Anatomía del ridículo u oda al costumbrismo

Foto: nadaincluido.com

La puertorra tenía el pelo rubio y corto, la papada ancha a punto de croar, los labios gruesos como un beso pop avejentado, y parecía una tía enfadada o en vías de enfadarse. En aquel aeropuerto de Fort Lauderdale, que me empaquetaba y comprimía, yo había decidido sentarme a su lado porque desde la distancia, mientras caminaba por el centro del salón intentando encontrar algún refugio mínimo, el ritmo telegrafiado de aquella boca protuberante era el único que parecía moverse con una cadencia semejante a la cadencia ondulada y redonda del español.

Para el torpe rotundo que sigo siendo, chiquillo incubado hasta el despropósito en la mecedora socialista, que alguien hablara mi propio idioma en medio de tanto inglés o en medio de personas que no hablaban nada en absoluto sino que, desganadamente, trepaban un pie en sus asientos, apoyaban sus cuellos en especies de herraduras algodonadas y hundían sus ojos en las pantallas de sus teléfonos táctiles, era ya, de por sí, un tremendísimo acto de generosidad.

Nos íbamos, la puertorra y yo, por la Terminal 3, Puerta 8, en el vuelo 953 destino San Juan. Yo tenía tanto miedo –un miedo a morir, un miedo a preguntar, un miedo a moverme, un miedo a que me miraran o a mirar, un injustificado miedo a todo– que había prometido no salir nuevamente de Cuba ni pisar jamás ningún otro aeropuerto si podía regresar a mi país sano y salvo. Tibio lugar del que conocía todos los códigos: el manejo de la escasa tecnología, las jergas populares, los trucos compartidos, el talante de las personas con solo reparar en sus meras fisonomías.

La puertorra, con su palabreo, ametrallaba a una anciana alicaída, y se mostró complacida de encontrar otro oyente. La anciana alicaída resultó ser también puertorra, pero yo no alcancé a saberlo hasta muchos minutos después, cuando la puertorra primera, solo porque se vio obligada a tragar saliva, la dejó arriesgar una breve opinión.

No sé hasta cuándo América va a permitir la falta de respeto de los islamistas, decía. Yo veo este país, tú sabes, me asomo a la ventana de mi apartamento en Nueva York, y veo indios, veo hispanos, veo negros y blancos, una tierra de verdadera libertad, decía. Antes Puerto Rico era mucho más educado y lindo, decía. Hay violencia, sí, oh, eso está feo, decía. Yo leo la historia y veo que mucha gente de mi tierra dio su sangre por la causa gringa, entonces yo quiero que no toquen mis derechos, decía. Eso no es mentira, los primeros en el frente siempre han sido los negros y los latinos, decía. Decía y decía. Hasta que preguntó de dónde yo era.

En un hilillo de voz, sospechando lo que sobrevenía, le dije que cubano. Ah, cubano, dijo. Y hace cuánto vives acá, dijo. No, no vivo acá, dije. Dónde vives, dijo. Vivo en La Habana, dije. Y qué haces acá, dijo. Visita, dije. Habrás visto la diferencia, dijo. Sí, la he visto, dije. Yo fui a La Habana, ¿sabes? Oye, un poco destruida, pero bonita, dijo.

Luego me advirtió que los cubanos de Miami eran todos un desastre, acostumbrados a no trabajar, verdaderos oportunistas, y que en cambio los cubanos de Puerto Rico eran completamente distintos. Gente afable y luchadora. Luego dejó de dirigirse a mí y, en su labor alfabetizadora, le comentó a la anciana alicaída que lo de Cuba debía ser terrible. Nadie podía ser dueño de nada en Cuba. Un calvario eso, decía. No puedes tener tu propio negocio ahí. No me lo imagino, realmente no me lo imagino, decía.

Cómo es, dijo, volviendo a mí. Me encogí de hombros. La puertorra quería provocar alguna especie de discusión pero yo no estaba dispuesto a complacerla. Luego dijo que no soportaba la vida en las islas, que todo era, tú sabes, mucho más aburrido y estático en las islas. Que ella amaba Nueva York, su apuro, su ritmo, un lugar donde no puedes perder el tiempo y donde conoces personas muy diferentes continuamente.

A esas alturas yo ya no tenía ganas de conocer Nueva York ni de conocer nada. Mi peregrina idea de trasladarme por el mundo había sido sustituida, vertiginosa y rotundamente, por el deseo de que mi madre me preparara el almuerzo y luego, plácidamente, en la sala del apartamento de Cárdenas, se hiciera eco de los rumores sobre cualquiera de nuestros sempiternos vecinos del edificio 17 y me los contara con lujo de detalles.

