Aunque no esté de moda

Partir de un lugar, digamos, a las cinco de la mañana, y llegar a otro lugar a las ocho, produce un extraño sentido del viaje. Al menos me lo produce a mí, desde hace varios años, cada vez que salgo de Cárdenas en la madrugada, bordeo el norte de Cuba, el mar a la derecha, los algarrobos a la izquierda, y llego a La Habana con el sol en el rostro.

A uno le parece que se traslada por una línea recta -dibujen una línea recta sobre una hoja cualquiera-, que de espaldas está la noche, de frente el día, esas dos fuerzas antagónicas, y que cuando viajamos no pasan las horas, es decir, no pasamos de las cinco a las seis y de las seis a las siete, sino que vamos de la oscuridad a la luz, que nuestro desplazamiento es un desplazamiento sobre la gama interior de las sombras y que no hay otro destino que el amanecer, ni otro estadio posible, ni otro fin, solo ese: la insoportable dictadura de la luz.

Dicho de otro modo: tengo la apacible impresión, cuando viajo, de que si me hubiese quedado en Cárdenas siempre habría sido de noche –es una metáfora, pero es también una declaración de principios-, y que solo en el trayecto hacia La Habana –un trayecto que por otra parte no me lleva a otro sitio que no sea la universidad- podrían ir definiéndose desconocidas siluetas de lo real, más nítidas y feraces.

O sea, la noche y el día como tempos físicos, empotrados en sitios fijos, a los que hay que llegar como se llega a un país, y no como normalmente ocurre, que si uno saca una silla al balcón de su casa, con un whisky o con un vaso de leche en la mano, y algo de Schubert en los oídos, tendrá ante sí el profiláctico espectáculo de una puesta que no cede en taquilla: la tarde -su tono azafranado, su abrumador monólogo- cayendo implacable sobre el retablo del mundo.

Esta última vez cerré los ojos, me eché como un saco muerto en la parte trasera del carro e intenté dormir. No tenía nada que buscar afuera. Sé exactamente, a una velocidad ordinaria, qué tono cobra el cielo a las alturas del Valle Yumurí, o de Santa Cruz del Norte, o a las puertas de Guanabo. Hay todo un cementerio de mis ideas infructuosas al borde de la Vía Blanca, esa carretera que lleva de Cárdenas a La Habana, o, como hemos acordado, de la oscuridad a la luz.

Sé que la noche parece cerrada y al más leve descuido, en el menor de los pestañeos, nunca a una hora precisa, la noche se abre como una flor, uno presiente la inminencia de lo inevitable. Mejor no malgastarse, pues el mundo, recatado y tímido, por no decir conservador, siempre espera nuestra distracción para desnudarse, para cambiar de ropas y valijas.

Ya que hemos fijado el tiempo en el espacio, tendría que decir, sin embargo, que hay un punto en esa ruta, una temporada en ese viaje, que yo no sabría, ni con exactitud ni sin ella, localizar. Entendamos. El viaje Cárdenas-Habana como un viaje que dura dos horas y media, pero también cinco años, o diez.

Ese punto, esa temporada, es mi preuniversitario. Justo cuando yo doblo el Viaducto, a las seis de la mañana, una rara e involuntaria costumbre me lleva a pensar que estoy tomando por una carretera distinta a la carretera que me conduciría hasta el preuniversitario.

A veces, la verdad sea dicha, puedo sobrevivir y hacer entrevistas sin acordarme de que una vez pertenecí a ese inexpugnable sitio. Sin embargo, no hay un pasado, un mes, una semana, un suceso, un muerto, un libro, un hallazgo que mantenga en mí la subyacente pero cruda permanencia del preuniversitario.

Ni siquiera mi encuentro con Contreras, no porque Contreras tenga un anillo de Serie Mundial, sino porque Contreras era un héroe de la infancia. Contreras o Vera, lo mismo da, y Huck Finn y Sandokán. Me falta una charla con uno de estos dos, preferiblemente el malayo, porque yo, de muchos modos, fui Huck Finn, y no el patán de Tom Sawyer, tal como indicaban los astros y la educación que fuera.

El preuniversitario es como el gas en el ambiente, una mínima chispa lo prende. O como una enfermedad contagiosa, cualquier excitación emocional hace que se active el virus. Uno quiere creer que es inocente, menos culpable de un cargo que no nos han levantado, pero que indudablemente está ahí, si es capaz de mantener contra molinos el juramento nunca explícito de no olvidar aquella temporada.

Durante el último viaje, hice como que era un saco muerto, pero me colgué un par de audífonos y me puse a escuchar el Silvio Rodríguez de los setenta, el poeta que no tiene desperdicio. Intenté poner la mente en blanco, y funcionó.  Me recordé. Yo era un muchacho tan tierno y tan feo que daban ganas de llorar. Siempre, a las siete y media de la mañana, con frío o sin frío, con hambre o sin hambre, con examen o sin examen, anoréxico y turbio, pegado al tomacorriente de la puerta, tirado en el piso del aula, escuchaba en una walkman ese pedido postrero, hecho desde el otro lado del portón:”Hoy de mí hacia ti/hoy de ti hacia mí/quiero hacerte un regalo viejo/”.

Era, de por sí, mucho para la edad, pero yo le sumaba drama. Miraba con devoción al fondo de la clase, a una muchacha que luego sería mi primera novia y de la cual me enamoré perdidamente. Me rechazó, me aceptó, juró que me amaba, juré que la amaba, juramos que íbamos a luchar, pero se acercó el alba y dejamos de amarnos, con par de promesas incumplidas. Hoy no es, siquiera, mi amiga. No por líos, sino por dejadez. Dios, por dejadez.

Leí recientemente un ensayo con par de ideas notables. Una de ellas decía que si atravesamos ese desierto, si estábamos dispuestos a atravesar ese desierto del amor, era para que después quedara algo, al menos algo fuerte y perecedero como la amistad, algo que, del magma insalvable, pudiera fraguarse.

La última vez que entré al preuniversitario, hace dos años, tuve que salir corriendo, abotargado y nulo. Yo empezaba a hacer carrera en el periodismo y me creía invulnerable. Me detuve ante los edificios de arquitectura socialista, ante las paredes sin color, antes las ventanas derruidas, ante los terrenos despoblados, ante los escalones maltrechos, ante los pasillos fríos, y no entendí bien cómo ese sitio ya no era el sitio que yo andaba buscando, y cómo esa escuela que media entre las cinco y las ocho de la mañana, quedaba justamente en un meridiano invertebrado, entre la sombra y la luz.

No sé hasta dónde aguantará un lugar que hoy es una hora cualquiera: el minuto del torrente, el segundo de la evocación. No sé si eso es un signo de fuerza o de debilidad, de acoplamiento o de rebeldía. Ojalá dure toda la vida. Yo no muevo un dedo por salvar nada que no pueda salvarse por sí mismo. En ninguno de los casos, si ocurriera el deceso. Ni con la Patria. Ni con los padres. Ni con la primera novia.

Atravieso el desierto así, gratis, porque hay que atravesarlo cada cierto tiempo. Y no me quejo. Mi madre me pide que la visite y la complazco. Voy y regreso, de La Habana a Cárdenas, una o dos veces por mes.

 

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