Aniversario

La Habana vista desde la Fortaleza del Morro / Autor: Luis Miguel Valdés

La Habana vista desde la Fortaleza del Morro / Autor: Luis Miguel Valdés

La Habana parecía una promesa, y yo la recorría a pie, sigiloso, creyendo que en cualquier momento me podrían asaltar, aun cuando no cargara con nada digno de atraco. Solo huesos, azoro en la mirada, una idea difusa del futuro. Una idea que nunca, por más que lo intentara, llegaba a completar. Tenía dieciocho años. Me creía un personaje balzaciano. Pensaba, con fuerza, en aquel axioma que dice que solo hay dos historias. 1: hombre que emprende un viaje. 2: hombre que llega a un pueblo desconocido.

Yo miraba La Habana, queriendo encontrar las evidencias de su literatura, rezando para que la ciudad real mereciera finalmente la ciudad ficticia, haciendo los ajustes pertinentes. Buscaba con afán las columnas de Carpentier. Entonces creía que Carpentier era Dios y que nadie, literalmente, podía ser más sabio ni saber tanto de tanto. Buscaba olfatear aquel olor a cebolla y mercadería que abre El siglo de las luces, pero hay muchas Habanas que ya no están, que nunca estuvieron, o que se volvieron otra cosa. Buscaba el hospital Calixto García, que es, creo recordar, un sitio particularmente triste en Las iniciales de la tierra. Buscaba los portales, las sombras, los tenues golpes de luz, los restos vaporosos de los poemas de Eliseo Diego.

Y ansiaba la gracia espiritual de Testamento del Pez: “Yo te amo, ciudad,/ cuando la lluvia nace súbita en mi cabeza/ amenazando disolverte el rostro numeroso/.” Quería que La Habana fuera eso para mí. Quería que La Habana me provocara tal sugestión que sacara al poeta sublime que yo creía tener dentro. Me pregunté quién yo era, pero lo tenía claro. Yo era Lucien de Rubempré. Yo vislumbré una cima, logré distinguirla, y sentí luego que no me quedaba tiempo, que todo, para que tuviera sentido, debía completarlo antes de los veinte años. Coronar los periódicos. Poner el público a mis pies. Dejar en punta mis poemas inéditos. Encontrar mi voz (sí, yo creía que había algo como una voz y creía también que había que encontrarla). Suicidarme.

Ha pasado tiempo desde entonces, más del que parece. Nunca he amado La Habana, quizás porque uno no se permite amores que no sean exclusivos, pero le debo tanto que agradecerle llevaría un conteo minucioso de mi existencia. Muchas cosas siguen siendo las mismas. Gastón Baquero es aún, de los bardos, de los hombres que cantan, de las almas puras, mi poeta cubano predilecto. Sigo creyendo que Carpentier va a sobrevivir. A ratos, a pesar de mí mismo, sigo viendo en mi vida una especie de ridícula afectación, una soledad o un embrollo poco usual. No puedo entrar en La Habana. La recorro, le prefiguro el rostro, pero sé que hay, dentro de la ciudad física, una ciudad, vertiginosa, a la que no merezco acceder.

Otras cosas, sin embargo, ya no son las mismas. Entendí que no era poeta. Me di una segunda oportunidad, y luego asumí, con la mayor entereza posible, que no, que no lo era. Yo le puse un stop a los poetas vivos, no porque no sirvan, sino para equilibrar la balanza. Ahora veo más pornografía que antes. Ahora, por consiguiente, me masturbo más. Mi padre se fue. Carpentier dejó de parecerme Dios, y en ocasiones, cuando la bilis se acumula, me pregunto cómo Carpentier pudo representar al cretino que intenta hacerle creer al resto que él es Dios. Atravesé el Calixto García cientos de veces, y todo lo que puedo decir al respecto es lo siguiente. Voy caminando, la tarde apenas comienza, y me topo con los pies de un muerto, hinchados y en descomposición, colgando de una camilla que dos enfermeros aburridos trasladan por una calle del hospital.

Sigo creyendo que resta poco tiempo, que lo que queda es nada. No me pienso nunca a través de la literatura. No sé cómo pude hacerlo. Les pediría, a los que lo hacen, que no lo hagan. La literatura debilita. La literatura engaña. Creo en Faulkner más que en nadie. No veo cimas. No veo metas. Veo solo dos destinos. Y si tengo que elegir uno, elijo lo que el condenado a prisión de Las palmeras salvajes: entre la nada y la pena, prefiero la pena.

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