlo, recordáramos al animal o a los animales que más cerca estuvieron de nosotros.

El llamado de ese amigo —a quien conozco en persona y sé de su sensibilidad para con los animales— para inmortalizar a las mascotas, al menos desde la fugaz pero certera circunstancia de un tuit, me conmovió. Entonces pensé que, como han hecho tantos, y tengo presente un libro de Doris Lessing sobre gatos, era tiempo para rescatar del olvido a dos perros que durante años formaron parte de mi familia y, por ese motivo, de mi vida.

Alguna vez hablé de ellos en un blog que tuve, no es que no hubiera dedicado tiempo antes a traerlos de vuelta. Los mencioné. Conté que de los dos, Frida tenía una peculiar sensibilidad: se veía obligaba a correr hasta los altavoces de nuestro reproductor de música ante ciertas melodías. Detenida enfrente comenzaba a aullar como si fuese un lobo, ladraba al ritmo de la música de tristeza o de alegría, nunca supimos.

John no participaba en ese espectáculo. Los casi tres años que le llevaba le hacían ver sus arrebatos como otra muestra de su alocado carácter, el mismo por el cual a veces se veía obligado a entrar sigilosamente por el pasillo hasta tumbarse debajo de una cama o un asiento, lejos de ella. Eso ocurría solo en determinados momentos, ambos en verdad se llevaban muy bien.

Lo mejor de aquel texto que les dediqué hace años es que lo escribí mientras correteaban por mi lado. Bastaba que alzara la voz y pronunciara sus nombres, ¡Frida!, ¡John!, cocker spaniel ella, medio cocker spaniel él pero en realidad casi sato, para que los dos corrieran hasta donde me encontrase: ella con una huracanada y torpe energía que le hacía derribar cuanto encontrara a su paso, él con la ligereza que le permitía también saltar de un lado al otro en un barrio donde todos le conocían por su nombre.   

Al contrario de Frida, John era un ente de libertades. Podría irse en las mañanas y recorrer el reparto de punta a cabo. Tal vez todos los perros de allí lo conocieran, porque nunca regresó mordido, sangrante o cojo. Tuvo muchos hijos, mestizos como él, aunque siempre lo animaba el olor de las perras puras, al punto de malograrle a un primo, que era vecino además, más de una cópula que había arreglado con alguna perra de genes tan puros como el de su mascota.

Lo más probable es que hombres y mujeres de otras casas conversaran con él, le confesaran secretos, le dieran este o aquel recado porque muchas veces al llegar daba la impresión de querer contarnos algo. Claro, esa actitud nunca fue más efusiva a la que presentaba con mi madre, su dueña, la que lo había mimado después de anhelar tener un animalito como él, porque quería una compañía para sus soledades.

De ese modo, John se convirtió en su compañero de semanas y noches aburridas. Atestiguó sus horas de alegrías y tristezas; vio escenas que nadie más vería hasta sumarse Frida, por quien ella luchó con todas sus fuerzas, arrebatándole horas al sueño y probando su capacidad gestora en innumerables gestiones médicas para sacarla de aquella enfermedad en la que había caído a poco de llegar con nosotros.

Cuenta mi hermana que Frida perdió temporalmente la visión el día en que tuvimos un accidente terrible. Sus ojos fueron cegados por una capa azul que se mantuvo durante días por los cuales John no le perdía ni pies ni pisada como su lazarillo. Entonces ya mi madre no estaba allí para mimarlos y nos empezamos a ocupar de los dos.

Mucho después, cuando tenía cerca de 14 años, John desapareció de repente. Lo buscamos como locos por todas partes, preguntamos en viviendas y negocios pero nadie supo de él. Ya había ido perdiendo la visión por viejo, y también algunos pelos. Era un anciano o bastante viejo para su especie. No lo vimos más y el consuelo que nos quedó es que dicen que ciertos animales se alejan de sus dueños para que no sufran ante la llegada de su muerte, que ellos pueden presentir. Igual, nosotros sufrimos, pero no nos vio.

John (por John Updike), en los años en que ya era mayor. Foto: Lez.

Frida, por el contrario, murió una tarde de verano. Yo le había estado aplicando medicamentos porque llevaba días bastante mal. Recuerdo que llegó una tía, como una madre para mí que hoy también está muerta. De unos aullidos estremecedores Frida había empezado a lanzar aullidos leves, como si aquello que la estaba molestando empezara a ceder. Sus aullidos se hicieron leves hasta que desaparecieron.

Todos deberíamos hacer el ejercicio al que incitaba un amigo a otro amigo en su muro: un perro no puede ser olvidado. Forman parte de nuestra vida y estará al lado de uno hasta que uno mismo conserve la capacidad de recordarlos. Tengo fotos, videos, anécdotas con Frida y John. Los heredé, los quise aunque tal vez nunca se los dijera por eso de que eran animales y no me iban a entender, por eso de que no soy dado a semejantes revelaciones. Pero, bueno, lo saben ustedes ahora, y para mí ya es bastante.

 

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