Armonías de Werckmeister

Foto: Pxhere

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Era de noche, y mi novia y yo habíamos ido a cenar a casa de un amigo que vivía en lo último del Cerro, en unos edificios grises como del este de Europa, o al menos de una región fría y apartada. Llegamos y todavía no estaba puesta la comida. Nuestro amigo ni siquiera había comprado los espaguetis, ni la salsa ni el queso.

Se hacía tarde y la necesidad arreciaba. Había incluso empezado a llover. Las tiendas habían cerrado a esa hora temprana en que cierran los establecimientos del tercer mundo. Nos miramos con miedo y con rabia. Nos miramos con hambre y con dolor. ¿Tienes un pan?, pregunté. El amigo dijo que no. Ni pan ni nada para ir amenizando.

Entonces yo dije que no había viajado tanto y llegado hasta allí para que ahora me recibieran de ese modo. Nuestro amigo se sintió culpable y decidió cambiar el menú. Nosotros sin problemas aceptamos. En verdad no había comido nada en todo el día, esperando la cena, y ya me daba lo mismo cualquier cosa. Dijo que haría picadillo de pavo, que freiría unas papas y calentaría algo de arroz. Sugirió que fuéramos haciendo tiempo.

Yo le palmeé el hombro y bromeé con que esa era una mejor comida que los espaguetis. Luego miré el cuerpo de mi novia, el cuerpo de mi amigo, y pensé que no había ni habría nunca una mejor comida. Fui hasta la sala y me entretuve frente a unos retratos en sepia: familias satisfechas, casas de madera, calles de la colonia. En uno de los portales, un muchacho con menos de diez años, pantalones cortos, descalzo, un poco esquivo, miraba a la cámara y luego nos miraba, a través del tiempo, un siglo y tanto después, a mi amigo, a mi novia y a mí.

En aquel apartamento perdido del Cerro, pensé que ese muchacho se me parecía, pero cinco o veinte minutos después reparé en que era negro y en que no había forma de que nos pareciéramos aunque yo siguiera creyendo, y todavía lo creo, que nos parecíamos en la actitud y el destino, pero sobre todo en el azar, en caso de que la actitud, el destino y el azar no fueran una misma cosa. No dije nada de aquello, por supuesto. Me mantuve quieto y me tiré en el suelo y cerré los ojos para descansar.

Nuestro amigo trajinaba en la cocina y mi novia dormía en la cama. Un rato después nos despertaron. La mesa estaba servida y ya pasaban las doce. Nada que comiéramos a aquella hora, nos traería buena digestión. Sin embargo, comimos. Yo andaba con unas papas en la boca y le pasaba una a mi novia. Le mojaba los labios con mi saliva y mi parloteo austero.

En eso llegó el novio del amigo. Era mayor pero parecía incluso más joven que nosotros, a pesar de que nosotros parecíamos muy jóvenes. Yo, por ejemplo, un muchacho negro de la colonia. Mi novia una adolescente persa. Y el amigo un concubino romano.

Entonces el novio dijo que traía una película. Mi novia tenía verdaderas ganas de largarse, pero la agarré del brazo y sugerí que quizás podíamos quedarnos para la primera escena. El novio del amigo aclaró que mejor nos fuéramos, porque si nos quedábamos para la primera escena, nos quedábamos para toda la película.

Mi novia preguntó de dónde era la película. El novio dijo que húngara, y mientras yo pensaba que el apartamento del Cerro tal vez persiguiera un modelo húngaro, de un esteta lógicamente húngaro, mi novia respiró aliviada y dijo que no había manera, forma humana posible, de que una película húngara la enamorara. El novio dijo verás, y el amigo se fue a fregar los platos.

La trama se desarrolla en un bar, una especie de taberna repleta de hombres borrachos en la cual un joven, un poco demacrado, y un poco más viejo que nosotros, dice que va a explicar para la gente simple cómo rotan la tierra, el sol, la luna, y lo único que pide a cambio es que caminemos por la inmensidad, en la que la constancia, la quietud y la paz reinan en un vacío infinito.

Luego Janos Valuska –así se llama- correrá por la línea férrea, y expedirá humo su cabeza. Janos Valuska parecerá un tren. Huirá de sí pero irá consigo. En lo que el pueblo bebe y se prepara para el asalto, Janos bojeará la ballena, fuera de hora, entre las fogatas y el sonido. (La ballena seca, pero intacta, que ha recorrido miles de años para llegar aquí, que ha surcado mares prehistóricos y evadido criaturas de las que no guardamos idea, la ballena rugosa y su ojo noble, su ojo de lástima y de hastío, la ballena tierna y arponeada, la ballena en exhibición hay que mirarla.)

Por lo pronto, Janos agarra a tres tipos, y esos tres tipos -seguro que lo hacen cada noche antes de despedirse- comienzan a bailar la rotación y traslación, la danza de los cuerpos celestes. Ebrios, nonatos, algo infames. Borrachos que se caen. El joven actor húngaro conduce a aquellos bárbaros sin fe, habitantes de un municipio de una provincia de la cuenca media del Danubio.

El sol, la luna, la tierra. En un instante se alinean y todo se hace oscuro. Pero luego el mundo resurge de lo que tal vez han sido sus cenizas. Hasta que por suerte el tabernero grita desesperado que ya es hora de cerrar, que por hoy acaben con esa especie de función. Y es entonces cuando el joven actor húngaro toma su sombrero, su sobretodo, se llega hasta la puerta y dice –tontuelo, inmortal-: “pero señor Hagelmayer, todavía yo no he terminado”.

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