Balón que baja

Algunas cosas son realmente tristes. Llego del teatro –nada menos que de una soporífera puesta sobre la vida de José Jacinto Milanés-, trago un buche de agua con dos dipironas dentro, me tiro en el sofá, a como caiga, y prendo el televisor. La selección cubana de voleibol femenino juega el quinto set de la semifinal de los Centroamericanos contra Puerto Rico. Y pierde.

Lo triste no es que pierda, naturalmente. A estas alturas, puede que hasta sea lo más recomendable. Lo triste es que tenga que jugar contra Puerto Rico un quinto set. Nosotros hemos vivido, incluso en los últimos quince años, ya en pleno naufragio del deporte cubano, muchos memorables tie break. La semifinal de Atenas 04´ contra China, que perdimos. O la final de Río 07´ contra Brasil, que ganamos.

Esta noche, Puerto Rico se lleva los dos primeros sets, y Cuba tercero y cuarto. La distribución de los parciales –el modo en que alguien renace de sus cenizas e iguala la disputa- hace sin embargo que como una sombra nos cruce por la cabeza un luminoso fantasma, uno solo, el más entrañable. Sidney 2000. Cuba que le arranca a Rusia tercer, cuarto y quinto set, para bordar con esmero la filigrana épica de su tercera Olimpiada consecutiva.

Algo aprendimos -o confirmamos- en ese entonces. Que el éxito o el fracaso estremecen más mientras más cinematográficos son, mientras más ordenados, armónicos o ascendentes los captemos. La vida alcanza su categoría estética cuando se asemeja con mayor verosimilitud a nuestras muy quebradizas mentiras, y logra pasar por una de ellas.

Aquella noche –tenía diez años, pero puedo recordarlo sin esfuerzo- ganamos cinco oros olímpicos. El ya mencionado voleibol femenino, y otros cuatro en boxeo: Guillermo Rigondeaux, Mario Kindelán, Jorge Gutiérrez y Félix Savón. Yo llegué a la fiesta pensando que la fiesta recién empezaba, comiéndome los dedos de la ansiedad, y la fiesta, después lo supimos, acababa de terminar.

Sidney 2000 fue la última quincena verdaderamente gloriosa del deporte cubano. El oro estratosférico de Iván Pedroso (si Iván hubiese sido estadounidense, ténganlo por seguro, ya Hollywood lo habría inmortalizado y ya lo hubiéramos visto en Arte Siete). El oro de Anier García, atravesando el metro ciento diez con una rara expresión de ternura, que ni antes ni después le he visto yo a ningún otro atleta: la mitad de la cara llorándole, la otra mitad riéndole. El oro de Legna Verdecia, tan hermosa: su providencial ippon cuando perdía por waza-ari faltando menos de dos minutos. El sorpresivo oro de Ángel Valodia Matos solo pocos días después del fallecimiento de su madre. La plata de un Sotomayor empapado y redivivo. La plata de la pelota, lo cual vino a demostrar que esos fueron, por mucho, los únicos Juegos Olímpicos donde la calidad del béisbol valió la pena. A partir de ahí, todo no ha sido más que una caída a plomo.

La Olimpiada siguiente fue una Olimpiada opaca: largamente esperada y luego gris. Yo experimenté en ella más de una aparatosa decepción, sobre todo porque constantemente la comparaba con su predecesora. Mi expectativa trabajaba en función del pasado. Si alguien nos hubiera dicho cómo sería el futuro, lo negro que se iba a poner, la magra renta de Beijing, lo sórdido que es el hoy, nosotros en el momento habríamos valorado mucho más, y celebrado con interminables congas, los títulos de Atenas. La diferencia alarmante, si nos fijamos, no fue en la cantidad de triunfos, sino en cómo los alcanzamos. Lo cinematográfico, previsoramente, nos abandonaba, actuaba más bien en nuestra contra.

Osleydis Menéndez llegó, soltó un jabalinazo, impuso record para las citas y punto. Se acabó. Un oro bien aséptico, sin sudar. Yumisleidis Cumbá no se coronó siquiera en la competencia, que es lo que tiene gracia, sino después que descalificaran por dopaje a una de esas europeas rudas, no recuerdo cuál. El C-2 del canotaje dejó escapar el título –creo que el de los 500 metros- por una distracción. A Amarilis Savón, por su parte, a menos de diez segundos para el final, le devolvieron el ippon que desde hacía cuatro años Legna Verdecia dejara flotando en el éter estival. Y Yordanis Arencibia ejecutó su maravilloso sode-tsuri, que luego tantas veces la televisión repitiera, en una mera discusión del bronce.

Cuando se nos agoten las razones políticas para demostrar la decadencia del deporte cubano, o, mejor aún, cuando nos aburramos de repetirlas, debiéramos oponerle a los locutores triunfalistas y a los directivos de toda índole un fácil ejercicio de memoria. De nostalgia, si se quiere. Yo podría mencionar ahora mismo, de golpe, las veintinueve medallas olímpicas que Cuba obtuvo en Sidney 2000, y no puedo, sin embargo, recordar las de Londres 2012, que fueron menos de la mitad. Recuerdo los cinco oros y eso porque… bueno, porque apenas fueron cinco.

Entonces he aquí que Cuba pierde el quinto set contra Puerto Rico, y que Rodolfo García, no obstante, lo que señala es que a las muchachas habría que reconocerles la estirpe, la manera en que luchan hasta el final. Uno se pregunta si la estirpe es algo que nunca se agota, algo que, hagamos lo que hagamos, siempre va a estar ahí. Perdemos con un equipo de clase C, ni siquiera vamos a discutir ya el título del área, nosotros, que fuimos tricampeones olímpicos, y el comentarista cree que lo reñido del marcador es otra prueba de nuestra estirpe. No de nuestra debacle, no de una severa crisis, sino de nuestra estirpe.

Es la asunción de la mediocridad, de la falsa entrega, el tosco nacionalismo por delante. Lo importante no es la virtud. Lo importante es dar guerra. No interesa que ayer se la diéramos a Rusia y que hoy se la demos a Puerto Rico. Mañana vamos a terminar dándosela a Aruba, pero qué más da, porque nuestra estirpe, que es lo principal, va a permanecer intacta. Los cronistas del deporte cubano se encargarán de ello.

Hago el recuento de todo lo que separa Sidney de Veracruz, y entiendo la diferencia. Olimpiadas del Deporte Cubano. Juegos del Alba. Olimpiadas del Deporte Cubano. Juegos del Alba. Candidaturas olímpicas (Dios: este país desarmándose a pedazos, con mil rollos -digámoslo así- por doquier, y pensando en candidaturas olímpicas). Igual. Puede que tengan razón, y que todo no haya sido más que una breve etapa de esplendor, una bonanza temporal o un lujo desmedido que no nos podíamos seguir costeando, porque, bien mirado, lo lógico es que Cuba se mida a Puerto Rico, no a Rusia. Puede que lo nuestro sean estos Centroamericanos sin gracia y sin color, de gradas vacías y silencios redoblados, y no las rutilantes Olimpiadas, tal como una vez nos hicieron creer.

Al fin y al cabo, quizás no estemos ni más ni menos que volviendo al justo sitio que nos corresponde.

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