Bolaño (II)

La diferencia entre Roberto Bolaño y el resto de los clásicos que yo haya leído es que a Bolaño lo encontré por mi cuenta. Eso lo hace más personal, más íntimo. En un artículo muy honesto, publicado en Letras Libres, Alberto Fuguet explica su tortuosa relación con la literatura de Bolaño, el modo en que su irrupción puso contra las cuerdas a todos los narradores latinoamericanos de la época. Lo dice Fuguet, que a la sazón, fines de la década del noventa, ya había sido elegido por Time y CNN como uno de los cincuenta líderes del continente más influyentes para el nuevo milenio. Por este tipo de reconocimientos, Fuguet recibió alguna vez un ramalazo directo de los que Bolaño acostumbraba a soltar contra los empoderados del éxito, contra los chicos que se arrellanan bajo la placentera sombra de los olivos.

Fuguet, por su parte, no cae en la tentación de menospreciarlo, de rebajarle un céntimo de calidad. Estamos, apenas iniciado el año 14, una década y poco más después de su muerte, en el límite de saturación. Bolaño por todas partes. Bolaño mito pop. Bolaño heroinómano. Bolaño disléxico. Bolaño en exposiciones. Bolaño en dossier. Bolaño llevado al teatro y al cine. Bolaño descubierto por Patti Smith. Bolaño comentado por Oprah. Bolaño perro romántico. Bolaño fenómeno de masas: tanto como lo puede ser un escritor de riesgo, alguien que tuerce las manijas.

Nos sigue, sin embargo, a nosotros que nos consideramos lectores con cierta disciplina y que concebimos la literatura como un predio exclusivo, provocando urticarias encontrarnos en el gusto del rebaño, dentro de la marea snob, por lo que Bolaño ha empezado a producir ese tipo de crítica infaltable en los símbolos: la del asco, o la del recelo, la que intenta desacreditarlo pero sin arrimarse demasiado a la sartén. Llegada una moda a su límite, la del deslumbramiento, se pone en funcionamiento otra: la del rechazo.

Fabián Casas decía que Borges era, además de lo que ya sabemos que es, un agujero negro, alguien que podíamos extirpar e igualmente reconocer por la cantidad de masa que orbitaba a su alrededor. Esto es: la cantidad de literatura antiborgiana, los millares de ensayos alevosos que le iban arriba con todo; a cebarse, a apalearlo.

Hay algo así en la maquinaria Bolaño, zapadores que pretenden ser a Bolaño lo que Bolaño fue, por ejemplo, a Neruda o a Paz. Bolaño se ha convertido en algo que siempre combatió, pero seguiremos sin saber cuál sería su reacción final porque entonces le dio por morirse, justo antes de que apareciera 2666 y apenas cinco años después de Los detectives salvajes. Bolaño, en alguna medida, estaba atrapado dentro de su discurso de resistencia, su postura malcriada, lo cual suponía una respuesta no pasiva a los favores desmedidos con los que el triunfo lo estaba recompensando.

Después de todo lo que había despotricado contra miembros de Academias y autores consagrados, no podía terminar como terminaron, pongamos, luminarias del boom, Vargas Llosa o García Márquez. Corriendo el primero detrás del Nobel, empeñado en demostrar que el subdesarrollo es una enfermedad mental, o reunido con mandatarios el segundo, trayendo y llevando recados entre Bill Clinton y Fidel Castro. Cualquiera de estas actitudes le habría salido a Bolaño demasiado cara, más de lo que le salió a Vargas Llosa o a García Márquez para sus respectivas literaturas, aun cuando no tengamos certeza alguna de que Conversación en la Catedral o Cien años de soledad no se hayan repetido porque sus autores se diplomatizaron. La historia literaria que no es Shakespeare dicta que sea lo que hubieren hecho los autores con sus vidas, tanto si hubieran terminado en una cloaca como en el principado de Mónaco, hay algunas novelas, ciertas cimas, que son irrepetibles.

Digamos que para el escritor sería idóneo no existir, pero sería aún más idóneo no existir después que ha logrado su obra maestra; no agregar ni un trazo inservible a su misión ya cumplimentada. 2666 nos parece -aun cuando sepamos que este tipo de canonizaciones, en la misma medida que se legitiman, contaminan el acto elemental e imprescindible de la lectura- no solo la cima personal de Bolaño, sino la cima latinoamericana de las últimas décadas, incluso la primera oposición de peso, más allá de las intenciones y las pataletas, al realismo mágico. Esto último no es cierto, por supuesto (algo que afirmé una vez, dado como soy a los absolutos). Para liquidar semejante tesis, pienso, dentro de mi muy reducido bagaje, en Saer o Arenas, sobre todo en Saer, y resulta suficiente.

¿Qué podía hacer Bolaño entonces, quien no se suicida heroicamente en el umbral del éxito, pero que muere de una enfermedad hepática? Idea, la del suicidio, que tanto seduce a los lectores de mi edad, entre quince y veinticinco años, y que habría cerrado con broche de oro el trayecto del mito, el viaje interestelar del escritor apátrida y errante ¿Qué podía hacer Bolaño, quien evidentemente no era Rulfo, y no iba a callarse durante los siguientes treinta años, refugiado en un laberinto burocrático, mientras afuera una manifestación atronante le estaría pidiendo que publicara? Su muerte puede haber sido una salvación, más allá de lo que toda muerte es, pero también una tragedia, más allá de lo que toda muerte es.