¿Dónde hay un baño acá?, pregunté. ¿Un baño?, dijo la puertorra. Atrás, mira allá. ¿Me puede cuidar la mochila un minuto?, dije. Craso error. Cayó del techo un silencio profundo y la puertorra tragó en seco. La anciana alicaída también lo hizo. Ambas se quedaron mirándome. Una colonia de hormigas empezó a caminarme por el espinazo. Sentí ese látigo, principio del pánico, que solo sentía cuando en la secundaria o el preuniversitario entregaba un examen y rato después caía en la cuenta de que había equivocado un inciso o una pregunta entera. Dislates para los que sabes que ya no hay remedio.

Descuida, le dije, llevo la mochila conmigo. La puertorra soltó una carcajada, palmeó mi hombro y me dijo que ella la cuidaba, pero que tratara de no esconder ninguna bomba. Para la persona que, según me parecía, era la puertorra, no había ninguna razón por la que yo, con mi barba tupida y mi comportamiento extraño, no pudiera llevar explosivos conmigo. Sonreí un poco, queriendo convertir su miedo en chiste, y prometí que regresaba enseguida.

Oriné y, en el proceso, pensé varias cosas. Ahora que lo vuelvo a pensar, no sé cómo pude pasar tan rápido por tantos estados. Pensé que la puertorra era una imbécil. Pensé que la puertorra no era una imbécil pero que no tenía sentido del humor alguno y que, como todas las personas que no tienen sentido del humor, cayó en el chiste fácil cuando intentaba posar de graciosa. Pensé que la puertorra era una buena persona que me hacía un favor. Pensé que le estaba dedicando demasiadas neuronas a la puertorra, y que por tanto el completo imbécil era yo, pero también pensé que no me quedaba más remedio. Que la puertorra en ese momento era el centro de mi vida y que, qué cojones, debía asumirlo y punto.

Entonces fue cuando pensé que quizás la puertorra me podía estafar y fue también cuando mi mano izquierda, que es con la que normalmente me agarro la portañuela, hizo un leve movimiento involuntario y debido a ello mojé flagrantemente la pata izquierda de mi pantalón ajustado. Eso. La puertorra iba a cargar con mi mochila y yo no había hecho más que ponérselo todo en bandeja de plata. Perdería mi laptop con, dios mío, todos mis inéditos, además de mi pasaporte, mis dos humildes mudas de ropa y los cincuenta dólares que mi padre me había dejado para cualquier tipo de gasto menor.

Todavía, por increíble que parezca, no terminaba de mear. Quise cortar pero no pude. Y, como no pude, aún me dio tiempo a consolarme y pensar que por qué la puertorra, que vivía en Nueva York, y que además no me había buscado a mí, sino yo a ella, iba a robarme, sobre todo cuando no había nada que robarme. Existía una desproporción clara entre el valor de mis pocas pertenencias y la preocupación esquizo que en ese instante les estaba dedicando.

En cuanto terminé de orinar, sin embargo, el pánico volvió a cundir. Salí disparado de mi cubículo. Nunca, sinceramente, me lavo las manos cuando meo, pero tres gringos restregaban civilizadamente las suyas y no me quedó más remedio que acercarme a un lavabo. Toqué la llave. Nada. Intenté abrirla. No sabía cómo. Le daba vueltas y la apretaba por todos los lugares. Aquel tubo de porquería no soltaba una mísera gota de agua. Pensé que lo fácil, a veces, es demasiado difícil. Al final encontré un botón pero ese botón, carajo, no echaba agua sino un líquido violeta y pegajoso que parecía detergente o, puestos a figurar, el semen de un extraterrestre bien cachondo.

Días después supe que la llave funcionaba por un sensor y que con solo pasar la mano por debajo de la pila hubiera bastado. Allí, ante el fuego cruzado, con la puertorra huyendo mientras yo intentaba cumplir una formalidad higiénica, no me quedó otra salida que dejar a los gringos con la cara colgada. No me lavé las manos, me limpié el detergente en el interior de mis bolsillos y corrí como corren los marchistas de las olimpiadas, que es lo más rápido que se puede correr en un aeropuerto si no se quiere llamar la atención.

Tropecé con algo, el maletín de alguien, y no pedí disculpas. Iba enceguecido y con mareos. Cuando llegué, me pareció que la puertorra ensayaba la típica sonrisa del que dice: no te preocupes, te voy a robar, pero no ahora. Aún le falta a la película.