Lo que Bolaño cuestiona en Neruda o en Paz no es la valía de Neruda o Paz, algo que sus tretas no ponen en duda. El parricidio es un homenaje, por demás, el más imprescindible de todos. Lo que Bolaño señala es el modo vulgar en que canonizamos, la hipocresía de la trascendencia literaria, sus guantes de seda, las zonas oscuras que los exégetas obvian: que Neruda se haya impuesto, con deliberación, la tarea de encarnar al Whitman latinoamericano, o que, tan propenso al desbordamiento a las primeras de cambio, sin un mínimo de cautela, le haya cantado a Stalin o a Fulgencio Batista. En Cuba, pillos que queremos ser, solo hablamos de Canción de gesta. Ese afán nerudiano, ese apresuramiento, no lo mata ni mucho menos (“cuando nuestros nombres nada signifiquen, su nombre seguirá brillando”), pero lo ubica, como corresponde.

Por otra parte, si Bolaño no hubiera poseído el genio canónico del que habla Bloom, habría perecido, y sus andanadas contra tantos poetas y novelistas del panteón de la lengua no se habrían zafado de ese viso de resquemor y, por qué no, envidia, que los lectores entre quince y veinticinco años, al principio de todo, creemos encontrar en autores correctos, o notables, sí, pero no lo suficiente como para permitirse el lujo de desbarrar. Puede ser un error de lector (presunta inocencia despótica que no es más que manquedad) exigir eficacia, incineración, como garantía ética, pero superar la línea de crueldad, ese error, ese juicio implacable, es quizás lo que marca la verdadera pauta entre un texto vivo y uno que no lo está.

Dice Bolaño: “Muchas pueden ser las patrias (del escritor), se me ocurre ahora, pero uno solo el pasaporte, y ese pasaporte evidentemente es el de la calidad de la escritura. Que no significa escribir bien, porque eso lo puede hacer cualquiera, sino escribir maravillosamente bien, y ni siquiera eso, pues escribir maravillosamente bien también lo puede hacer cualquiera. ¿Entonces qué es una escritura de calidad? Pues lo que siempre ha sido: saber meter la cabeza en lo oscuro, saber saltar al vacío, saber que la literatura básicamente es un oficio peligroso.”

¿Qué habría hecho Bolaño, pues, con toda esa basura, con las decenas de lectores chatarra, de insufribles acólitos que se le multiplican como zombies? ¿Los habría, por el bien de todos, espantado de un manotazo, a que se fueran a leer a Lihn, a María Panero, a Lemebel, a Parra, a que fueran a curtirse de verdad, o los habría mantenido bajo su égida, corruptamente, dándoles maíz para palomas como Vargas Llosa daba El hablador y García Márquez Memorias de mis putas tristes?

Bolaño parece alguien que se infiltró de contrabando en la primera línea de la posteridad, para seguir ofreciendo pelea desde el púlpito (aunque esta impresión puede estar dada por su cercanía, por su contemporaneidad). Alguien que dinamita desde adentro la imagen eterna, que agrega una trompetilla a la hierática voz del pase de lista, la voz que dice: Darío, presente; Lorca, presente; Reyes, presente; y ante la cual nos estremecemos sin remedio.

¿Por qué Bolaño defiende tanto a Parra? ¿Por su sentido lúdico? ¿O es Parra un escudo? ¿Es Parra en sí o es Parra la excusa indicada para la idea que Bolaño quiere inyectar? Yo no logro ver en Parra el poeta que Bolaño dice que es, no logro, ni de lejos, mencionarlo en el mismo renglón de Vallejo o Cernuda o ubicarlo, ya dentro del mismo Chile, a la altura de Gonzalo Rojas o de Teillier. ¿Me mordió el canon? ¿Me trabó la idea de lo trascendente, de lo estelar? Es esa la idea que alimenta al canon cubano (probablemente a todo canon), pero no. Hay una sensibilidad propia que ningún poeta o novelista debiera subvertirnos; una brújula dentro de la vorágine, un palo mayor en lo escurridizo.

El parricidio no es tanto el asesinato de los mayores como nuestro propio florecimiento. Lo que yo creí entender en Bolaño, justo cuando necesitaba entenderlo, y debido a ello me resulta más entrañable que cualquier otro narrador latinoamericano, es que debemos mantener el estilete desenfundado contra todos, que debemos rastreramente apuñalar el vientre de cada autor que nos tienda la mano, porque aunque nos lancemos a fondo, para ellos no pasará de dos o tres rasguños, pero nosotros, al primer descuido, podemos caer bajo el peso de su fraternidad.

Fuguet se defiende, en su artículo, con la consabida vanidad del lector; lector que es también, en su condición insaciable, un caza fortunas, el aventurero que pretende encontrar la mina antes que los demás. Fuguet dice que leyó a Bolaño y que calibró su estatura antes que se destapara la fiebre, y ofrece datos y cifras que prueban sus palabras. Es doblemente reconfortante descubrir algo por nosotros y que luego el tiempo confirme su valía. Sacia al profeta que creemos ser, y nos permite, en este caso, leer a los clásicos sin esa estela incómoda que los acompaña, ese conocimiento previo, extra, de su condición.

Aún carente de pruebas, yo no escapo a dicha vanidad. La prueba, si se quiere, es Cuba, que vino a realizar un coloquio de Bolaño por primera vez el pasado diciembre, en la inefable Casa de las Américas. Hace cuatro años encontré en una librería de viejo Los detectives salvajes. Lo abrí por curiosidad y leí: “Todo el realismo visceral era una carta de amor, el pavoneo demencial de un pájaro idiota a la luz de la luna…”

Lo llevé conmigo y solo después supe, aislado como me encontraba y me encuentro, qué era lo que había estado sucediendo con este sujeto. Lo monástico insular tiene su atractivo, cierto. Que Lezama no haya salido de La Habana resulta sublime, pero finalmente nos cuesta, como todas nuestras excepciones, un ojo de la cara. A veces los dos.

Ilustración: Luis Grañena

Bolaño I

Salir de la versión móvil