Decidí calmarme. En los asientos contiguos, una pareja jugaba con su niña pequeña. Me puse a mirarlos. Y ahí estuve, hasta que la mujer, por casualidad, cruzó su vista con la mía. Creí que la mujer se había quedado mirándome más de lo normal, y le solté un guiño. Pero, lo juro, no coqueteaba. Quitando que jamás le hago guiños a nadie, lo que menos quería yo, a esa hora, era coquetear. Fue un guiño loco, un párpado que bajó, se cerró y se abrió independientemente de mí, como si hubiera perdido yo el mando central de mi cuerpo y los órganos hubiesen decidido actuar por su cuenta. La mujer, en definitiva, se asustó y agachó la cabeza. Su marido era un boricua aindiado, fornido y risueño, a quien con un soplido le hubiera alcanzado para barrerme.

La puertorra, que no se enteró de lo que estaba pasando, comenzó a hablar de música y me puse a escucharla, aun cuando su idea de la música no iba más allá de la salsa y yo sabía lo que tal cosa podía significar. Héctor Lavoe. El Gran Combo. Tito Puente. La puertorra resultaba insoportablemente aburrida, pero yo seguía prestándole atención con la misma hipocresía con que atendía a las auxiliares pedagógicas de la primaria cuando quería que me liberaran a la hora y entonces ellas se regodeaban en su sermoneo diario.

De repente, como inducida por mí, la vieja alicaída habló. La salsa, en verdad, es cubana, dijo. ¡OMG!, qué es eso, dijo la puertorra, muy ofendida. La salsa es boricua, señora, por favor. No, dijo la vieja alicaída, el origen de la salsa es cubano. Mi marido es músico, señora, dijo la puertorra, usted no sabe lo que está hablando. Yo lo he leído, dijo la vieja alicaída, he leído que la salsa viene de Cuba. Eso dirán los cubanos, dijo la puertorra, y me miró desafiante. No tengo ni la menor idea, dije. ¡Ve!, dijo la puertorra, ni los cubanos saben eso. ¿Dónde leyó usted lo que dice que leyó, señora? En una revista seria, dijo la vieja alicaída, pero ya con menos fervor, dándose por vencida. Lo que es cubano es el son, dijo la puertorra. La salsa es nuestra. Usted debe saberlo, le soltó a la vieja alicaída ya para rematarla, que es nuestra y bien nuestra, y no se toque más el tema.

Inmediatamente el parlante anunció algo en inglés que, por supuesto, no entendí, y que la puertorra enseguida me tradujo. Era que debíamos rectificar nuestros boletos. No lo escondo. Si la puertorra iba a seguir acompañándome y traduciéndome, yo estaba dispuesto a cederle la salsa, el montuno, el danzón, lo que fuera. Si quería a Van Van o a Benny Moré, pues perfecto, se los regalaba. Descubrí allí, aun cuando estuviera desesperado por volver a La Habana y no por conocer San Juan, que era yo un muy mal patriota. Capaz de vender por una traducción básica toda nuestra herencia musical.

Me parecía, aquella cantinela de Cuba y Puerto Rico, del pájaro las dos alas, una tomadura de pelo absoluta. Ya en San Juan, una amiga me estaría esperando. La amiga me había dicho que antes de salir de Fort Lauderdale pidiera un teléfono a cualquier pasajero y le hiciera una llamada, para confirmar que no había ningún tipo de atraso con el vuelo. Fui por última vez hasta la puertorra y le expliqué. No sin dejar de mirarme como se miran a los perrillos falderos, pero también con bondad, la puertorra me tendió su teléfono. Lo tomé, marqué, y todavía tuve tiempo de comprobar lo patética y folclóricamente cubano que seguía siendo. En mi fuero interno tenía la esperanza –y lo escribo, aún sabiendo que el dato me va a pasar factura por prescindible y local– de que la puertorra moviera sus labios gruesos y estriados y dijera lo siguiente: ok, llama a tu amiga, pero con el 99*, por favor.

*A los lectores del futuro: Para ustedes, que es para quienes escribo aunque probablemente no los merezca, va esta aclaración. Hubo una vez en Cuba –todo era aún muy rocambolesco y las telecomunicaciones las dominaba un monopolio terrible que no voy a mencionar para no rescatar del olvido– que las personas con celulares, cuando querían llamar y no gastar su saldo, sino el de la otra persona, marcaban asterisco y luego el 99 antes del número en cuestión. Este tipo de práctica inaudita y curiosa –que podía acarrear una serie de enfados y malentendidos tremendos, sobre los que no me extenderé– solo era posible encontrarla en Cuba. Ni siquiera –ni siquiera, digo– en Puerto Rico.

Foto tomada de Foto: www.nadaincluido.com

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